7. La sospecha by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Salió el buen Tamayo muy gozoso a recibir a Enrique al portal del monasterio. Aún no había entrado Don Bartolomé de Las Casas, por quien se apresuro a preguntar el joven cacique.
—Temí que no volveríais más al convento, Enriquillo. ¿Cómo os ha ido de visita y paseo? — exclamó Tamayo.
—Bien y mal —contestó con algún desabrimiento Enrique.
— ¿Cómo puede ser eso?
— ¡Te haces pesado, amigo Tamayo! Déjame llegar a cumplir mis deberes con los padres, que tiempo quedará para que hablemos de todo lo que quieras. Toma esa caja y entra conmigo: la llevaremos al padre Prior, ya que él es tan bueno para nosotros: Don Bartolomé ha de alabarme la acción; ¡estoy de ello seguro! Amigo —dijo volviéndose al mozo indio que de orden del criado de la Virreina le había precedido llevando la caja de golosinas— siento no tener qué daros... ¡Ah, si! Mira, Tamayo, de aquellos dineros que te di a guardar el otro día, regalo de mi padrino Don Diego, tráeme para este buen amigo la mitad.
— ¡Oh!, no, señor Enrique; no tomaré de vos nada: yo nací en el Bahoruco, y vos sois mi señor. ¡Adiós! —Y el mozo se fue a todo andar. Enrique hizo un movimiento de sorpresa, y luego, tras una breve pausa dijo en voz baja: ¡Su señor! No, no quiero ser señor de nadie; pero tampoco siervo: ¿qué viene a ser un paje...? —agregó con gesto desdeñoso.
Y se entró en el convento seguido de Tamayo, dando muestras de estar más tranquilo y sereno, desde que la vista de su alojamiento habitual borró las impresiones desagradables de su primera excursión a la Fortaleza.
Vio al padre Prior que tomaba el fresco en la espaciosa huerta del monasterio: fuese a él, le besó la mano con respetuoso comedimiento, y el buen religioso le recibió muy complacido; pero no quiso aceptar el obsequio que le presentaba Enrique.
—Guarda eso para ti y para mi amigo el señor Licenciado; pero no dejes de compartir tus golosinas con los otros muchachos del convento; y sobre todo, cómelas con moderación, pues pudieran hacerte daño, y te volverían las calenturas.
—Estoy de desgracia con vuestra merced, padre —replicó visiblemente picado Enrique- desairáis mi regalo, y luego me amonestáis para que no sea egoísta ni coma mucho. Siento que vuestra merced tenga tan mala opinión de mí.
—No, hijo mío; no pienso mal de ti: ahora es cuando echo de ver que eres un poquillo soberbio: ten cuidado con la soberbia, muchacho, que empaña el brillo de todas las virtudes.
—Vuestra bendición, padre.
—El Señor te conduzca, hijo mío.
Y el cacique se retiró al departamento donde estaba su dormitorio y el de Tamayo, contiguo a la celda que ocupaba el Licenciado Las Casas.
—Este Fray Antonio —iba diciendo entre dientes el joven— es muy santo y muy bueno; pero sale con un sermón cuando menos viene a cuento, y se desvive por hallar qué reprender en los demás. ¡Paciencia, Enrique, paciencia! ¡Acuérdate de los consejos del señor Las Casas! ¡Éste sí que es hombre justo, y que sabe tratar a cada cual como merece! ¿Qué sería de mi si me faltara su sombra? ¡Dios no lo permita!
Llegó a su cuarto, y entabló con su fiel Tamayo una larga y animada conversación, cuyo tema principal fue Mencía. Enrique estaba muy entusiasmado con la idea de ir todos los días de fiesta a visitar a su prima; y ofreció a su interlocutor que procuraría con empeño el permiso de ser acompañado por él, a fin de que tuviera también la satisfacción de ver a la niña, a quien Tamayo tenía gran amor, como a todo lo que le recordaba a Anacaona, Guaroa e Higuemota; de quienes, como de Enrique, tenía mucho empeño en ser considerado como pariente, y acaso lo fuera en realidad; llegando a acreditarlo en todo el convento a fuerza de repetirlo.
— ¿Y qué otra cosa os agradó en la Fortaleza, Enrique? —preguntó Tamayo en el curso de la conversación.
—Me agradó mucho la Virreina al principio, pero después...
— ¿Qué sucedió? —volvió a preguntar Tamayo.
— ¡Nada, hombre, nada! —respondió Enrique con impaciencia. Lo que me disgustó fue ver en el camino, cerca de la Fortaleza, muchos pobres indios que cargaban materiales y batían mezcla para las grandes casas que se están construyendo, y los mayorales que para hacerlos andar a prisa solían golpearlos con las varas.
