47. ¡Ya es tarde by Manuel de Jess Galvn Lyrics
El alzamiento de Enriquillo en el Bahoruco reclama perentoriamente nuestra atención, como reclamaba en aquellos días la diligencia política de Alonso Zuazo, y la pericia militar de Iñigo
Ortiz. Situándose el buen licenciado en San Juan, envió uno tras otro hasta cinco emisarios a Enriquillo, en el espacio de un mes. Propúsole en primer lugar perdón y salvo conducto para él y sus indios si se le sometían, asegurando que el cacique y sus principales compañeros no volverían a ser encomendados a nadie; que se les darían medios de vivir holgadamente y los demás no serían obligados a trabajar sino con quien ellos quisiesen y en las faenas que fueran más de su agrado. A esta misiva contestó Enriquillo verbalmente, diciendo al enviado para que lo repitiera a Zuazo, que él no depondría las armas mientras quedara un solo indio sujeto a servidumbre en la Española. Volvió el segundo emisario de Zuazo con otro mensaje de éste, ofreciendo al cacique hacer considerar por el Almirante y su Audiencia su demanda, e instándole por una entrevista, sobre seguro que le ofrecía. Este mensajero regresó con una negativa absoluta, fundada en la irrisoria autoridad de las cartas de seguro y de favor, según la pasada experiencia con el mandamiento del juez Figueroa, menospreciado impunemente por Pedro de Badillo. Un nuevo emisario de Zuazo jamás volvió a aparecer, y se creyó generalmente que Tamayo lo toparía en el camino y le daría muerte. De aquí provino que ningún otro español
quisiera encargarse de comisiones semejantes, y Zuazo hubo de valerse sucesivamente de los indios, que tampoco regresaron, ni se supo más de ellos.
Comprendió por consiguiente el negociador lo infructuoso de su empeño, y entonces desplegó sus banderas el capitán Iñigo Ortiz, marchando sobre el Bahoruco al frente de una lucida y bien armada gente. En número, equipo y ordenanza militar de esta fuerza aventajaba mucho a la que sufrió el descalabro precedente, y Ortiz contaba además con dotes de mando muy superiores a las del presuntuoso e imprevisor Badillo.
No entraron los expedicionarios en la formidable sierra en masa ni por un solo punto, sino que fraccionándose en tres cuerpos penetraron por otros tantos desfiladeros distintos. Llevaban perros de presa, de los cuales se prometían grande ayuda; pero salió fallida esta esperanza, y entonces pudo verse cuán acertado estuvo Enriquillo proveyéndose de cuantos animales de esa especie pudo hacer que fueran al Bahoruco. Lanzados como guías los perros de Iñigo Ortiz, muy pocos de ellos, desconociendo a los de Enriquillo, ladraron a tiempo en uno de los desfiladeros, avisando la presencia de los rebeldes. Los demás, amistosamente recibidos por los de su especie, o se pasaron voluntariamente a los indios, o fueron capturados fácilmente por Luis de la Laguna y los otros caciques entendidos y prácticos en los usos y costumbres de la raza canina.
Era Matayco el cacique que estaba situado en el lugar donde ladraron los perros de Ortiz; y la tropa de éste acometió briosamente en aquella dirección: los indios resistieron con
denuedo, por más de tres horas continuas; pero eran inferiores en número, y hubieron de ceder al fin la posición replegando a otra más defendida, y haciendo resonar sus caracoles con el aviso de aquella novedad.
En los otros dos pasos de la montaña se combatía con éxito vario. Los españoles peleaban con resolución, y arrollaron otro puesto de indios: la posición que ocupaba el valeroso Romero estaba también a punto de caer en poder de Ortiz, después de un encarnizado combate de media hora, cuando llegó Enriquillo que, al frente de sus guerreros escogidos, cargó furiosamente el arma blanca, hizo retroceder a los agresores, y conservó el punto disputado. El eco lúgubre de los caracoles confundiéndose con el de las trompetas anunciaba sin embargo que los indios pedían auxilio en los otros desfiladeros; y Enriquillo, aprovechando su ventaja del momento sobre la hueste que Ortiz mandaba personalmente, dio a Romero instrucciones para que replegara de puesto en puesto, atrayendo al belicoso caudillo español al primer campamento por medio de una retirada gradual; mientras que el mismo Enrique daba auxilio a Matayco.
