49. Declinaciones by Manuel de Jess Galvn Lyrics
La guerra mansa se prolongó en el Bahoruco, no sólo mientras Iñigo Ortiz, escarmentado y pesaroso, pedía y obtenía su relevo, sino mucho tiempo después, durante el mando sucesivo de los capitanes Pedro Ortiz de Matienzo y Pedro de Soria, que fueron a guerrear con igual sistema de observación en las avenidas de la sierra. El primero pretendió sorprender a Enriquillo después de enviarle un mensajero indio que se decía pariente del cacique, con promesas y proposiciones pacíficas; pero habiendo sospechado Enrique la verdadera intención con que se le convidaba a una conferencia, prometió asistir al llamamiento, y asistió en efecto, pero al frente de sus más intrépidos guerreros, que dieron sobre los soldados de Pedro Ortiz emboscados, los desbarataron y pusieron en vergonzosa fuga. Enriquillo hizo ahorcar al traidor, su pretendido pariente, y desde entonces quedó seguro de nuevas tentativas insidiosas.
Pero las irrupciones que Tamayo, al frente de su cuadrilla de gente determinada, solía hacer en las cercanías de la Maguana, desde la sierra de Martín García, situada al Este entre los colonos, por el carácter de fiereza y salvajismo de la del Bahoruco, difundían de vez en cuando la alarma que distinguía estos saltos atrevidos, de la moderación y humanidad que ya eran notorias en las prácticas de Enriquillo. Durante la última permanencia de Diego Colón en Santo
Domingo, que fue hasta 1523, las dificultades que le suscitaron sus émulos no le permitieron hacer otra cosa memorable que la represión de un levantamiento de esclavos africanos que dieron muerte al mayoral en una hacienda del mismo Almirante, cerca del río Nisao. Trasladóse en persona Diego Colón al lugar de la ocurrencia; los alzados fueron fácilmente vencidos, y de ellos los que pudieron escapar con vida se incorporaron en la horda de Tamayo, que con este contingente extendió sus correrías devastadoras hasta los términos de Azua.
Las autoridades, a pesar del clamor continuo de los pueblos más directamente perjudicados con aquel azote, excusaban cuanto podían la movilización de tropas, por resentirse ya demasiado el tesoro real con los crecidos gastos de las armadas precedentes. Un golpe de fortuna de los alzados indios, aunque exento de crueldad y ostentando el sello de la moderación que caracterizaba todos los actos de Enriquillo, tuvo al fin más eficacia para hacer que los encargados de la pública seguridad despertaran de su letargo, que todas las violencias de Tamayo y en horda sanguinaria. Arribó a Santo Domingo cierto día un barco, que navegando desde Costa Firme había recalado por causa del mal tiempo en un puerto de los más cercanos a la sierra del Bahoruco, donde los vigilantes indios de la costa consiguieron capturar la nave, con toda la gente que iba a su bordo. Informado el cacique del suceso bajó a la ribera del mar, y por sus órdenes recobraron la libertad los navegantes con su barco; pero el valioso cargamento de oro, alfójar y perlas que aquél llevaba, quedó en poder de
Enriquillo.
Al tener noticias de este fracaso los oficiales reales y jueces de la Audiencia, sintieron tanto dolor y angustia como si les arrancaran las entretelas del corazón. Que Tamayo y su gavilla incendiaran caseríos enteros; que mataran sin piedad hombres y mujeres, y cometieran otros
hechos atroces, podía pasar como cosa natural y corriente, en el estado de rebelión en que se mantenía una gran parte de la isla; pero ¡atreverse a despojar a un barco de las riquezas que conducía! Ya eso pasaba todos los límites de lo honesto y tolerable, y el dios-oro exigía que las celosas autoridades hicieran los mayores esfuerzos para recobrar aquella presa, en primer lugar; y después de pacificar la isla si era posible. Procedimiento característico de todo un sistema.
Resolvieron por lo tanto hacer leva de gente, y reforzar las guarniciones de la sierra; pero al mismo tiempo no desdeñaron los medios de persuasión y acomodamiento amigable; en lo que bien se deja ver que ya había pasado de esta vida Miguel de Pasamonte, el inflexible Tesorero, que tardó poco seguir a la tumba a Diego Colón, de quien había sido el más implacable antagonista.
Los oficiales reales, sabiendo que estaba en Santo Domingo el buen fray Remigio, aquel preceptor del cacique Enrique cuando éste se educaba en el convento de Vera Paz, echaron mano de él, y socolor de servir a Dios y a la paz pública lo persuadieron a ir al Bahoruco en el mismo barco desvalijado, cuyos tripulantes iban consolándose con la esperanza de que el religioso
conseguiría reducir su antiguo discípulo a que soltara la rica presa. Llegados allá, los alzados vigilaban como antes; el pobre fray Remigio saltó a tierra confiado, y fue al punto hecho prisionero, escarnecido y despojado de sus vestidos por los indios, que a pesar de sus protestas se obstinaron en creer que era un espía. Consiguió al fin a fuerzas de súplicas ser conducido a la presencia de Enriquillo que no estaba lejos.
