45. Conversión by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Luego que emprendieron la marcha los prisioneros, ya libres y contentos, bajo la protección de Martín Alfaro y su escolta, Enriquillo se volvió a Tamayo, que hosco y de mal talante permanecía mirándolo todo sin moverse del sitio a donde había ido a parar, a impulso del vigoroso brazo de su jefe. Acercósele éste, y le afeó severamente la crueldad que había manifestado en aquella tarde.
—Ya te dije el otro día, Tamayo, que era preciso no ofender a Dios con inhumanidades como la que cometiste con Mojica. Matar a los vencidos no es propio de los que pelean por la justicia.
—Veo, Enriquillo –contestó Tamayo con fiereza–, que si continuamos así vamos a acabar mal tú y yo. Para nuestros enemigos sólo conviene el hierro o el fuego; y tú quisieras darles dulces y flores cuando vienen a matarnos.
—Te equivocas, Tamayo; quiero hacer la guerra útilmente; no por el placer de hacer daño. En prueba, subamos al campamento; comeremos y descansarás un rato, hasta que salga la luna, para que bajes al llano con tu gente, y te traigas a la montaña todo el ganado que encuentres de aquí a Careybana.
Tamayo respiró con fuerza al recibir este encargo, tan conforme con su genio y su gusto. Se despejó como por encanto el mal humor que lo atormentaba, y prometió ajustar su conducta estrictamente a las instrucciones de Enriquillo.
Pero cuando volvió de su excursión en la tarde del siguiente día, con más de cien cabezas de ganado, el cacique vio con horror que traía al cuello un sartal de seis orejas humanas. Pertenecían a tres estancieros de Careybana, que habían resistido valerosamente al raptor de sus rebaños.
Aquel salvaje trofeo, con la cínica ostentación de crueldad que hacía Tamayo, causaron gran pesadumbre e indignación en el ánimo de Enriquillo, que en vez de los plácemes que tal vez aguardaba el fiero teniente, le enderezó una severa plática moral, escuchada con visible impaciencia por su interlocutor.
—Me iré de tu lado, y haré la guerra por mi cuenta –dijo con altivez Tamayo, cuando acabó su sentida amonestación Enriquillo.
—Vete cuando quieras –contestó éste exasperado–: llévate a todos los que, como tú, tienen sed de sangre. Yo soy cristiano y no tengo ese furor en mi pecho.
—Bien está, Enriquillo –replicó Tamayo–; vale más que yo me vaya. Desde mañana mismo saldré del Bahoruco con los compañeros que quieran seguirme, y haré la guerra como la aprendí de los cristianos de España.
—Libre eres, Tamayo –dijo Enriquillo–. Vete, y cuando no puedas más, vuelve al Bahoruco, a guerrear junto conmigo, a mi manera; para resistir a los tiranos, y no por gusto de verter sangre.
Con la derrota de Badillo los alzados indios quedaron provistos de muchas armas y buen número de caballos, que Enrique puso a buen recaudo: los jinetes del Bahoruco discurrieron durante muchos días como señores por las llanuras inmediatas. Entretanto el nombre de Enriquillo resonaba de boca en boca, enaltecido por esta segunda e importante victoria. Las autoridades de la capital recibieron con gran sorpresa tan estupenda noticia. Ya los padres jerónimos habían regresado a España, y la Audiencia gobernaba con los oficiales reales. Ordenaron una leva general en todos los pueblos de la isla, señalando a cada uno su contingente para embestir a los rebeldes del Bahoruco por varios puntos a la vez, y apagar en sangre su rebelión.
Hacíanse estos aprestos cuando llegó de España el Almirante Don Diego Colón, y pocos días después Las Casas, que iba para Tierra Firme, a hacer su ensayo de colonización pacífica en la costa de Cumaná. Opusiéronle las autoridades de la Española, como solían, cuantos obstáculos pudieron para estorbar sus piadosos proyectos; y para desenredarse de os ardides y malévolos reparos que le suscitaban, el buen sacerdote se resolvió a pactar con los jueces y oficiales prevaricadores, ofreciéndoles cuotas y ventajas en su empresa; con lo que consiguió salir al fin bien despachado de Santo Domingo; y a esto llama donosamente el ilustre filántropo comprar el Evangelio, ya que no se lo querían dar de balde.