Análogas instrucciones de retraerse trasmitió el cacique al destacamento del tercer paso; operación que se efectuó con mucho acierto, a la sazón que Enriquillo, cayendo sobre los que hostigaban a Matayco, lograba unirse con éste, después de causar gran destrozo en las filas enemigas, y ambos revolvían también, como en retirada, hacia el centro de la montaña.
Con toda su pericia, o tal vez a causa de ella, Iñigo Ortiz que veía debilitarse otra vez le resistencia de los indios, quiso acabar su victoria lanzándose con nuevo ímpetu a ocupar lo que por noticias imperfectas consideraba como su núcleo o cuartel general. Ya Enriquillo y todos los demás indios no empeñados con Romero a contener a Ortiz, se ocupaba activamente en retirar del campamento las armas, provisiones y otros objetos útiles y de algún valor. Las mujeres, los heridos y demás seres indefensos habían mudado de sitio anticipadamente.
Apenas terminado el desalojo, Enriquillo hizo la señal convenida para que Romero
replegara de una vez, dejando el paso franco a Ortiz y sus valientes; disposición que fue ejecutada con tanta habilidad, que el jefe español creyó positivamente que el enemigo iba en completa derrota y que su victoria quedaba coronada con la ocupación del campamento.
Eran sobre las tres de la tarde cuando esto sucedía. Iñigo Ortiz instaló su tropa en las abrigadas chozas del real indio, y viendo fatigados y hambrientos a los guerreros, dejó la persecución de los que el juzgaba fugitivos para el día siguiente. Comieron, pues; descansaron
toda aquella tarde, y pasaron la noche sin ninguna otra novedad que la fantástica iluminación de las montañas vecinas con numerosas hogueras encendidas por los indios como señales.
Al amanecer del nuevo día Ortiz destacó tres o cuatro rondas a reconocer diversos puntos de las inmediaciones; pero antes de media hora regresaron una en pos de otra diciendo que los pasos estaban todos ocupados por fuerzas, rebeldes considerables, y que habiendo intentado arrollar la resistencia de los indios, había sido imposible, por lo bien escogido de sus posiciones. Ortiz comenzó a entrever entonces que había caído en un lazo; mas supo disimular su recelo a fuer de prudente, y mandó reconocer los desfiladeros ocupados el día anterior. Muy pronto adquirió la certidumbre de que estaba cercado por todas partes.
Penetrar más al centro de la sierra hubiera sido un desatino y el jefe español no pensó siquiera en ello. Trató solamente de romper aquella red, y formando toda su gente en masa
emprendió su retirada por el desfiladero que él personalmente había forzado la víspera. Romero estaba allí otra vez, con bien armada hueste, que trabó el combate oponiéndose enérgicamente a la tropa de Ortiz, y abrumándola desde los altos riscos con toda clase de armas arrojadizas. El intrépido Ortiz asaltó con éxito una eminencia colocada entre dos despeñaderos, y allí se trabó un combate encarnizado cuerpo a cuerpo, entre indios y españoles. Estos comenzaban a dominar la resistencia por todas partes; ya algunos de los puestos de Romero estaban abandonados: sus defensores huían desbandados al ver morir a los caciques Velázquez y Maybona, que sucumbieron peleando heroicamente, cuando llegó Enriquillo con sus cincuenta guerreros escogidos, armados de lanzas y cubiertos con cotas de cuerdas. La valentía y el empuje de este oportuno socorro bastó para cambiar la faz del combate: la fuerte y pesada lanza de Enriquillo se tiñó con la sangre de más de diez enemigos; hízose al fin astillas en el férreo peto de un castellano, y el héroe continuó combatiendo con la cortante espada.
