8. Un revés by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Las visitas que en los días subsiguientes hicieron Valenzuela y Enriquillo al palacio de Colón, no modificaron en nada las respectivas situaciones de nuestros personajes. El cacique, cada vez más enamorado de su prima, había sentido calmarse gradualmente las inquietudes y los escrúpulos que le inspiraba su singular posición, y, si se quiere, la desigualdad efectiva que existía entre él, indio de pura raza, y la bella mestiza a que habían dado el ser Guevara e Higuemota; español de noble alcurnia el primero; hija ésta de la célebre cuanto malhadada reina de Jaragua. El candor y la franqueza con que siempre era recibido por su prometida novia, acabaron por convencer a Enrique de que ella no sabía amar de otro modo, afirmándose aún más en su esperanza de que al iniciarse en los misterios del matrimonio, el amor de la joven, entonces inocente y cándido, adquiriría el matiz; de ternura y de pasión que había echado de menos el enamorado mancebo en su primera conferencia íntima con la que había de ser su esposa. Mecido por las dulces ilusiones de aquella próxima perspectiva, Enriquillo se abandonaba a su dicha del momento con el deleite propio de una imaginación de veinte años; y como que tendían a cicatrizarse las heridas que su ingénita sensibilidad recibía diariamente con la observación de cuanto lo rodeaba, con las anomalías de su estado personal, sometido a la piedra de toque de encontradas condiciones; señor por nacimiento; primado por prerrogativas reglamentarias entre los indios; privilegiado por la protección especial y eficaz que lo asistía desde la infancia, y al mismo tiempo, inscrito en las listas de encomiendas, que suponían un grado de servidumbre siempre humillante, y punzándose a cada paso en las agudas espinas del desdén brutal que ostentaban respecto de toda la raza india los más de aquellos hidalgos y colonos, educados en los campamentos de Andalucía y de Italia, acostumbrados a aplicar el mote de perros a los soldados enemigos, y que, con mayor convicción que a los moros y a los franceses, consideraban y trataban como animales a los salvajes indios en general, y peor que a tales a los que les servían en calidad de encomendados.
Las circunstancias excepcionales que concurrían en la persona de Enrique; su apostura, su exterior simpático y el sello de rara inteligencia que realzaba su fisonomía, unido todo a la calidad e influencia de sus protectores, le habían preservado siempre de esas rozaduras del amor propio, peores mil veces que la muerte para los caracteres bien templados y pundonorosos; pero el espectáculo constante de otros indios de su clase, menos afortunados, que apuraban la copa de las humillaciones, laceraba su compasivo corazón, y sublevaba su conciencia ante la idea de hallarse expuesto él mismo a iguales tratamientos. Esta reflexión oscurecía de continuo el fondo de su alma, y proyectaba sobre sus más generosas impresiones un tinte sombrío y melancólico. La esperanza de poseer a Mencía, de llegar a infundirle todo el inmenso amor que él sentía por ella, disipaba ahora esas tinieblas de su espíritu, y en aquellos breves días el sol de la felicidad lució con insólito esplendor para el noble huérfano del Bahoruco.
Días brevísimos fueron aquellos, ciertamente. Llegó el que estaba señalado para la boda, aquel sábado que, según lo determinado en la cámara de Bartolomé Colón, no debía trascurrir sin que Mencía y Enrique se unieran en indisoluble lazo. El novio, vestido con un traje de terciopelo color castaño y ferreruelo de raso negro forrado de seda carmesí, a la moda de Castilla, ceñida la cintura con un precioso tahalí de piel cordobesa con pasamanos y bordados de oro, del que pendía una daga con puño de marfil, regalo de su padrino en la ocasión. Don Francisco de Valenzuela, en compañía de éste había llegado a palacio y hecho su acatamiento a la Virreina y sus damas, entre las que se notaba la ausencia de Mencía, que en su aposento aguardaba con natural timidez la hora precisa de la ceremonia que iba a fijar su destino. Ya algunos caballeros de los más allegados a la casa y familia de los Colones discurrían por todo el salón en divertido coloquio; las antorchas del oratorio contiguo despedían un fulgor que parecía pálido ante la reverberación de los rayos solares de la espléndida mañana; el capellán, revestido de sus principales ornamentos, sólo dejaba en reserva la morada estola para el último instante de la espera; el Adelantado acababa de vestirse penosamente con el auxilio de su ayuda de cámara, y preguntaba por segunda vez si los oficiales reales no habían llegado todavía a la casa, cuando un criado puso en sus manos un gran pliego cerrado y sellado con las armas reales que acostumbraban usar los Jueces de Apelación. Don Bartolomé, hombre experimentado en las lides políticas, no menos que en las militares, reconoció el pliego por un lado y otro, e hizo un expresivo gesto de disgusto antes de abrirlo. –¡Mal agüero! –murmuró tres veces entre dientes, en tanto que rompía la nema y desdoblaba el documento. Leyó su contenido para sí, y al cabo de dos minutos, estrujando, violentamente el papel entre sus manos, intentó herir el suelo con la entorpecida planta, revelándose en todo su aspecto la más vehemente cólera.