— ¡De poco os alteráis, Enrique! —dijo Tamayo con voz y gesto sombrío—. Acostumbrad, si podéis, los ojos a esas cosas o no viviréis tranquilo.
—Eso no podrá ser, Tamayo —contestó Enrique—. Mientras los de mi nación sean maltratados, la tristeza habitará aquí —concluyó tocándose el pecho.
En este punto del coloquio la noche cerraba, y sus sombras cubrían gradualmente el espacio, disipando los últimos arreboles de la tarde: la campana mayor de la Iglesia del monasterio resonaba con grave y pausado son, dando el solemne toque de oraciones: Enrique y Tamayo se dirigieron al corredor o dilatado claustro a que correspondía su dormitorio, y allí encontraron congregada una parte de la comunidad. El Licenciado Las Casas acababa de llegar, y repetía con los religiosos devotamente la salutación angélica.
Terminado el rezo, Las Casas tomó a Enrique de la mano y comenzó a pasearse a lo largo de la extensa galería.
— ¿Estás contento, Enrique? —fueron las primeras palabras que salieron de los labios del Licenciado: ésta era su pregunta habitual siempre que llegaba a platicar con Enriquillo.
El joven respondió, como lo había hecho a Tamayo: —Si y no, señor Las Casas.
— ¿No te trataron bien?
—Mejor de lo que podía yo esperar, señor.
—Pues ¿por qué me dices que no estás del todo contento, muchacho?
—No os debo ocultar el motivo, y mi mayor deseo era decíroslo: yo estaba contentísimo con ver a mi prima; con la acogida que los señores Virreyes me dispensaron; y sobre todo, con la bondad de la Virreina, que llegó a parecerme, más que una persona de este mundo, una santa virgen, un ángel de los cielos, cuando la vi tan buena y tan cariñosa, tratando a la pobre Menda como si fuera suya; pero a tiempo que más embelesado me hallaba y más olvidado de mis penas, aquella gran señora me dirigió estas palabras, que me dejaron frío, y me llenaron de pesadumbre: — “¿Quieres quedarte a vivir aquí y ser paje de nuestra casa?” —No recuerdo en que términos le respondí; pero le dije que no, y desde aquel momento, no sé por qué todo me pareció triste y odioso en aquel rico alcázar.
—Y ¿por qué te hizo tanta impresión la pregunta bien intencionada de la Virreina’ — preguntó Las Casas, que examinaba con ahincada atención el semblante de Enrique.
— ¡Proponerme ser paje! —contestó el joven—. ¡Servir como un criado; llevar con reverencia la cola de un vestido; aproximar y retirar sitiales y taburetes! Estos son los oficios que yo he visto hacer en aquella casa a los que se llaman pajes; y los que no creo propios de ninguno que sepa traer una espada.
Las Casas movió la cabeza con aire pesaroso, al oír el discurso de su protegido.
—Volveremos a tratar de eso —le dijo— y ahora cuéntame: ¿cómo recibió la Virreina tu negativa, muchacho?
—Con la mayor bondad del mundo: se rió de mi respuesta, y no volvió a hablar más del asunto.
— ¿Pues de qué estás quejoso?
—Ya me había olvidado de la proposición de ser paje, y conversaba distraído en el jardín con Mencía, cuando un criado, un tal Santa Cruz, me fue a llamar en nombre de la señora Virreina: fui corriendo, deseoso de complacerla, y me quede sin saber de mí, oyendo que tan noble señora me ordenaba mentir.
— ¡Mentir! ¿Qué estás diciendo, Enrique? ¡Ten cuenta contigo, que me parece imposible eso que cuentas!
—A mí me parecía también estar soñando; pero por mi desdicha nada era más cierto: la Virreina me ordenó que entregara un papel, escrito por ella, a mi padrino Don Diego Velázquez, recomendándome le dijera que ese papel se lo enviaba Doña María de Cuellar.
— ¡Poco, a poco, muchacho! —exclamó Las Casas sorprendido de lo que acaba de oír—.
El joven narró todos los sucesos y accidentes de la tarde, concernientes a su persona, con naturalidad y franqueza. Acabado de enterar Las Casas, discurrió por el claustro con planta inquieta, yendo y viniendo por espacio de ti-es o cuatro minutos, presa de visible agitación, y al cabo exclamó como hablando consigo mismo:
— ¡Esto no debe ser lo que parece; no puedo creer nada malo de esa noble señora! Mañana aclararé este misterio. —Y se retiró a la espaciosa celda que le servía de aposento.