Sus soldados hacían como él prodigios de audacia, y el mismo Ortiz recibió una ancha herida en el hombro izquierdo.
Una parte de sus fuerzas, la que hacía de vanguardia, aprovechando la primera acometida que contrastó a Romero, siguió a paso de carga, más bien a carrera abierta, el desfiladero abajo,
sin cuidarse de los toques de clarín que pedían a retaguardia su auxilio; Ortiz y los que con él estaban empeñados se creyeron perdidos; y mientras que algunos se salvaban trabajosamente,
rodando por las laderas y derriscos más practicables de aquel monte, otros menos afortunados fueron a parar destrozados y exánimes al fondo de los barrancos y despeñaderos.
Ortiz tuvo la dicha de librarse a costa de dos roturas de cabeza y media docena de contusiones, que sumadas con su herida de lanza hacían un total bien mísero y digno de lástima por cierto. Guiándose por las señales que hacían las trompetas de su vanguardia pudo dar con ella, que había hecho alto en una colina, ya fuera de aquella sombría garganta, que de cada árbol y de cada roca vomitaba indios armados. Ortiz, después de recoger algunos fugitivos y extraviados como él, hizo el recuento de su tropa, y halló solamente doscientos treinta hombres. El resto, hasta trescientos cincuenta que entre soldados y milicianos formaban al principio los expedicionarios, había mordido el polvo, o estaba en poder de Enriquillo.
Mandó pronto aviso a la Maguana, y Zuazo le envió tres días después refuerzos, ordenándole volver sobre los rebeldes y castigarlos ejemplarmente; pero Ortiz fue de distinta opinión, y se abstuvo de penetrar otra vez en la formidable sierra, yéndose a Careybana a curar sus heridas. Allí adoleció largo tiempo.
Entonces se adoptó un sistema de guerra llamado de observación, que consistía en vigilar por medio de gruesos destacamentos los pasos de las montañas, y esperar a que los indios saliesen de sus inexpugnables guaridas, para hacerles sentir el peso de las armas de la autoridad. No podían desear nada más cómodo Enriquillo y sus súbditos. El Bahoruco quedó por algún tiempo libre de invasiones; y aunque guardando estrictamente su actitud marcial y defensiva, reinaba en el interior de aquellos agrestes y feraces montes la paz y la abundancia. Solamente el indómito Tamayo se hacía sentir muy a menudo, en saltos atrevidos que, comenzando por asolar las comarcas occidentales de la isla, fueron sucesivamente extendiéndose a la Maguana, a Compostela de Azua y a otros puntos muy distantes del Bahoruco. La seguridad y la confianza desaparecieron de todos aquellos contornos; y a favor de tan irregular estado de cosas los demás indios escapaban a la servidumbre y se iban a buscar su libertad a los bosques. Los que permanecían sujetos a sus amos o encomenderos no valían gran cosa para el trabajo, o se veían mimados por sus señores para que no los abandonasen. El desorden y la decadencia alcanzaban a todos los ámbitos de la isla y afectaban todos los intereses; y el clamor general contra las depredaciones de Tamayo, que todas se ponían a cuenta y cargo del alzamiento de Enriquillo, las autoridades contestaban que Iñigo Ortiz hacía la guerra en el Bahoruco, y que guardadas cuidadosamente todas las entradas y salidas de la sierra, Enriquillo y sus rebeldes no podían moverse, (¡en más de setenta leguas de territorio!) y habían de ser más o menos pronto exterminados.
Entretanto, Alonso Zuazo se cansó de la Maguana y se volvió para Santo Domingo, llevándose consigo, por vía de precaución y con las mayores muestras de respeto, a Doña Leonor de Castilla, que no hacía misterio de su amistad con Enriquillo, y solía escribirle por medio de emisarios seguros. Iñigo Ortiz, después de sano, permaneció en Careybana, solicitando del Almirante su relevo; sus tenientes se aburrían estacionados al pie de los plutónicos estribos de la sierra, y ni los castellanos se cuidaban de hostilizar a los habitantes del Bahoruco, ni Enriquillo permitía que sus soldados inquietaran a los castellanos en sus pacíficos acantonamientos.