Por último, hizo un esfuerzo para dominarse, y dijo con sofocado acento a su ayuda de cámara:
—Id a llamar a la Virreina y al señor Valenzuela. Decidles que vengan a verme al punto.
El servidor salió aceleradamente, y pocos minutos después se presentaron en el aposento Doña María y Don Francisco.
Encerróse el Adelantado a solas con ellos, y rogó al último que leyera en alta voz la misiva que acababa de recibir.
Valenzuela, no sin inquietud, leyó el dicho pliego, cuyo tenor era el siguiente:
“Nos., los Jueces de Apelación de la isla Española, etc.
“A Vos., el Adelantado Don Bartolomé Colón, hacemos saber:
“Que por relación que nos han hecho los oficiales reales Miguel de Pasamonte, Juan de Ampiés y Alonso Dávila estamos informados de que se trata con presura el casamiento del cacique Enrique del Bahoruco y Doña Mencía de Guevara; los que siendo próximos parientes carecen de las dispensaciones de la Santa Madre Iglesia, y que a más, por la calidad de los contrayentes y muy en especial por ser la Doña Mencía de familia castellana y no estar en uso el que las tales de su clase se casen con indios, necesitan las reales licencias de la Cámara de Su Alteza. Y por lo tanto, Nos., los Jueces de Apelación, os prevenimos y notificamos a vos, Don Bartolomé Colón, para que lo hagáis notificar y prevenir a la señora virreina Doña María de Toledo y demás encargados o causahabientes de los dichos Mencía y Enrique, que el matrimonio de los susodichos no puede llevarse a efecto sin las licencias y dispensaciones referidas, so pena de nulidad y sin perjuicio del oportuno proceso, dado caso que no acatéis esta nuestra orden. Tendreislo entendido.
“En Santo Domingo a 18 de diciembre de 1515.
Licenciado Villalobos. Licenciado Matienzo. Licenciado Ayllon”.
—¡A mí esta injuria! –exclamó la Virreina, pálida de ira, acabando de oír la lectura–. ¡Estos miserables enemigos de nuestra casa no pierden ocasión de cebar su malicia en todo lo que nos concierne...! Pero no es posible que se salgan con su gusto. Vos, ¿qué pensáis hacer en esto, señor tío?
—Si de mí solamente se tratase –respondió el Adelantado con sardónica sonrisa–, ya sé yo lo que había de hacer: viejo y achacoso como estoy, al cabo de mi paciencia con tanto escarnio, iría ahora mismo a arreglar cuentas con este bribón de Pasamonte, que es el autor de estas infernales tramas, y a dar su merecido a cuantos lo ayudan en sus bellaquerías; pero estáis vos de por medio, sobrina, y están los grandes intereses de Diego y de vuestros hijos, que es a lo que siempre asestan sus tiros estos incurables envidiosos. Debemos por lo mismo ser prudentes, muy prudentes; ¡aunque reventemos!
Estas últimas palabras las profirió el Adelantado con tal explosión de rabia, que se pudo temer que reventara efectivamente.
El señor Valenzuela habló entonces:
—El caso es grave –dijo–; es sin duda un paso adelante en la senda de los agravios y de la invasión de derechos de la casa de Colón, a la que se trata de reducir a la nulidad en estas partes. Pero la interrupción del matrimonio no es un daño irreparable, y conviene mucha calma y prudencia para no dar ventaja a los enemigos. Aún falta un registro que tocar entre las autoridades de la Colonia, y voy ahora mismo a ponerlo a prueba, con vuestro permiso…
—¿De quién se trata? –interrumpió la Virreina.
—Del juez de residencia, licenciado Lebrón –contestó Valenzuela.
