7. Aspiración by Manuel de Jess Galvn Lyrics
—Decidme, prima mía –preguntaba entretanto el cacique con grave compostura, a su linda interlocutora–; ¿deseáis ser mi esposa, mi compañera inseparable? Abandonaréis gustosa esta casa, sus grandezas, vuestras alegres amigas, para iros a vivir sola conmigo en un pueblo donde no hay músicas, ni lujos, ni fiestas; donde no hay más que casas tristes, árboles, hierbas y ganados?
—Ya he pensado bastante en eso –respondió tranquilamente Mencía–, y no te ocultaré que temo mucho hallar aquello muy triste, y que he de sentir mucho separarme de la señora Virreina y de mis amigas. Pero ¿no está dispuesto por Dios mismo que tú seas mi esposo? ¿No fue esa la última voluntad de mi madre, y su última recomendación? Pues debo cumplirla y no tengo para qué consultar mi gusto.
Esta franca respuesta causó penosa impresión en el cacique. Su rostro se contrajo con manifiesto pesar; miró tristemente a su prometida, y con voz mal segura repuso:
—Me atormentaba hace tiempo el presentimiento de vuestra declaración, Mencía. Seréis, pues, mi esposa, por resignación; porque el deber os obliga…
—Primo Enrique –interrumpió la joven–; no he querido afligirte, sino decirte la verdad.
Te trato como al pariente que más quiero, que siempre me recuerda mi niñez; y tú me hablas como se habla a los extraños… No me gusta verte tan serio tratándome de vos; por eso no puedo ir contenta a la Maguana… ¡Yo no sé mentir!
Enriquillo vio un rayo de esperanza en estas palabras, y más sereno, volvió a decir:
—Parece que no me has comprendido bien, Mencía: yo deseo saber de ti si me aceptas con agrado como esposo tuyo; si no sentirás pesadumbre en que yo te llame mía…
La joven bajó entonces los ojos ruborizada, y después de breve pausa contestó:
—Yo no entiendo bien lo que quieres decirme, Enrique. Siempre te he querido como debo a quien compartió conmigo el cariño de mi madre: siempre tu recuerdo ha estado unido al suyo en mi corazón, y cuando he pensado en ti, he pensado en ella y en Dios. Me han enseñado a considerarte desde muy niña como mi prometido esposo; te amo como te amaba cuando era niña pequeñuela, y te respeto como al que para mí representa la voluntad de mi madre… ¿Es eso lo que deseas?
—Eso no me basta –dijo Enrique vacilante y apesadumbrado–. Pero, pues que tu corazón inocente no acierta a comprender el mío, tendré paciencia, y conservaré la esperanza de que, cuando nuestra suerte esté irrevocablemente ligada, acaso me comprendas, Mencía, y me ames como yo te amo a ti; con todo mi pensamiento, con toda mi alma; como no se puede amar más, en la tierra ni en el cielo.
Dijo Enrique estas últimas palabras con voz baja y conmovida: la joven lo miró fijamente y con extrañeza, e iba a replicar todavía, cuando Valenzuela se hizo oír increpando al cacique:
—Enriquillo, muchacho; advierte que ya es hora de salir de este encantamiento. Después tendrás espacio de sobra para embelesarte con tu linda novia. ¡Motivo hay, por Cristo! Y yo en tu lugar no estaría menos olvidado de todo el mundo.
Con esto, patrono y pupilo besaron las manos a la Virreina y se despidieron cortésmente de aquel círculo de beldades.
Elvira tomó entonces del brazo a Mencía, y se dirigió con ella a un balcón retirado, desde el cual dominaba la vista el curso del Ozama.
—Vas a contarme lo que hablasteis tú y tu novio –le dijo con misterio–. ¿Estuvo muy enamorado, muy discreto? ¿Te dijo cosas tiernas y agradables?
—Sí y no, Elvira –respondió Mencía–. Yo no sé qué motivo de disgusto tenía Enrique, pues me preguntó si yo lo amaba, le dije que sí, y no se dio por satisfecho. Dice que debo amarlo con toda mi alma, y todo mi pensamiento, porque él me ama así. ¿Es preciso, para casarse dos, que se digan esas mentiras que sólo te he oído a ti, cuando nos cuentas historias inventadas, o cantas los amores de Zaida? Nunca la señora Virreina dice cosas parecidas cuando habla del señor Almirante.
—Calla, tonta –repuso Elvira–. Enriquillo tiene razón; todavía no entiendes de estas cosas, y tu pecho está como leña verde, que resiste al fuego. Pero tu hora llegará, como llegó hace tiempo la mía… ¡Oh! No se quejaría de ti el cacique si tú sintieras como yo… Tengo un corazón ardiente, que necesita amar a todo trance, y me pasa lo que dice el cantar:
“En la guerra del deseo,
Siendo mi ser contra sí,
Pues yo misma me guerreo,
Defiéndame Dios de mí”.
—A la verdad, no comprendo lo que dices, Elvira –dijo Mencía–. Mi corazón ama tranquilamente a quien debe, y por eso amo a Enrique.
—¡Dios quiera que ese amor te baste siempre, criatura! –replicó Elvira con aire patético–; y que nunca padezcas lo que yo padezco. Voy a conversar con las otras, que me entienden mejor que tú.
Y la joven se alejó cantando alegremente:
“Salen las siete cabrillas,
La media noche es pasada”.