Ortiz. Situándose el buen licenciado en San Juan, envió uno tras otro hasta cinco emisarios a Enriquillo, en el espacio de un mes. Propúsole en primer lugar perdón y salvo conducto para él y sus indios si se le sometían, asegurando que el cacique y sus principales compañeros no volverían a ser encomendados a nadie; que se les darían medios de vivir holgadamente y los demás no serían obligados a trabajar sino con quien ellos quisiesen y en las faenas que fueran más de su agrado. A esta misiva contestó Enriquillo verbalmente, diciendo al enviado para que lo repitiera a Zuazo, que él no depondría las armas mientras quedara un solo indio sujeto a servidumbre en la Española. Volvió el segundo emisario de Zuazo con otro mensaje de éste, ofreciendo al cacique hacer considerar por el Almirante y su Audiencia su demanda, e instándole por una entrevista, sobre seguro que le ofrecía. Este mensajero regresó con una negativa absoluta, fundada en la irrisoria autoridad de las cartas de seguro y de favor, según la pasada experiencia con el mandamiento del juez Figueroa, menospreciado impunemente por Pedro de Badillo. Un nuevo emisario de Zuazo jamás volvió a aparecer, y se creyó generalmente que Tamayo lo toparía en el camino y le daría muerte. De aquí provino que ningún otro español
quisiera encargarse de comisiones semejantes, y Zuazo hubo de valerse sucesivamente de los indios, que tampoco regresaron, ni se supo más de ellos.
Comprendió por consiguiente el negociador lo infructuoso de su empeño, y entonces desplegó sus banderas el capitán Iñigo Ortiz, marchando sobre el Bahoruco al frente de una lucida y bien armada gente. En número, equipo y ordenanza militar de esta fuerza aventajaba mucho a la que sufrió el descalabro precedente, y Ortiz contaba además con dotes de mando muy superiores a las del presuntuoso e imprevisor Badillo.
No entraron los expedicionarios en la formidable sierra en masa ni por un solo punto, sino que fraccionándose en tres cuerpos penetraron por otros tantos desfiladeros distintos. Llevaban perros de presa, de los cuales se prometían grande ayuda; pero salió fallida esta esperanza, y entonces pudo verse cuán acertado estuvo Enriquillo proveyéndose de cuantos animales de esa especie pudo hacer que fueran al Bahoruco. Lanzados como guías los perros de Iñigo Ortiz, muy pocos de ellos, desconociendo a los de Enriquillo, ladraron a tiempo en uno de los desfiladeros, avisando la presencia de los rebeldes. Los demás, amistosamente recibidos por los de su especie, o se pasaron voluntariamente a los indios, o fueron capturados fácilmente por Luis de la Laguna y los otros caciques entendidos y prácticos en los usos y costumbres de la raza canina.
Era Matayco el cacique que estaba situado en el lugar donde ladraron los perros de Ortiz; y la tropa de éste acometió briosamente en aquella dirección: los indios resistieron con
denuedo, por más de tres horas continuas; pero eran inferiores en número, y hubieron de ceder al fin la posición replegando a otra más defendida, y haciendo resonar sus caracoles con el aviso de aquella novedad.
En los otros dos pasos de la montaña se combatía con éxito vario. Los españoles peleaban con resolución, y arrollaron otro puesto de indios: la posición que ocupaba el valeroso Romero estaba también a punto de caer en poder de Ortiz, después de un encarnizado combate de media hora, cuando llegó Enriquillo que, al frente de sus guerreros escogidos, cargó furiosamente el arma blanca, hizo retroceder a los agresores, y conservó el punto disputado. El eco lúgubre de los caracoles confundiéndose con el de las trompetas anunciaba sin embargo que los indios pedían auxilio en los otros desfiladeros; y Enriquillo, aprovechando su ventaja del momento sobre la hueste que Ortiz mandaba personalmente, dio a Romero instrucciones para que replegara de puesto en puesto, atrayendo al belicoso caudillo español al primer campamento por medio de una retirada gradual; mientras que el mismo Enrique daba auxilio a Matayco.