—Un pícaro como los demás –dijo el irritado Don Bartolomé–. Desde que ha llegado aquí, cuanto hace es en perjuicio de nuestros intereses.
—Nada se pierde en hacer la diligencia –repuso con tranquila expresión Valenzuela–. En último caso, poco les durará el gozo del triunfo, pues con el Almirante en España, y el padre Las Casas a su lado, es imposible que el bando contrario prepondere; y ya veréis que en esto del matrimonio, si no se hace hoy, se hará otro día; no necesitamos más que paciencia.
—No me parecéis bastante viejo para tener la sangre tan fría, Don Francisco –dijo con vacilante despecho la Virreina. –Id a ver a vuestro Lebrón, de quien nada espero. Por mi parte, voy a dar orden para que se apreste la nave que llegó ayer de Costa Firme, a fin de que siga viaje a España sin demora; allá está mi esperanza de obtener justicia contra tantas vejaciones como se nos hacen.
—No digo que no, señora –concluyó Valenzuela–. Iré cuanto antes a ver al juez Lebrón, y si resulta infructuoso mi empeño, esta misma tarde escribiré mis cartas al padre Las Casas, para que todo lo arregle en Castilla.
—Yo voy a escribir ahora mismo a mi sobrino Don Diego –dijo el Adelantado–, con lo cual me distraeré un tanto; si no, creo que la cólera me ahogará.
—Yo voy a participar mi desaire a la concurrencia –añadió la Virreina– y compondré el semblante para que nadie se burle de mi disgusto.
Y asiéndose del brazo de Valenzuela, ambos salieron del cuarto de Don Bartolomé.
Cuando llegaron al salón, las damas y algunos caballeros familiares de la casa conversaban animadamente. Elvira, que por encargo especial de Doña María procuraba entretener a Enriquillo, obtenía fácilmente la confianza de éste, y el franco mancebo le revelaba en términos sencillos su plan de vida, sus sentimientos respecto de la que iba a ser su esposa, y la observación que había hecho de que Mencía no le amaba, sino con el tibio amor del parentesco. El cacique se daba a conocer en la discreta expansión de su lenguaje bajo un aspecto que jamás había entrevisto ni sospechado la ligera Elvira: escuchábale, pues, con agradable sorpresa, tratando de provocar más y más las candorosas confidencias de aquel corazón leal y generoso.
Valenzuela puso fin a la conversación, tomando de la diestra a Enrique y diciéndole:
—Saluda a esta dama, y vamos pronto de aquí. Tenemos algo que hacer en otra parte, y volveremos en seguida a terminar los negocios del día.
Enrique, aunque no dejando de ver con extrañeza aquella novedad, siguió sin replicar a Valenzuela, y hechos los cumplidos de estricta cortesía, protector y protegido se alejaron de la casa de Colón, mientras que la Virreina decía en alta voz, con la más afable y risueña expresión de su semblante:
—Por hoy, señoras y señores, no tendremos boda: se aplaza a otro día. Son asuntos de Estado, y nada más puedo deciros.
Hizo un gracioso saludo y, roja como la grana, se retiró la pobre Virreina del salón, dirigiéndose a sus aposentos en demanda de Mencía; en tanto que los escasos concurrentes extraños se iban para sus casas haciendo reflexiones y comentarios sobre tan inesperado fin de fiesta.
Las circunstancias excepcionales que concurrían en la persona de Enrique; su apostura, su exterior simpático y el sello de rara inteligencia que realzaba su fisonomía, unido todo a la calidad e influencia de sus protectores, le habían preservado siempre de esas rozaduras del amor propio, peores mil veces que la muerte para los caracteres bien templados y pundonorosos; pero el espectáculo constante de otros indios de su clase, menos afortunados, que apuraban la copa de las humillaciones, laceraba su compasivo corazón, y sublevaba su conciencia ante la idea de hallarse expuesto él mismo a iguales tratamientos. Esta reflexión oscurecía de continuo el fondo de su alma, y proyectaba sobre sus más generosas impresiones un tinte sombrío y melancólico. La esperanza de poseer a Mencía, de llegar a infundirle todo el inmenso amor que él sentía por ella, disipaba ahora esas tinieblas de su espíritu, y en aquellos breves días el sol de la felicidad lució con insólito esplendor para el noble huérfano del Bahoruco.