—Temí que no volveríais más al convento, Enriquillo. ¿Cómo os ha ido de visita y paseo? — exclamó Tamayo.
—Bien y mal —contestó con algún desabrimiento Enrique.
— ¿Cómo puede ser eso?
— ¡Te haces pesado, amigo Tamayo! Déjame llegar a cumplir mis deberes con los padres, que tiempo quedará para que hablemos de todo lo que quieras. Toma esa caja y entra conmigo: la llevaremos al padre Prior, ya que él es tan bueno para nosotros: Don Bartolomé ha de alabarme la acción; ¡estoy de ello seguro! Amigo —dijo volviéndose al mozo indio que de orden del criado de la Virreina le había precedido llevando la caja de golosinas— siento no tener qué daros... ¡Ah, si! Mira, Tamayo, de aquellos dineros que te di a guardar el otro día, regalo de mi padrino Don Diego, tráeme para este buen amigo la mitad.
— ¡Oh!, no, señor Enrique; no tomaré de vos nada: yo nací en el Bahoruco, y vos sois mi señor. ¡Adiós! —Y el mozo se fue a todo andar. Enrique hizo un movimiento de sorpresa, y luego, tras una breve pausa dijo en voz baja: ¡Su señor! No, no quiero ser señor de nadie; pero tampoco siervo: ¿qué viene a ser un paje...? —agregó con gesto desdeñoso.
Y se entró en el convento seguido de Tamayo, dando muestras de estar más tranquilo y sereno, desde que la vista de su alojamiento habitual borró las impresiones desagradables de su primera excursión a la Fortaleza.
Vio al padre Prior que tomaba el fresco en la espaciosa huerta del monasterio: fuese a él, le besó la mano con respetuoso comedimiento, y el buen religioso le recibió muy complacido; pero no quiso aceptar el obsequio que le presentaba Enrique.
—Guarda eso para ti y para mi amigo el señor Licenciado; pero no dejes de compartir tus golosinas con los otros muchachos del convento; y sobre todo, cómelas con moderación, pues pudieran hacerte daño, y te volverían las calenturas.
—Estoy de desgracia con vuestra merced, padre —replicó visiblemente picado Enrique- desairáis mi regalo, y luego me amonestáis para que no sea egoísta ni coma mucho. Siento que vuestra merced tenga tan mala opinión de mí.
—No, hijo mío; no pienso mal de ti: ahora es cuando echo de ver que eres un poquillo soberbio: ten cuidado con la soberbia, muchacho, que empaña el brillo de todas las virtudes.
—Vuestra bendición, padre.
—El Señor te conduzca, hijo mío.
Y el cacique se retiró al departamento donde estaba su dormitorio y el de Tamayo, contiguo a la celda que ocupaba el Licenciado Las Casas.
—Este Fray Antonio —iba diciendo entre dientes el joven— es muy santo y muy bueno; pero sale con un sermón cuando menos viene a cuento, y se desvive por hallar qué reprender en los demás. ¡Paciencia, Enrique, paciencia! ¡Acuérdate de los consejos del señor Las Casas! ¡Éste sí que es hombre justo, y que sabe tratar a cada cual como merece! ¿Qué sería de mi si me faltara su sombra? ¡Dios no lo permita!
Llegó a su cuarto, y entabló con su fiel Tamayo una larga y animada conversación, cuyo tema principal fue Mencía. Enrique estaba muy entusiasmado con la idea de ir todos los días de fiesta a visitar a su prima; y ofreció a su interlocutor que procuraría con empeño el permiso de ser acompañado por él, a fin de que tuviera también la satisfacción de ver a la niña, a quien Tamayo tenía gran amor, como a todo lo que le recordaba a Anacaona, Guaroa e Higuemota; de quienes, como de Enrique, tenía mucho empeño en ser considerado como pariente, y acaso lo fuera en realidad; llegando a acreditarlo en todo el convento a fuerza de repetirlo.
— ¿Y qué otra cosa os agradó en la Fortaleza, Enrique? —preguntó Tamayo en el curso de la conversación.
—Me agradó mucho la Virreina al principio, pero después...
— ¿Qué sucedió? —volvió a preguntar Tamayo.
— ¡Nada, hombre, nada! —respondió Enrique con impaciencia. Lo que me disgustó fue ver en el camino, cerca de la Fortaleza, muchos pobres indios que cargaban materiales y batían mezcla para las grandes casas que se están construyendo, y los mayorales que para hacerlos andar a prisa solían golpearlos con las varas.