Tan pronto como el cacique reconoció a su antiguo preceptor, y le vio en tan triste extremidad, corrió a él y lo abrazó tiernamente con las muestras del más vivo pesar, le pidió perdón por la conducta de su gente, y la excusó con las noticias que ya tenían de la nueva
armada que contra él se hacía en Santo Domingo y otros lugares. Después hizo vestir al padre Remigio y sus compañeros del mejor modo que le fue posible, les dio alimentos y refrescos, y entró a tratar con el emisario acerca del objeto de su viaje al Bahoruco.
El digno religioso empleó todos los recursos de su ciencia y erudición, que eran grandes, y los de su ascendiente sobre el corazón de su antiguo pupilo, que no era escaso, para convencerle de que debía abandonar la mala vida que estaba haciendo, y someterse a los castellanos, que le ofrecían amplio perdón y grandes provechos. Toda la elocuencia de fray Remigio fue infructuosa: Enriquillo expuso con noble sencillez sus agravios, la justa desconfianza que le inspiraban las promesas de los tiranos, y su resolución de continuar la lucha mientras no viera que la corona decretaba la libertad de los indios, y que ésta se llevara a efecto en toda la colonia. El cacique recordó a su preceptor con gran oportunidad sus lecciones de historia en la Vera Paz, y aquel Viriato, cuyo alzamiento contra los romanos era aplaudido por el sabio religioso como acto de heroica virtud.
A este argumento bajó fray Remigio la cabeza, y apeló a la generosidad del cacique para que devolviera el tesoro de Costa Firme.
—Por vos, padre mío –le contestó Enriquillo–, lo haría gustosísimo; como por el padre Las Casas, a quién amo de todo corazón; pero ese tesoro lo quieren mis enemigos para armar nueva gente contra mí: ¿podéis darme la seguridad de que tal no ha de ser su destino?
—A tanto no me atrevo, hijo mío –respondió a su vez el padre Remigio–. No traje más encargo que el de exhortarte a la paz, y me alegraría de que dieras una prueba más de tu moderación y desinterés, restituyendo esas riquezas.
—Que me den la seguridad de no hostilizarme en mis montañas –repuso Enrique– y devolveré al punto esas riquezas que para nada me sirven.
—¿Esa es tu resolución definitiva? –volvió a preguntar el fraile.
—Sí, padre mío: os ruego que la hagáis valer, y sobre todo, que expliquéis mis razones al padre Las Casas, al señor Almirante, a mi padrino Don Diego Velázquez. Aseguradles que no soy ingrato…
—El padre Las Casas lo sabe muy bien, hijo –repuso fray Remigio–. En cuanto a Don Diego Colón y Don Diego Velázquez, ya salieron de este mundo, y pasaron a mejor vida.
—¡Dios los tenga en el cielo! –dijo Enrique, con su acento grave y reposado.
Pocas horas después, fray Remigio se despidió afectuosamente de su antiguo discípulo, embarcándose con los compañeros que habían tenido el valor de compartir sus riesgos. La nave desplegó al viento su blanco lino, y en breve llegó a Santo Domingo sin novedad.
Pero las irrupciones que Tamayo, al frente de su cuadrilla de gente determinada, solía hacer en las cercanías de la Maguana, desde la sierra de Martín García, situada al Este entre los colonos, por el carácter de fiereza y salvajismo de la del Bahoruco, difundían de vez en cuando la alarma que distinguía estos saltos atrevidos, de la moderación y humanidad que ya eran notorias en las prácticas de Enriquillo. Durante la última permanencia de Diego Colón en Santo
Domingo, que fue hasta 1523, las dificultades que le suscitaron sus émulos no le permitieron hacer otra cosa memorable que la represión de un levantamiento de esclavos africanos que dieron muerte al mayoral en una hacienda del mismo Almirante, cerca del río Nisao. Trasladóse en persona Diego Colón al lugar de la ocurrencia; los alzados fueron fácilmente vencidos, y de ellos los que pudieron escapar con vida se incorporaron en la horda de Tamayo, que con este contingente extendió sus correrías devastadoras hasta los términos de Azua.
Las autoridades, a pesar del clamor continuo de los pueblos más directamente perjudicados con aquel azote, excusaban cuanto podían la movilización de tropas, por resentirse ya demasiado el tesoro real con los crecidos gastos de las armadas precedentes. Un golpe de fortuna de los alzados indios, aunque exento de crueldad y ostentando el sello de la moderación que caracterizaba todos los actos de Enriquillo, tuvo al fin más eficacia para hacer que los encargados de la pública seguridad despertaran de su letargo, que todas las violencias de Tamayo y en horda sanguinaria. Arribó a Santo Domingo cierto día un barco, que navegando desde Costa Firme había recalado por causa del mal tiempo en un puerto de los más cercanos a la sierra del Bahoruco, donde los vigilantes indios de la costa consiguieron capturar la nave, con toda la gente que iba a su bordo. Informado el cacique del suceso bajó a la ribera del mar, y por sus órdenes recobraron la libertad los navegantes con su barco; pero el valioso cargamento de oro, alfójar y perlas que aquél llevaba, quedó en poder de
Enriquillo.
