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5. En campaña by Manuel de Jess Galvn Lyrics

Genre: misc | Year: 1882

Tamayo los aguardaba a la puerta, con aire de impaciencia. No bien los divisó, fue a recibirlos a unos veinte pasos en la calle, y les dijo sin preámbulos:

—¿Sabéis a quién he visto? A ese pájaro de mal agüero, como le llaman usarcés, a Don Pedro de Mojica.

Don Francisco y Enriquillo hicieron un movimiento de sorpresa, y el primero contestó a Tamayo:

—Te equivocas sin duda, muchacho: el señor Mojica está en la Vera Paz... A lo menos, la última vez que lo vi, pasando por San Juan, hace veinte días, se despidió de mí diciéndome que se volvía para sus tierras de la Yaguana.

—Pues yo le juro a vuestra merced por esta santísima cruz –insistió con calor Tamayo–, que ha pasado por esta calle hace dos horas en compañía de otro caballero. No me vio según creo; o si me vio no me reconoció; porque él nunca deja de ponerme algún apodo y decirme gracias que me saben a rejalgar… Y me alegré de que no me hubiera visto, porque quería que usarcés estuvieran avisados. No sé por qué me parece que ese hombre tiene malas intenciones,
cuando se ha venido para acá sin que nadie lo supiera en la Maguana.

—Quizá no te falte razón, muchacho –dijo Valenzuela–. ¿Qué piensas de eso, Enriquillo?

—Ya sabéis, señor –contestó el joven–, que yo jamás espero nada bueno de ese hombre.

Hace tiempo que me atormenta la idea de que por él me han de sobrevenir desgracias, y en mi ánimo ha echado tan hondas raíces ese pensamiento, que cada vez que lo veo me estremezco, y siento la impresión de que de súbito veo una culebra...

El señor Valenzuela se rió, y por un buen rato prosiguieron él y Enrique preocupados en un sinnúmero de conjeturas, y buscando una explicación cualquiera a la presencia de Mojica en la capital de la colonia.

Acabaron, sin embargo, por convencerse recíprocamente de que el viaje del fatídico hidalgo en nada podía afectar los intereses que a ellos concernían, y se fueron a dormir cada cual a su aposento.
A dormir, en rigor de verdad, el buen anciano Valenzuela; como duermen aquellos que, llegados a la madurez de la vida con limpia conciencia, y complaciéndose en dedicar el resto de su actividad y de sus fuerzas a la práctica eficaz del bien, llevan en el corazón la serenidad y la alegría, y hallan en un sueño reparador y profundo el primer galardón de sus buenas obras, y en las imágenes gratas y risueñas que en tal estado les ofrece su jubilosa fantasía, como una anticipación de la beatitud celeste reservada a los justos. Mas, con respecto al joven cacique, el acto de acostarse no podía excluir la vigilia. El sueño huía de sus párpados: mil ideas se aglomeraban y bullían sin cesar en su ardoroso cerebro; y en su alma impresionable batallaban en desordenada lucha diversidad de afectos y de pensamientos incompatibles con el reposo. Comprendiendo que se hallaba en uno de esos momentos críticos que deciden de toda una existencia, Enriquillo examinaba a fondo una por una las fases de su situación: se veía a punto de llamar suya a aquella doncella de incomparable hermosura, ante la cual permaneció arrobado y estático, teniéndose por indigno de tocar a la orla de sus vestidos; él, que aunque estimado y protegido desde la infancia, no dejaba de ser un pobre cacique, perteneciente a la raza infortunada que entre los conquistadores era tratada de un modo peor que los más viles animales: se veía en vísperas de entrar en la posesión y la administración directa de los bienes de su novia, él, que aunque de nada carecía, era al fin y al cabo un miserable huérfano sin patrimonio; porque faltándole en su niñez un tutor codicioso como lo fue Mojica para Mencía, los ricos dominios de sus mayores en el Bahoruco sólo habían servido para darle el dictado imaginario de señor o cacique; mas, en cuanto a la efectividad de sus derechos, ni tenía terrenos asignados en propiedad, ni ejercía más jurisdicción sobre los indios de aquellas montañas que la derivada de las ordenanzas de repartimientos; estando él mismo en condición y categoría de cacique encomendado... Y Mencía, digna por su belleza y por sus gracias del amor y del tálamo conyugal de un Rey, iba a descender hasta venir como esposa a sus brazos, y saldría del palacio de los Virreyes, donde era mimada y tratada como hija de la casa, donde alternaba con las más distinguidas señoras, para caer en la Maguana, cónyuge y consorte del huérfano, del que nada tenía suyo y vivía bajo la dependencia de otro… Sí, pero ese otro era el digno amigo de Las Casas, el bondadoso y benéfico Valenzuela, que lo amaba también como a un hijo; que le había dicho cien veces que su fortuna y su posición quedarían aseguradas; que manifestaba altamente su afecto y gratitud hacia él, diciendo de continuo que sin los cuidados y la inteligencia de Enrique en la dirección y vigilancia de sus haciendas y ganados, sus riquezas estarían mermadas de una mitad. Y además, ¿era él, por ventura, Enriquillo, capaz de oponer la menor resistencia a lo que para su bien y felicidad habían dispuesto sus protectores? ¿Renunciaría a la dicha de tener por esposa a Mencía, cediendo
a una exageración de la delicadeza, cuando estaba comprometido ante Dios y los hombres, por el encargo final de su moribunda tía, y por la voluntad de sus mejores amigos, a ser el esposo de su bella prima…?

