48. Transición by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Esta tregua tácita permitió a Enriquillo perfeccionar la organización de su vasto señorío del Bahoruco. Amado con fanatismo por los suyos, obedecido ciegamente por todos aquellos seres que se veían libres y dignificados, gracias al tino, valor y fortuna de su hábil caudillo, éste no necesitó jamás apelar a medidas de rigor para mantener su absoluto imperio y predominio sobre los que le consideraban dotado de sobrenatural voluntad divina.
La previsión del caudillo, servida eficazmente por la docilidad y el trabajo de los indios, hizo convertir muy pronto el interior de la extensa y variada sierra en una sucesión casi continua de labranzas, huertas, caseríos y fortificaciones que la mano del hombre, completando la obra de la naturaleza, había hecho punto menos que inexpugnables. Allí no había ni brazos ociosos, ni recargo de faenas; todo se hacía ordenada y mesuradamente: había tiempo para el trabajo, para el recreo, para los ejercicios bélicos, para la oración y el descanso. El canto acordado del ruiseñor saludando la radiante aurora, el graznido sonoro del cao, repercutido por los ecos de la montaña; la aparición del cocuyo luminoso, el concierto monótono del grillo nocturno y los demás insectos herbícolas, eran otras tantas señales convenidas para determinar el cambio de ocupaciones entre los moradores de aquellas agrestes alturas. La civilización europea, que había arrebatado aquellos infelices a su nativa inocencia, los devolvía a las selvas con nociones que los hacían aptos para la libertad, por el trabajo y la industria.
El ganado mayor y menor, como las aves de corral más estimadas se multiplicaban en diversas partes de la libre serranía, y además, la proximidad a ella del Lago Dulce (hoy laguna de Cristóbal o del Rincón), facilitaba el abastecimiento de abundante pesca a los súbditos de Enrique. Este solía pasar algunos meses del año, cuando los cuidados de la guerra se lo permitían, en el gran lago de Caguani, o de Jaragua, que hoy lleva el nombre de Enriquillo, en mitad del cual está situada una graciosa islita cuyo verde y encantador recinto sirvió muchas veces de albergue al valeroso cacique y a su bella y discreta consorte. Para estas excursiones se servían de grandes canoas o piraguas. En la islita se improvisaban las rústicas viviendas necesarias para los dos esposos y sus allegados; sobrábales todo lo necesario para estar con comodidad, si no con regalo; y un fuerte destacamento, fraccionado por distintos puntos, vigilaba y guardaba las riberas inmediatas, contra las eventualidades de una sorpresa.
Además, el espionaje al servicio de Enriquillo estaba perfectamente organizado. Era de todo punto imposible que los castellanos intentaran un movimiento en cualquier sentido, sin que lo supiera con antelación el cauteloso cacique del Bahoruco; frustrándolo por astucia o fuerza de armas.
En esta época de tranquilidad relativa fue cuando Enriquillo determinó satisfacer una de las más persistentes aspiraciones de su alma, honrando ostensiblemente la querida memoria de su ilustre tío Guaroa. Fue con este fin al sudoeste de la sierra, seguido de una escolta de jinetes, y acompañado de casi todos los caciques, entre los cuales había algunos que conocían el sitio donde sucumbió el jefe indio. Enriquillo erigió sobre aquella innominada sepultura un túmulo de enormes piedras, grande en su modestia e imponente en su severa sencillez, como el carácter del héroe a quien se tributaba aquel piadoso homenaje.