Días brevísimos fueron aquellos, ciertamente. Llegó el que estaba señalado para la boda, aquel sábado que, según lo determinado en la cámara de Bartolomé Colón, no debía trascurrir sin que Mencía y Enrique se unieran en indisoluble lazo. El novio, vestido con un traje de terciopelo color castaño y ferreruelo de raso negro forrado de seda carmesí, a la moda de Castilla, ceñida la cintura con un precioso tahalí de piel cordobesa con pasamanos y bordados de oro, del que pendía una daga con puño de marfil, regalo de su padrino en la ocasión. Don Francisco de Valenzuela, en compañía de éste había llegado a palacio y hecho su acatamiento a la Virreina y sus damas, entre las que se notaba la ausencia de Mencía, que en su aposento aguardaba con natural timidez la hora precisa de la ceremonia que iba a fijar su destino. Ya algunos caballeros de los más allegados a la casa y familia de los Colones discurrían por todo el salón en divertido coloquio; las antorchas del oratorio contiguo despedían un fulgor que parecía pálido ante la reverberación de los rayos solares de la espléndida mañana; el capellán, revestido de sus principales ornamentos, sólo dejaba en reserva la morada estola para el último instante de la espera; el Adelantado acababa de vestirse penosamente con el auxilio de su ayuda de cámara, y preguntaba por segunda vez si los oficiales reales no habían llegado todavía a la casa, cuando un criado puso en sus manos un gran pliego cerrado y sellado con las armas reales que acostumbraban usar los Jueces de Apelación. Don Bartolomé, hombre experimentado en las lides políticas, no menos que en las militares, reconoció el pliego por un lado y otro, e hizo un expresivo gesto de disgusto antes de abrirlo. –¡Mal agüero! –murmuró tres veces entre dientes, en tanto que rompía la nema y desdoblaba el documento. Leyó su contenido para sí, y al cabo de dos minutos, estrujando, violentamente el papel entre sus manos, intentó herir el suelo con la entorpecida planta, revelándose en todo su aspecto la más vehemente cólera.
Por último, hizo un esfuerzo para dominarse, y dijo con sofocado acento a su ayuda de cámara:
—Id a llamar a la Virreina y al señor Valenzuela. Decidles que vengan a verme al punto.
El servidor salió aceleradamente, y pocos minutos después se presentaron en el aposento Doña María y Don Francisco.
Encerróse el Adelantado a solas con ellos, y rogó al último que leyera en alta voz la misiva que acababa de recibir.
Valenzuela, no sin inquietud, leyó el dicho pliego, cuyo tenor era el siguiente:
“Nos., los Jueces de Apelación de la isla Española, etc.
“A Vos., el Adelantado Don Bartolomé Colón, hacemos saber:
“Que por relación que nos han hecho los oficiales reales Miguel de Pasamonte, Juan de Ampiés y Alonso Dávila estamos informados de que se trata con presura el casamiento del cacique Enrique del Bahoruco y Doña Mencía de Guevara; los que siendo próximos parientes carecen de las dispensaciones de la Santa Madre Iglesia, y que a más, por la calidad de los contrayentes y muy en especial por ser la Doña Mencía de familia castellana y no estar en uso el que las tales de su clase se casen con indios, necesitan las reales licencias de la Cámara de Su Alteza. Y por lo tanto, Nos., los Jueces de Apelación, os prevenimos y notificamos a vos, Don Bartolomé Colón, para que lo hagáis notificar y prevenir a la señora virreina Doña María de Toledo y demás encargados o causahabientes de los dichos Mencía y Enrique, que el matrimonio de los susodichos no puede llevarse a efecto sin las licencias y dispensaciones referidas, so pena de nulidad y sin perjuicio del oportuno proceso, dado caso que no acatéis esta nuestra orden. Tendreislo entendido.
“En Santo Domingo a 18 de diciembre de 1515.
Licenciado Villalobos. Licenciado Matienzo. Licenciado Ayllon”.
—¡A mí esta injuria! –exclamó la Virreina, pálida de ira, acabando de oír la lectura–. ¡Estos miserables enemigos de nuestra casa no pierden ocasión de cebar su malicia en todo lo que nos concierne...! Pero no es posible que se salgan con su gusto. Vos, ¿qué pensáis hacer en esto, señor tío?