Análogas instrucciones de retraerse trasmitió el cacique al destacamento del tercer paso; operación que se efectuó con mucho acierto, a la sazón que Enriquillo, cayendo sobre los que hostigaban a Matayco, lograba unirse con éste, después de causar gran destrozo en las filas enemigas, y ambos revolvían también, como en retirada, hacia el centro de la montaña.
Con toda su pericia, o tal vez a causa de ella, Iñigo Ortiz que veía debilitarse otra vez le resistencia de los indios, quiso acabar su victoria lanzándose con nuevo ímpetu a ocupar lo que por noticias imperfectas consideraba como su núcleo o cuartel general. Ya Enriquillo y todos los demás indios no empeñados con Romero a contener a Ortiz, se ocupaba activamente en retirar del campamento las armas, provisiones y otros objetos útiles y de algún valor. Las mujeres, los heridos y demás seres indefensos habían mudado de sitio anticipadamente.
Apenas terminado el desalojo, Enriquillo hizo la señal convenida para que Romero
replegara de una vez, dejando el paso franco a Ortiz y sus valientes; disposición que fue ejecutada con tanta habilidad, que el jefe español creyó positivamente que el enemigo iba en completa derrota y que su victoria quedaba coronada con la ocupación del campamento.
Eran sobre las tres de la tarde cuando esto sucedía. Iñigo Ortiz instaló su tropa en las abrigadas chozas del real indio, y viendo fatigados y hambrientos a los guerreros, dejó la persecución de los que el juzgaba fugitivos para el día siguiente. Comieron, pues; descansaron
toda aquella tarde, y pasaron la noche sin ninguna otra novedad que la fantástica iluminación de las montañas vecinas con numerosas hogueras encendidas por los indios como señales.
Al amanecer del nuevo día Ortiz destacó tres o cuatro rondas a reconocer diversos puntos de las inmediaciones; pero antes de media hora regresaron una en pos de otra diciendo que los pasos estaban todos ocupados por fuerzas, rebeldes considerables, y que habiendo intentado arrollar la resistencia de los indios, había sido imposible, por lo bien escogido de sus posiciones. Ortiz comenzó a entrever entonces que había caído en un lazo; mas supo disimular su recelo a fuer de prudente, y mandó reconocer los desfiladeros ocupados el día anterior. Muy pronto adquirió la certidumbre de que estaba cercado por todas partes.
Penetrar más al centro de la sierra hubiera sido un desatino y el jefe español no pensó siquiera en ello. Trató solamente de romper aquella red, y formando toda su gente en masa
emprendió su retirada por el desfiladero que él personalmente había forzado la víspera. Romero estaba allí otra vez, con bien armada hueste, que trabó el combate oponiéndose enérgicamente a la tropa de Ortiz, y abrumándola desde los altos riscos con toda clase de armas arrojadizas. El intrépido Ortiz asaltó con éxito una eminencia colocada entre dos despeñaderos, y allí se trabó un combate encarnizado cuerpo a cuerpo, entre indios y españoles. Estos comenzaban a dominar la resistencia por todas partes; ya algunos de los puestos de Romero estaban abandonados: sus defensores huían desbandados al ver morir a los caciques Velázquez y Maybona, que sucumbieron peleando heroicamente, cuando llegó Enriquillo con sus cincuenta guerreros escogidos, armados de lanzas y cubiertos con cotas de cuerdas. La valentía y el empuje de este oportuno socorro bastó para cambiar la faz del combate: la fuerte y pesada lanza de Enriquillo se tiñó con la sangre de más de diez enemigos; hízose al fin astillas en el férreo peto de un castellano, y el héroe continuó combatiendo con la cortante espada.
Sus soldados hacían como él prodigios de audacia, y el mismo Ortiz recibió una ancha herida en el hombro izquierdo.