— ¡De poco os alteráis, Enrique! —dijo Tamayo con voz y gesto sombrío—. Acostumbrad, si podéis, los ojos a esas cosas o no viviréis tranquilo.
—Eso no podrá ser, Tamayo —contestó Enrique—. Mientras los de mi nación sean maltratados, la tristeza habitará aquí —concluyó tocándose el pecho.
En este punto del coloquio la noche cerraba, y sus sombras cubrían gradualmente el espacio, disipando los últimos arreboles de la tarde: la campana mayor de la Iglesia del monasterio resonaba con grave y pausado son, dando el solemne toque de oraciones: Enrique y Tamayo se dirigieron al corredor o dilatado claustro a que correspondía su dormitorio, y allí encontraron congregada una parte de la comunidad. El Licenciado Las Casas acababa de llegar, y repetía con los religiosos devotamente la salutación angélica.
Terminado el rezo, Las Casas tomó a Enrique de la mano y comenzó a pasearse a lo largo de la extensa galería.
— ¿Estás contento, Enrique? —fueron las primeras palabras que salieron de los labios del Licenciado: ésta era su pregunta habitual siempre que llegaba a platicar con Enriquillo.
El joven respondió, como lo había hecho a Tamayo: —Si y no, señor Las Casas.
— ¿No te trataron bien?
—Mejor de lo que podía yo esperar, señor.
—Pues ¿por qué me dices que no estás del todo contento, muchacho?
—No os debo ocultar el motivo, y mi mayor deseo era decíroslo: yo estaba contentísimo con ver a mi prima; con la acogida que los señores Virreyes me dispensaron; y sobre todo, con la bondad de la Virreina, que llegó a parecerme, más que una persona de este mundo, una santa virgen, un ángel de los cielos, cuando la vi tan buena y tan cariñosa, tratando a la pobre Menda como si fuera suya; pero a tiempo que más embelesado me hallaba y más olvidado de mis penas, aquella gran señora me dirigió estas palabras, que me dejaron frío, y me llenaron de pesadumbre: — “¿Quieres quedarte a vivir aquí y ser paje de nuestra casa?” —No recuerdo en que términos le respondí; pero le dije que no, y desde aquel momento, no sé por qué todo me pareció triste y odioso en aquel rico alcázar.
—Y ¿por qué te hizo tanta impresión la pregunta bien intencionada de la Virreina’ — preguntó Las Casas, que examinaba con ahincada atención el semblante de Enrique.
— ¡Proponerme ser paje! —contestó el joven—. ¡Servir como un criado; llevar con reverencia la cola de un vestido; aproximar y retirar sitiales y taburetes! Estos son los oficios que yo he visto hacer en aquella casa a los que se llaman pajes; y los que no creo propios de ninguno que sepa traer una espada.
Las Casas movió la cabeza con aire pesaroso, al oír el discurso de su protegido.
—Volveremos a tratar de eso —le dijo— y ahora cuéntame: ¿cómo recibió la Virreina tu negativa, muchacho?
—Con la mayor bondad del mundo: se rió de mi respuesta, y no volvió a hablar más del asunto.
— ¿Pues de qué estás quejoso?
—Ya me había olvidado de la proposición de ser paje, y conversaba distraído en el jardín con Mencía, cuando un criado, un tal Santa Cruz, me fue a llamar en nombre de la señora Virreina: fui corriendo, deseoso de complacerla, y me quede sin saber de mí, oyendo que tan noble señora me ordenaba mentir.
— ¡Mentir! ¿Qué estás diciendo, Enrique? ¡Ten cuenta contigo, que me parece imposible eso que cuentas!
—A mí me parecía también estar soñando; pero por mi desdicha nada era más cierto: la Virreina me ordenó que entregara un papel, escrito por ella, a mi padrino Don Diego Velázquez, recomendándome le dijera que ese papel se lo enviaba Doña María de Cuellar.
— ¡Poco, a poco, muchacho! —exclamó Las Casas sorprendido de lo que acaba de oír—.
El joven narró todos los sucesos y accidentes de la tarde, concernientes a su persona, con naturalidad y franqueza. Acabado de enterar Las Casas, discurrió por el claustro con planta inquieta, yendo y viniendo por espacio de ti-es o cuatro minutos, presa de visible agitación, y al cabo exclamó como hablando consigo mismo:
— ¡Esto no debe ser lo que parece; no puedo creer nada malo de esa noble señora! Mañana aclararé este misterio. —Y se retiró a la espaciosa celda que le servía de aposento.