—Si de mí solamente se tratase –respondió el Adelantado con sardónica sonrisa–, ya sé yo lo que había de hacer: viejo y achacoso como estoy, al cabo de mi paciencia con tanto escarnio, iría ahora mismo a arreglar cuentas con este bribón de Pasamonte, que es el autor de estas infernales tramas, y a dar su merecido a cuantos lo ayudan en sus bellaquerías; pero estáis vos de por medio, sobrina, y están los grandes intereses de Diego y de vuestros hijos, que es a lo que siempre asestan sus tiros estos incurables envidiosos. Debemos por lo mismo ser prudentes, muy prudentes; ¡aunque reventemos!
Estas últimas palabras las profirió el Adelantado con tal explosión de rabia, que se pudo temer que reventara efectivamente.
El señor Valenzuela habló entonces:
—El caso es grave –dijo–; es sin duda un paso adelante en la senda de los agravios y de la invasión de derechos de la casa de Colón, a la que se trata de reducir a la nulidad en estas partes. Pero la interrupción del matrimonio no es un daño irreparable, y conviene mucha calma y prudencia para no dar ventaja a los enemigos. Aún falta un registro que tocar entre las autoridades de la Colonia, y voy ahora mismo a ponerlo a prueba, con vuestro permiso…
—¿De quién se trata? –interrumpió la Virreina.
—Del juez de residencia, licenciado Lebrón –contestó Valenzuela.
—Un pícaro como los demás –dijo el irritado Don Bartolomé–. Desde que ha llegado aquí, cuanto hace es en perjuicio de nuestros intereses.
—Nada se pierde en hacer la diligencia –repuso con tranquila expresión Valenzuela–. En último caso, poco les durará el gozo del triunfo, pues con el Almirante en España, y el padre Las Casas a su lado, es imposible que el bando contrario prepondere; y ya veréis que en esto del matrimonio, si no se hace hoy, se hará otro día; no necesitamos más que paciencia.
—No me parecéis bastante viejo para tener la sangre tan fría, Don Francisco –dijo con vacilante despecho la Virreina. –Id a ver a vuestro Lebrón, de quien nada espero. Por mi parte, voy a dar orden para que se apreste la nave que llegó ayer de Costa Firme, a fin de que siga viaje a España sin demora; allá está mi esperanza de obtener justicia contra tantas vejaciones como se nos hacen.
—No digo que no, señora –concluyó Valenzuela–. Iré cuanto antes a ver al juez Lebrón, y si resulta infructuoso mi empeño, esta misma tarde escribiré mis cartas al padre Las Casas, para que todo lo arregle en Castilla.
—Yo voy a escribir ahora mismo a mi sobrino Don Diego –dijo el Adelantado–, con lo cual me distraeré un tanto; si no, creo que la cólera me ahogará.
—Yo voy a participar mi desaire a la concurrencia –añadió la Virreina– y compondré el semblante para que nadie se burle de mi disgusto.
Y asiéndose del brazo de Valenzuela, ambos salieron del cuarto de Don Bartolomé.
Cuando llegaron al salón, las damas y algunos caballeros familiares de la casa conversaban animadamente. Elvira, que por encargo especial de Doña María procuraba entretener a Enriquillo, obtenía fácilmente la confianza de éste, y el franco mancebo le revelaba en términos sencillos su plan de vida, sus sentimientos respecto de la que iba a ser su esposa, y la observación que había hecho de que Mencía no le amaba, sino con el tibio amor del parentesco. El cacique se daba a conocer en la discreta expansión de su lenguaje bajo un aspecto que jamás había entrevisto ni sospechado la ligera Elvira: escuchábale, pues, con agradable sorpresa, tratando de provocar más y más las candorosas confidencias de aquel corazón leal y generoso.
Valenzuela puso fin a la conversación, tomando de la diestra a Enrique y diciéndole:
—Saluda a esta dama, y vamos pronto de aquí. Tenemos algo que hacer en otra parte, y volveremos en seguida a terminar los negocios del día.
Enrique, aunque no dejando de ver con extrañeza aquella novedad, siguió sin replicar a Valenzuela, y hechos los cumplidos de estricta cortesía, protector y protegido se alejaron de la casa de Colón, mientras que la Virreina decía en alta voz, con la más afable y risueña expresión de su semblante:
—Por hoy, señoras y señores, no tendremos boda: se aplaza a otro día. Son asuntos de Estado, y nada más puedo deciros.
Hizo un gracioso saludo y, roja como la grana, se retiró la pobre Virreina del salón, dirigiéndose a sus aposentos en demanda de Mencía; en tanto que los escasos concurrentes extraños se iban para sus casas haciendo reflexiones y comentarios sobre tan inesperado fin de fiesta.