Acaso se complacía el joven caudillo en llevar ante aquella tumba los laureles de sus gloriosos triunfos, alcanzados sobre los antiguos vencedores de Guaroa. El alzamiento del Bahoruco aparece como una reacción; como el preludio de todas las reacciones que en menos de cuatro siglos han de aniquilar en el Nuevo Mundo el derecho de conquista. No sabemos si los hombres de estado españoles de aquel tiempo, que dieron harta importancia a la rebelión de Enriquillo, entrevieron el cumplimiento de aquella ley constante de la naturaleza, y guardaron discretamente la observación en su conciencia. Escritores y poetas explicaron entonces la fortuna y las victorias del cacique Enrique por la molicie de costumbres y el apocamiento de ánimo en que habían caído los antes rudos y sufridos pobladores de la Española. Explicación inadmisible, porque en México, en el Perú, en Castilla de Oro, en todo el continente iban a realizar épicas proezas muchos de los mismos que salían descalabrados de la sierra del Bahoruco. Lo cierto era que Enrique, y por reflexión sus indios, habían alcanzado ya la plenitud de civilización indispensable para apreciar las fuerzas de los dominadores europeos, y medir con ellas las suyas, sin la temerosa superstición del salvaje, tan favorable al desenvolvimiento de esa prodigiosa conquista de América, en que se entraron por mitad el valor fabuloso de los vencedores, y la fabulosa timidez de los vencidos.
Entretanto ¿cómo sobrellevaba Mencía, la noble y valerosa Mencía, los azares y privaciones de la vida del Bahoruco? Casi habíamos olvidado la interesante criatura, desde que su duro destino y la generosa altivez de su carácter la condujeron a morar en el seno de aquella ruda y agreste serranía. Algún tiempo se mostró preocupada y triste; su soledad le parecía espantosa, mientras que Enrique, su amado compañero, estaba enteramente consagrado a la organización y defensa de su montañoso estado. Mas, cuando por primera vez el valiente cacique se presentó a sus ojos victorioso; cuando arrojó a los pies de ella la espada inútil del arrogante Valenzuela; cuando cubierto aún con el polvo del combate se le mostró grande, verdaderamente libre, con la aureola augusta del valor heroico y de la dignidad recobrada, entonces el corazón de Mencía palpitó a impulsos de imponderable satisfacción y de legítimo orgullo, y arrojándose en los brazos del conmovido guerrero, besó con santo entusiasmo su rostro varonil; corrieron sus cristalinas lágrimas por el robusto y polvoroso cuello del caudillo, y sus labios, trémulos de grata emoción, murmuraron apenas esta frase expresiva: –Grande, libre, vengado...; ¡así te quiero!
Desde entonces Mencía se sintió conforme, si no feliz, entre los sobresaltos y la aspereza de aquella vida. Familiarizándose cada vez más con los peligros, solamente la apesaraba al fin el empeño de Enriquillo en alejarla de ellos, cuando su más vehemente deseo era acompañarle en todos sus trabajos; verle combatir en la lid; alentarle con su presencia, al mismo tiempo que protegerle con sus piadosas oraciones al cielo...
Ella se indemniza practicando la caridad y el bien: los heridos y enfermos la bendecían como a su providencia visible; mientras que las tiernas vírgenes del Bahoruco aprendían de ella religión, virtud, labores de mano y rudimentos literarios.
Anica por su parte era casi dichosa. Curada de su pasión por Enriquillo, la rectitud y entereza de éste, las virtudes de su esposa habían servido a la joven india de modelo para templar su alma al calor de los buenos y generosos sentimientos. Aquella pasión se había trocado en cariño puro, sin límites, a ambos esposos; pero en su corazón halló cabida otro afecto más vehemente, que completó la curación de aquella antigua enfermedad de amor imposible, que la atormentaba como oculto aguijón. Fue otro el objeto de un sentimiento más tranquilo y razonable. Durante un mes había asistido en el lecho del dolor a Vasa, al simpático e intrépido Vasa, cuando fue herido defendiendo solo el puesto que abandonaron sus indios en la primera
acometida de los castellanos al Bahoruco. Anica aprendió entonces a estimar las bellas y nobles cualidades del joven cacique subalterno: aficionáronse el uno al otro con recíproca ternura, y se juraron fe y perseverancia hasta que les fuera posible unirse en santo y religioso vínculo. Enrique y Mencía dispensaban su aquiescencia a estos castos amores.
Cuando los graves cuidados que pesaban sobre el vigilante caudillo no le obligaban a alejarse del oculto cuanto lindo valle donde tenía su principal estancia; asilo risueño que parecía creado expresamente para contrastar con el tumultuoso y terrífico aspecto de la soberbia cordillera; cuando los dos esposos estaban unidos, y su ánimo reposaba libre de las aprensiones que suelen engendrar el peligro y la ausencia, la meseta del Burén, como otras veces la isla de Cabras en el gran lago, no tenía que envidiar, por la pura dicha que en ambos sitios se disfrutaba, a las suntuosas residencias de los más fastuosos príncipes.