Al tener noticias de este fracaso los oficiales reales y jueces de la Audiencia, sintieron tanto dolor y angustia como si les arrancaran las entretelas del corazón. Que Tamayo y su gavilla incendiaran caseríos enteros; que mataran sin piedad hombres y mujeres, y cometieran otros
hechos atroces, podía pasar como cosa natural y corriente, en el estado de rebelión en que se mantenía una gran parte de la isla; pero ¡atreverse a despojar a un barco de las riquezas que conducía! Ya eso pasaba todos los límites de lo honesto y tolerable, y el dios-oro exigía que las celosas autoridades hicieran los mayores esfuerzos para recobrar aquella presa, en primer lugar; y después de pacificar la isla si era posible. Procedimiento característico de todo un sistema.
Resolvieron por lo tanto hacer leva de gente, y reforzar las guarniciones de la sierra; pero al mismo tiempo no desdeñaron los medios de persuasión y acomodamiento amigable; en lo que bien se deja ver que ya había pasado de esta vida Miguel de Pasamonte, el inflexible Tesorero, que tardó poco seguir a la tumba a Diego Colón, de quien había sido el más implacable antagonista.
Los oficiales reales, sabiendo que estaba en Santo Domingo el buen fray Remigio, aquel preceptor del cacique Enrique cuando éste se educaba en el convento de Vera Paz, echaron mano de él, y socolor de servir a Dios y a la paz pública lo persuadieron a ir al Bahoruco en el mismo barco desvalijado, cuyos tripulantes iban consolándose con la esperanza de que el religioso
conseguiría reducir su antiguo discípulo a que soltara la rica presa. Llegados allá, los alzados vigilaban como antes; el pobre fray Remigio saltó a tierra confiado, y fue al punto hecho prisionero, escarnecido y despojado de sus vestidos por los indios, que a pesar de sus protestas se obstinaron en creer que era un espía. Consiguió al fin a fuerzas de súplicas ser conducido a la presencia de Enriquillo que no estaba lejos.
Tan pronto como el cacique reconoció a su antiguo preceptor, y le vio en tan triste extremidad, corrió a él y lo abrazó tiernamente con las muestras del más vivo pesar, le pidió perdón por la conducta de su gente, y la excusó con las noticias que ya tenían de la nueva
armada que contra él se hacía en Santo Domingo y otros lugares. Después hizo vestir al padre Remigio y sus compañeros del mejor modo que le fue posible, les dio alimentos y refrescos, y entró a tratar con el emisario acerca del objeto de su viaje al Bahoruco.
El digno religioso empleó todos los recursos de su ciencia y erudición, que eran grandes, y los de su ascendiente sobre el corazón de su antiguo pupilo, que no era escaso, para convencerle de que debía abandonar la mala vida que estaba haciendo, y someterse a los castellanos, que le ofrecían amplio perdón y grandes provechos. Toda la elocuencia de fray Remigio fue infructuosa: Enriquillo expuso con noble sencillez sus agravios, la justa desconfianza que le inspiraban las promesas de los tiranos, y su resolución de continuar la lucha mientras no viera que la corona decretaba la libertad de los indios, y que ésta se llevara a efecto en toda la colonia. El cacique recordó a su preceptor con gran oportunidad sus lecciones de historia en la Vera Paz, y aquel Viriato, cuyo alzamiento contra los romanos era aplaudido por el sabio religioso como acto de heroica virtud.
A este argumento bajó fray Remigio la cabeza, y apeló a la generosidad del cacique para que devolviera el tesoro de Costa Firme.
—Por vos, padre mío –le contestó Enriquillo–, lo haría gustosísimo; como por el padre Las Casas, a quién amo de todo corazón; pero ese tesoro lo quieren mis enemigos para armar nueva gente contra mí: ¿podéis darme la seguridad de que tal no ha de ser su destino?
—A tanto no me atrevo, hijo mío –respondió a su vez el padre Remigio–. No traje más encargo que el de exhortarte a la paz, y me alegraría de que dieras una prueba más de tu moderación y desinterés, restituyendo esas riquezas.
—Que me den la seguridad de no hostilizarme en mis montañas –repuso Enrique– y devolveré al punto esas riquezas que para nada me sirven.
—¿Esa es tu resolución definitiva? –volvió a preguntar el fraile.
—Sí, padre mío: os ruego que la hagáis valer, y sobre todo, que expliquéis mis razones al padre Las Casas, al señor Almirante, a mi padrino Don Diego Velázquez. Aseguradles que no soy ingrato…
—El padre Las Casas lo sabe muy bien, hijo –repuso fray Remigio–. En cuanto a Don Diego Colón y Don Diego Velázquez, ya salieron de este mundo, y pasaron a mejor vida.
—¡Dios los tenga en el cielo! –dijo Enrique, con su acento grave y reposado.
Pocas horas después, fray Remigio se despidió afectuosamente de su antiguo discípulo, embarcándose con los compañeros que habían tenido el valor de compartir sus riesgos. La nave desplegó al viento su blanco lino, y en breve llegó a Santo Domingo sin novedad.