A su llegada a la Española supo con gran pesadumbre el alzamiento de Enriquillo y sus causas, según se lo narró todo Camacho, que después de la derrota de Badillo se había ido a la capital, por hallarse mal visto en San Juan. Poco después llegó también a Santo Domingo Andrés de Valenzuela, a quien el Almirante hizo reducir a prisión y formarle proceso a causa de su conducta tiránica, que había sido la causa de aquel gran trastorno en la isla. El pío Las Casas consiguió superar el enojo y la aversión que le inspiraba la maldad de aquel miserable, en gracia de los méritos de su honrado progenitor, y fue a verle en la cárcel, con el fin de hacerle aprovechar la lección que le daba la fortuna, y tratar de convertirlo a mejores sentimientos. No halló, con sorpresa suya, a aquel Valenzuela, cuya arrogante apostura daba a entender desde luego la soberbia de su alma; sino a un hombre enfermo, abatido, que humildemente se postró a los pies del digno sacerdote, y con lágrimas de dolor y arrepentimiento bendijo la caridad que le impulsara a llegarse hasta él, en su merecida desgracia y en aquel sitio. El generoso varón sintió conmoverse sus entrañas al aspecto de aquella contrición inesperada, y consoló a Valenzuela cuanto pudo, confortando su ánimo, convidándole con la misericordia divina en el tribunal de la penitencia, y ofreciéndole todo su valimiento para con el Almirante y las demás autoridades.
El joven le refirió una por una todas las circunstancias de su derrota en Bahoruco; su vergüenza y humillación al verse vencido y perdonado por Enriquillo, a quien se había acostumbrado malamente a mirar con más desprecio que al estiércol de los campos; la impresión de horror que después le causara el espectáculo de Mojica pendiente de la horca, y la crueldad de Tamayo, contrastando con la clemencia y generosidad de Enrique; y su convencimiento de que todo aquello, y más que nada los severos consejos y amonestaciones de Tamayo, en tan tremenda ocasión, eran una advertencia y llamamiento que le hacía el cielo, para apartarlo de la vía de maldad y eterna perdición en que vivía empeñado; y por último, el efecto que le
hizo en Careybana el obsequioso papel de Enriquillo remitiéndole a Azucena como presente, e insinuándole que cumpliera la promesa matrimonial a Doña Elvira; todos esos movimientos de su alma en tan pocas horas la habían devuelto a la divina gracia, arrepintiéndose muy sinceramente de sus pecados y mala vida, resuelto a reformarla, a hacer cuanto bien pudiera en lo sucesivo, y ofreciéndose a casarse con Elvira si ella le conservaba su afición.
Muy complacido escuchó Las Casas estas manifestaciones del contrito Valenzuela, y no solamente le exhortó a perseverar en sus laudables propósitos, sino que se ofreció a ayudarle en la ejecución de ellos; y empleando su genial actividad, desde el mismo día trabajó tanto, que al cabo de tres, con la cooperación eficaz de Alonso Zuazo y otros personajes, hizo salir de la cárcel a Valenzuela; el cual, apadrinado por los Virreyes, antes de dos semanas era ya
esposo de Elvira Pimentel, y fijaba definitivamente su residencia en Santo Domingo, por no tener a la vista las memorias de sus pasadas liviandades en la Maguana. Hizo después eficaces diligencias para dar la posesión de los bienes de Mencía a Diego Velázquez, según el encargo de Enriquillo; pero el Adelantado de Cuba era ya muy rico, y rehusó el ofrecimiento, fundándose en las famosas leyes de Toro; por lo que siguió Valenzuela administrando dichos bienes hasta su muerte.
Si el Supremo juez de los cielos y tierra castigó más tarde en la otra vida al pecador, o si fue penitencia bastante y providencial castigo en esta su matrimonio con la casquivana Elvira, es materia teológica que no nos atrevemos a dilucidar, porque nos faltan suficientes datos para el efecto. Lo único que sabemos es que Valenzuela vivió después de casado cristianamente, humilde de corazón y favoreciendo a los desgraciados; como en sus días lo hizo el buen Don Francisco, que desde la bienaventuranza eterna se congratularía en que la semilla de sus generosos ejemplos germinara, aunque algo tardíamente, en el corazón de su hijo.