La previsión del caudillo, servida eficazmente por la docilidad y el trabajo de los indios, hizo convertir muy pronto el interior de la extensa y variada sierra en una sucesión casi continua de labranzas, huertas, caseríos y fortificaciones que la mano del hombre, completando la obra de la naturaleza, había hecho punto menos que inexpugnables. Allí no había ni brazos ociosos, ni recargo de faenas; todo se hacía ordenada y mesuradamente: había tiempo para el trabajo, para el recreo, para los ejercicios bélicos, para la oración y el descanso. El canto acordado del ruiseñor saludando la radiante aurora, el graznido sonoro del cao, repercutido por los ecos de la montaña; la aparición del cocuyo luminoso, el concierto monótono del grillo nocturno y los demás insectos herbícolas, eran otras tantas señales convenidas para determinar el cambio de ocupaciones entre los moradores de aquellas agrestes alturas. La civilización europea, que había arrebatado aquellos infelices a su nativa inocencia, los devolvía a las selvas con nociones que los hacían aptos para la libertad, por el trabajo y la industria.
El ganado mayor y menor, como las aves de corral más estimadas se multiplicaban en diversas partes de la libre serranía, y además, la proximidad a ella del Lago Dulce (hoy laguna de Cristóbal o del Rincón), facilitaba el abastecimiento de abundante pesca a los súbditos de Enrique. Este solía pasar algunos meses del año, cuando los cuidados de la guerra se lo permitían, en el gran lago de Caguani, o de Jaragua, que hoy lleva el nombre de Enriquillo, en mitad del cual está situada una graciosa islita cuyo verde y encantador recinto sirvió muchas veces de albergue al valeroso cacique y a su bella y discreta consorte. Para estas excursiones se servían de grandes canoas o piraguas. En la islita se improvisaban las rústicas viviendas necesarias para los dos esposos y sus allegados; sobrábales todo lo necesario para estar con comodidad, si no con regalo; y un fuerte destacamento, fraccionado por distintos puntos, vigilaba y guardaba las riberas inmediatas, contra las eventualidades de una sorpresa.
Además, el espionaje al servicio de Enriquillo estaba perfectamente organizado. Era de todo punto imposible que los castellanos intentaran un movimiento en cualquier sentido, sin que lo supiera con antelación el cauteloso cacique del Bahoruco; frustrándolo por astucia o fuerza de armas.
En esta época de tranquilidad relativa fue cuando Enriquillo determinó satisfacer una de las más persistentes aspiraciones de su alma, honrando ostensiblemente la querida memoria de su ilustre tío Guaroa. Fue con este fin al sudoeste de la sierra, seguido de una escolta de jinetes, y acompañado de casi todos los caciques, entre los cuales había algunos que conocían el sitio donde sucumbió el jefe indio. Enriquillo erigió sobre aquella innominada sepultura un túmulo de enormes piedras, grande en su modestia e imponente en su severa sencillez, como el carácter del héroe a quien se tributaba aquel piadoso homenaje.
Acaso se complacía el joven caudillo en llevar ante aquella tumba los laureles de sus gloriosos triunfos, alcanzados sobre los antiguos vencedores de Guaroa. El alzamiento del Bahoruco aparece como una reacción; como el preludio de todas las reacciones que en menos de cuatro siglos han de aniquilar en el Nuevo Mundo el derecho de conquista. No sabemos si los hombres de estado españoles de aquel tiempo, que dieron harta importancia a la rebelión de Enriquillo, entrevieron el cumplimiento de aquella ley constante de la naturaleza, y guardaron discretamente la observación en su conciencia. Escritores y poetas explicaron entonces la fortuna y las victorias del cacique Enrique por la molicie de costumbres y el apocamiento de ánimo en que habían caído los antes rudos y sufridos pobladores de la Española. Explicación inadmisible, porque en México, en el Perú, en Castilla de Oro, en todo el continente iban a realizar épicas proezas muchos de los mismos que salían descalabrados de la sierra del Bahoruco. Lo cierto era que Enrique, y por reflexión sus indios, habían alcanzado ya la plenitud de civilización indispensable para apreciar las fuerzas de los dominadores europeos, y medir con ellas las suyas, sin la temerosa superstición del salvaje, tan favorable al desenvolvimiento de esa prodigiosa conquista de América, en que se entraron por mitad el valor fabuloso de los vencedores, y la fabulosa timidez de los vencidos.