Acosado por estas reflexiones contradictorias, de las que surgía una larga serie de ideas análogas, Enrique saltó de su lecho, y pasó gran parte de la noche midiendo la estancia a grandes pasos; hasta que rendido por las emociones se dejó caer en un sillón, y allí permaneció el resto de la noche, viendo llegar el nuevo día sin haber conseguido ni conciliar el sueño, ni resolver ninguna de las grandes cuestiones que su calenturienta imaginación le iba presentando una tras otra.

Cuando Tamayo entró a avisarle que el señor Valenzuela estaba despierto y le aguardaba, ya Enriquillo se hallaba completamente vestido, con uno de sus mejores trajes.

Presentóse al buen anciano, que festivamente hizo alusión a su priesa de novio, en haberse aderezado tan temprano. Enrique le dijo la verdad; le refirió los pormenores de su mala noche, y no pasó en silencio las cavilaciones que habían sido causa de su insomnio. Pero Valenzuela, riéndose de las aprensiones del cacique, calificó sus escrúpulos de delirios y fantasías de enamorado; con lo que, y como en sustancia, el joven lo estaba efectivamente, se rindió sin gran trabajo a las breves reflexiones que su patrono le hizo.

Después de tomar un nutritivo desayuno salieron a visitar sus relacionados y conocidos. Valenzuela era íntimo amigo de Francisco Garay, de Rodrigo de Bastidas, de Gonzalo de Guzmán y los más antiguos y connotados personajes de la colonia. Todos lo recibieron cordialísima y afectuosamente. Los frailes dominicos y franciscanos demostraron igual expansión cariñosa a los dos bienvenidos, Valenzuela y Enrique. Eran casi las doce cuando bajaron éstos de San Francisco en dirección a la marina, a cuya inmediación estaba situado el palacio de los Virreyes. En el tránsito, al cruzar una esquina, casi tropezaron de manos a boca con su eterna pesadilla, el hidalgo Don Pedro de Mojica, el cual se turbó por de pronto a la inesperada vista de los recién llegados; repúsose enseguida, mostró agradable sorpresa, y los felicitó en los términos más melifluos que pueden hallarse en el vocabulario de la perfidia. Enriquillo apenas contestó con un saludo equívoco y hosco a los exagerados extremos del hidalgo, el cual comenzó al punto a hacer indiscretas preguntas; pero Don Francisco, que pasaba de franco, dio un corte brusco al incidente diciendo sin rodeos a Mojica:

—Señor Don Pedro, yo ni me sorprendo ni os felicito de veros aquí. Os dije con tiempo que venía para acá; vos guardasteis vuestra reserva. Buen provecho, y cada cual a sus negocios.
¡Adiós!

Este lenguaje dejó suspenso a Mojica, que no halló respuesta adecuada, y todavía se rascaba una oreja en busca de cualquier salida, cuando ya sus interlocutores habían traspuesto sin volver el rostro a la verja de doradas puntas que demarcaba el recinto solariego del palacio de Diego Colón. Viendo el rumbo que llevaban, el maligno hidalgo movió la cabeza con feroz sonrisa, y dijo entre dientes:

—Con que cada cual a sus negocios, ¿eh? ¡Allá lo veredes! En los vuestros me hallaréis más metido de lo que os conviniera, belitres!

Y se alejó a pasos precipitados de aquel sitio.