—Ya te dije el otro día, Tamayo, que era preciso no ofender a Dios con inhumanidades como la que cometiste con Mojica. Matar a los vencidos no es propio de los que pelean por la justicia.
—Veo, Enriquillo –contestó Tamayo con fiereza–, que si continuamos así vamos a acabar mal tú y yo. Para nuestros enemigos sólo conviene el hierro o el fuego; y tú quisieras darles dulces y flores cuando vienen a matarnos.
—Te equivocas, Tamayo; quiero hacer la guerra útilmente; no por el placer de hacer daño. En prueba, subamos al campamento; comeremos y descansarás un rato, hasta que salga la luna, para que bajes al llano con tu gente, y te traigas a la montaña todo el ganado que encuentres de aquí a Careybana.
Tamayo respiró con fuerza al recibir este encargo, tan conforme con su genio y su gusto. Se despejó como por encanto el mal humor que lo atormentaba, y prometió ajustar su conducta estrictamente a las instrucciones de Enriquillo.
Pero cuando volvió de su excursión en la tarde del siguiente día, con más de cien cabezas de ganado, el cacique vio con horror que traía al cuello un sartal de seis orejas humanas. Pertenecían a tres estancieros de Careybana, que habían resistido valerosamente al raptor de sus rebaños.
Aquel salvaje trofeo, con la cínica ostentación de crueldad que hacía Tamayo, causaron gran pesadumbre e indignación en el ánimo de Enriquillo, que en vez de los plácemes que tal vez aguardaba el fiero teniente, le enderezó una severa plática moral, escuchada con visible impaciencia por su interlocutor.
—Me iré de tu lado, y haré la guerra por mi cuenta –dijo con altivez Tamayo, cuando acabó su sentida amonestación Enriquillo.
—Vete cuando quieras –contestó éste exasperado–: llévate a todos los que, como tú, tienen sed de sangre. Yo soy cristiano y no tengo ese furor en mi pecho.
—Bien está, Enriquillo –replicó Tamayo–; vale más que yo me vaya. Desde mañana mismo saldré del Bahoruco con los compañeros que quieran seguirme, y haré la guerra como la aprendí de los cristianos de España.
—Libre eres, Tamayo –dijo Enriquillo–. Vete, y cuando no puedas más, vuelve al Bahoruco, a guerrear junto conmigo, a mi manera; para resistir a los tiranos, y no por gusto de verter sangre.
Con la derrota de Badillo los alzados indios quedaron provistos de muchas armas y buen número de caballos, que Enrique puso a buen recaudo: los jinetes del Bahoruco discurrieron durante muchos días como señores por las llanuras inmediatas. Entretanto el nombre de Enriquillo resonaba de boca en boca, enaltecido por esta segunda e importante victoria. Las autoridades de la capital recibieron con gran sorpresa tan estupenda noticia. Ya los padres jerónimos habían regresado a España, y la Audiencia gobernaba con los oficiales reales. Ordenaron una leva general en todos los pueblos de la isla, señalando a cada uno su contingente para embestir a los rebeldes del Bahoruco por varios puntos a la vez, y apagar en sangre su rebelión.
Hacíanse estos aprestos cuando llegó de España el Almirante Don Diego Colón, y pocos días después Las Casas, que iba para Tierra Firme, a hacer su ensayo de colonización pacífica en la costa de Cumaná. Opusiéronle las autoridades de la Española, como solían, cuantos obstáculos pudieron para estorbar sus piadosos proyectos; y para desenredarse de os ardides y malévolos reparos que le suscitaban, el buen sacerdote se resolvió a pactar con los jueces y oficiales prevaricadores, ofreciéndoles cuotas y ventajas en su empresa; con lo que consiguió salir al fin bien despachado de Santo Domingo; y a esto llama donosamente el ilustre filántropo comprar el Evangelio, ya que no se lo querían dar de balde.