Porque Elvira era una de esas infinitas hijas de Eva, que alternativamente son graves o ligeras, capaces de grandes inspiraciones y de grandes caídas, y que con facilidad pasmosa, como giratoria veleta, pasan de la risa al llanto, y del pesar a la alegría.
—Ya he pensado bastante en eso –respondió tranquilamente Mencía–, y no te ocultaré que temo mucho hallar aquello muy triste, y que he de sentir mucho separarme de la señora Virreina y de mis amigas. Pero ¿no está dispuesto por Dios mismo que tú seas mi esposo? ¿No fue esa la última voluntad de mi madre, y su última recomendación? Pues debo cumplirla y no tengo para qué consultar mi gusto.
Esta franca respuesta causó penosa impresión en el cacique. Su rostro se contrajo con manifiesto pesar; miró tristemente a su prometida, y con voz mal segura repuso:
—Me atormentaba hace tiempo el presentimiento de vuestra declaración, Mencía. Seréis, pues, mi esposa, por resignación; porque el deber os obliga…
—Primo Enrique –interrumpió la joven–; no he querido afligirte, sino decirte la verdad.
Te trato como al pariente que más quiero, que siempre me recuerda mi niñez; y tú me hablas como se habla a los extraños… No me gusta verte tan serio tratándome de vos; por eso no puedo ir contenta a la Maguana… ¡Yo no sé mentir!
Enriquillo vio un rayo de esperanza en estas palabras, y más sereno, volvió a decir:
—Parece que no me has comprendido bien, Mencía: yo deseo saber de ti si me aceptas con agrado como esposo tuyo; si no sentirás pesadumbre en que yo te llame mía…
La joven bajó entonces los ojos ruborizada, y después de breve pausa contestó:
—Yo no entiendo bien lo que quieres decirme, Enrique. Siempre te he querido como debo a quien compartió conmigo el cariño de mi madre: siempre tu recuerdo ha estado unido al suyo en mi corazón, y cuando he pensado en ti, he pensado en ella y en Dios. Me han enseñado a considerarte desde muy niña como mi prometido esposo; te amo como te amaba cuando era niña pequeñuela, y te respeto como al que para mí representa la voluntad de mi madre… ¿Es eso lo que deseas?
—Eso no me basta –dijo Enrique vacilante y apesadumbrado–. Pero, pues que tu corazón inocente no acierta a comprender el mío, tendré paciencia, y conservaré la esperanza de que, cuando nuestra suerte esté irrevocablemente ligada, acaso me comprendas, Mencía, y me ames como yo te amo a ti; con todo mi pensamiento, con toda mi alma; como no se puede amar más, en la tierra ni en el cielo.
Dijo Enrique estas últimas palabras con voz baja y conmovida: la joven lo miró fijamente y con extrañeza, e iba a replicar todavía, cuando Valenzuela se hizo oír increpando al cacique:
—Enriquillo, muchacho; advierte que ya es hora de salir de este encantamiento. Después tendrás espacio de sobra para embelesarte con tu linda novia. ¡Motivo hay, por Cristo! Y yo en tu lugar no estaría menos olvidado de todo el mundo.
Con esto, patrono y pupilo besaron las manos a la Virreina y se despidieron cortésmente de aquel círculo de beldades.
Elvira tomó entonces del brazo a Mencía, y se dirigió con ella a un balcón retirado, desde el cual dominaba la vista el curso del Ozama.
—Vas a contarme lo que hablasteis tú y tu novio –le dijo con misterio–. ¿Estuvo muy enamorado, muy discreto? ¿Te dijo cosas tiernas y agradables?
—Sí y no, Elvira –respondió Mencía–. Yo no sé qué motivo de disgusto tenía Enrique, pues me preguntó si yo lo amaba, le dije que sí, y no se dio por satisfecho. Dice que debo amarlo con toda mi alma, y todo mi pensamiento, porque él me ama así. ¿Es preciso, para casarse dos, que se digan esas mentiras que sólo te he oído a ti, cuando nos cuentas historias inventadas, o cantas los amores de Zaida? Nunca la señora Virreina dice cosas parecidas cuando habla del señor Almirante.
—Calla, tonta –repuso Elvira–. Enriquillo tiene razón; todavía no entiendes de estas cosas, y tu pecho está como leña verde, que resiste al fuego. Pero tu hora llegará, como llegó hace tiempo la mía… ¡Oh! No se quejaría de ti el cacique si tú sintieras como yo… Tengo un corazón ardiente, que necesita amar a todo trance, y me pasa lo que dice el cantar:
“En la guerra del deseo,
Siendo mi ser contra sí,
Pues yo misma me guerreo,
Defiéndame Dios de mí”.
—A la verdad, no comprendo lo que dices, Elvira –dijo Mencía–. Mi corazón ama tranquilamente a quien debe, y por eso amo a Enrique.
—¡Dios quiera que ese amor te baste siempre, criatura! –replicó Elvira con aire patético–; y que nunca padezcas lo que yo padezco. Voy a conversar con las otras, que me entienden mejor que tú.
Y la joven se alejó cantando alegremente:
“Salen las siete cabrillas,
La media noche es pasada”.
Porque Elvira era una de esas infinitas hijas de Eva, que alternativamente son graves o ligeras, capaces de grandes inspiraciones y de grandes caídas, y que con facilidad pasmosa, como giratoria veleta, pasan de la risa al llanto, y del pesar a la alegría.