Una parte de sus fuerzas, la que hacía de vanguardia, aprovechando la primera acometida que contrastó a Romero, siguió a paso de carga, más bien a carrera abierta, el desfiladero abajo,
sin cuidarse de los toques de clarín que pedían a retaguardia su auxilio; Ortiz y los que con él estaban empeñados se creyeron perdidos; y mientras que algunos se salvaban trabajosamente,
rodando por las laderas y derriscos más practicables de aquel monte, otros menos afortunados fueron a parar destrozados y exánimes al fondo de los barrancos y despeñaderos.
Ortiz tuvo la dicha de librarse a costa de dos roturas de cabeza y media docena de contusiones, que sumadas con su herida de lanza hacían un total bien mísero y digno de lástima por cierto. Guiándose por las señales que hacían las trompetas de su vanguardia pudo dar con ella, que había hecho alto en una colina, ya fuera de aquella sombría garganta, que de cada árbol y de cada roca vomitaba indios armados. Ortiz, después de recoger algunos fugitivos y extraviados como él, hizo el recuento de su tropa, y halló solamente doscientos treinta hombres. El resto, hasta trescientos cincuenta que entre soldados y milicianos formaban al principio los expedicionarios, había mordido el polvo, o estaba en poder de Enriquillo.
Mandó pronto aviso a la Maguana, y Zuazo le envió tres días después refuerzos, ordenándole volver sobre los rebeldes y castigarlos ejemplarmente; pero Ortiz fue de distinta opinión, y se abstuvo de penetrar otra vez en la formidable sierra, yéndose a Careybana a curar sus heridas. Allí adoleció largo tiempo.
Entonces se adoptó un sistema de guerra llamado de observación, que consistía en vigilar por medio de gruesos destacamentos los pasos de las montañas, y esperar a que los indios saliesen de sus inexpugnables guaridas, para hacerles sentir el peso de las armas de la autoridad. No podían desear nada más cómodo Enriquillo y sus súbditos. El Bahoruco quedó por algún tiempo libre de invasiones; y aunque guardando estrictamente su actitud marcial y defensiva, reinaba en el interior de aquellos agrestes y feraces montes la paz y la abundancia. Solamente el indómito Tamayo se hacía sentir muy a menudo, en saltos atrevidos que, comenzando por asolar las comarcas occidentales de la isla, fueron sucesivamente extendiéndose a la Maguana, a Compostela de Azua y a otros puntos muy distantes del Bahoruco. La seguridad y la confianza desaparecieron de todos aquellos contornos; y a favor de tan irregular estado de cosas los demás indios escapaban a la servidumbre y se iban a buscar su libertad a los bosques. Los que permanecían sujetos a sus amos o encomenderos no valían gran cosa para el trabajo, o se veían mimados por sus señores para que no los abandonasen. El desorden y la decadencia alcanzaban a todos los ámbitos de la isla y afectaban todos los intereses; y el clamor general contra las depredaciones de Tamayo, que todas se ponían a cuenta y cargo del alzamiento de Enriquillo, las autoridades contestaban que Iñigo Ortiz hacía la guerra en el Bahoruco, y que guardadas cuidadosamente todas las entradas y salidas de la sierra, Enriquillo y sus rebeldes no podían moverse, (¡en más de setenta leguas de territorio!) y habían de ser más o menos pronto exterminados.
Entretanto, Alonso Zuazo se cansó de la Maguana y se volvió para Santo Domingo, llevándose consigo, por vía de precaución y con las mayores muestras de respeto, a Doña Leonor de Castilla, que no hacía misterio de su amistad con Enriquillo, y solía escribirle por medio de emisarios seguros. Iñigo Ortiz, después de sano, permaneció en Careybana, solicitando del Almirante su relevo; sus tenientes se aburrían estacionados al pie de los plutónicos estribos de la sierra, y ni los castellanos se cuidaban de hostilizar a los habitantes del Bahoruco, ni Enriquillo permitía que sus soldados inquietaran a los castellanos en sus pacíficos acantonamientos.