A su llegada a la Española supo con gran pesadumbre el alzamiento de Enriquillo y sus causas, según se lo narró todo Camacho, que después de la derrota de Badillo se había ido a la capital, por hallarse mal visto en San Juan. Poco después llegó también a Santo Domingo Andrés de Valenzuela, a quien el Almirante hizo reducir a prisión y formarle proceso a causa de su conducta tiránica, que había sido la causa de aquel gran trastorno en la isla. El pío Las Casas consiguió superar el enojo y la aversión que le inspiraba la maldad de aquel miserable, en gracia de los méritos de su honrado progenitor, y fue a verle en la cárcel, con el fin de hacerle aprovechar la lección que le daba la fortuna, y tratar de convertirlo a mejores sentimientos. No halló, con sorpresa suya, a aquel Valenzuela, cuya arrogante apostura daba a entender desde luego la soberbia de su alma; sino a un hombre enfermo, abatido, que humildemente se postró a los pies del digno sacerdote, y con lágrimas de dolor y arrepentimiento bendijo la caridad que le impulsara a llegarse hasta él, en su merecida desgracia y en aquel sitio. El generoso varón sintió conmoverse sus entrañas al aspecto de aquella contrición inesperada, y consoló a Valenzuela cuanto pudo, confortando su ánimo, convidándole con la misericordia divina en el tribunal de la penitencia, y ofreciéndole todo su valimiento para con el Almirante y las demás autoridades.
El joven le refirió una por una todas las circunstancias de su derrota en Bahoruco; su vergüenza y humillación al verse vencido y perdonado por Enriquillo, a quien se había acostumbrado malamente a mirar con más desprecio que al estiércol de los campos; la impresión de horror que después le causara el espectáculo de Mojica pendiente de la horca, y la crueldad de Tamayo, contrastando con la clemencia y generosidad de Enrique; y su convencimiento de que todo aquello, y más que nada los severos consejos y amonestaciones de Tamayo, en tan tremenda ocasión, eran una advertencia y llamamiento que le hacía el cielo, para apartarlo de la vía de maldad y eterna perdición en que vivía empeñado; y por último, el efecto que le
hizo en Careybana el obsequioso papel de Enriquillo remitiéndole a Azucena como presente, e insinuándole que cumpliera la promesa matrimonial a Doña Elvira; todos esos movimientos de su alma en tan pocas horas la habían devuelto a la divina gracia, arrepintiéndose muy sinceramente de sus pecados y mala vida, resuelto a reformarla, a hacer cuanto bien pudiera en lo sucesivo, y ofreciéndose a casarse con Elvira si ella le conservaba su afición.
Muy complacido escuchó Las Casas estas manifestaciones del contrito Valenzuela, y no solamente le exhortó a perseverar en sus laudables propósitos, sino que se ofreció a ayudarle en la ejecución de ellos; y empleando su genial actividad, desde el mismo día trabajó tanto, que al cabo de tres, con la cooperación eficaz de Alonso Zuazo y otros personajes, hizo salir de la cárcel a Valenzuela; el cual, apadrinado por los Virreyes, antes de dos semanas era ya
esposo de Elvira Pimentel, y fijaba definitivamente su residencia en Santo Domingo, por no tener a la vista las memorias de sus pasadas liviandades en la Maguana. Hizo después eficaces diligencias para dar la posesión de los bienes de Mencía a Diego Velázquez, según el encargo de Enriquillo; pero el Adelantado de Cuba era ya muy rico, y rehusó el ofrecimiento, fundándose en las famosas leyes de Toro; por lo que siguió Valenzuela administrando dichos bienes hasta su muerte.
Si el Supremo juez de los cielos y tierra castigó más tarde en la otra vida al pecador, o si fue penitencia bastante y providencial castigo en esta su matrimonio con la casquivana Elvira, es materia teológica que no nos atrevemos a dilucidar, porque nos faltan suficientes datos para el efecto. Lo único que sabemos es que Valenzuela vivió después de casado cristianamente, humilde de corazón y favoreciendo a los desgraciados; como en sus días lo hizo el buen Don Francisco, que desde la bienaventuranza eterna se congratularía en que la semilla de sus generosos ejemplos germinara, aunque algo tardíamente, en el corazón de su hijo.