Entretanto ¿cómo sobrellevaba Mencía, la noble y valerosa Mencía, los azares y privaciones de la vida del Bahoruco? Casi habíamos olvidado la interesante criatura, desde que su duro destino y la generosa altivez de su carácter la condujeron a morar en el seno de aquella ruda y agreste serranía. Algún tiempo se mostró preocupada y triste; su soledad le parecía espantosa, mientras que Enrique, su amado compañero, estaba enteramente consagrado a la organización y defensa de su montañoso estado. Mas, cuando por primera vez el valiente cacique se presentó a sus ojos victorioso; cuando arrojó a los pies de ella la espada inútil del arrogante Valenzuela; cuando cubierto aún con el polvo del combate se le mostró grande, verdaderamente libre, con la aureola augusta del valor heroico y de la dignidad recobrada, entonces el corazón de Mencía palpitó a impulsos de imponderable satisfacción y de legítimo orgullo, y arrojándose en los brazos del conmovido guerrero, besó con santo entusiasmo su rostro varonil; corrieron sus cristalinas lágrimas por el robusto y polvoroso cuello del caudillo, y sus labios, trémulos de grata emoción, murmuraron apenas esta frase expresiva: –Grande, libre, vengado...; ¡así te quiero!
Desde entonces Mencía se sintió conforme, si no feliz, entre los sobresaltos y la aspereza de aquella vida. Familiarizándose cada vez más con los peligros, solamente la apesaraba al fin el empeño de Enriquillo en alejarla de ellos, cuando su más vehemente deseo era acompañarle en todos sus trabajos; verle combatir en la lid; alentarle con su presencia, al mismo tiempo que protegerle con sus piadosas oraciones al cielo...
Ella se indemniza practicando la caridad y el bien: los heridos y enfermos la bendecían como a su providencia visible; mientras que las tiernas vírgenes del Bahoruco aprendían de ella religión, virtud, labores de mano y rudimentos literarios.
Anica por su parte era casi dichosa. Curada de su pasión por Enriquillo, la rectitud y entereza de éste, las virtudes de su esposa habían servido a la joven india de modelo para templar su alma al calor de los buenos y generosos sentimientos. Aquella pasión se había trocado en cariño puro, sin límites, a ambos esposos; pero en su corazón halló cabida otro afecto más vehemente, que completó la curación de aquella antigua enfermedad de amor imposible, que la atormentaba como oculto aguijón. Fue otro el objeto de un sentimiento más tranquilo y razonable. Durante un mes había asistido en el lecho del dolor a Vasa, al simpático e intrépido Vasa, cuando fue herido defendiendo solo el puesto que abandonaron sus indios en la primera
acometida de los castellanos al Bahoruco. Anica aprendió entonces a estimar las bellas y nobles cualidades del joven cacique subalterno: aficionáronse el uno al otro con recíproca ternura, y se juraron fe y perseverancia hasta que les fuera posible unirse en santo y religioso vínculo. Enrique y Mencía dispensaban su aquiescencia a estos castos amores.
Cuando los graves cuidados que pesaban sobre el vigilante caudillo no le obligaban a alejarse del oculto cuanto lindo valle donde tenía su principal estancia; asilo risueño que parecía creado expresamente para contrastar con el tumultuoso y terrífico aspecto de la soberbia cordillera; cuando los dos esposos estaban unidos, y su ánimo reposaba libre de las aprensiones que suelen engendrar el peligro y la ausencia, la meseta del Burén, como otras veces la isla de Cabras en el gran lago, no tenía que envidiar, por la pura dicha que en ambos sitios se disfrutaba, a las suntuosas residencias de los más fastuosos príncipes.