44. Guerra by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Careybana era el primer caserío de importancia que se hallaba en el camino del Bahoruco a la Maguana. Allí acudieron a guarecerse y descansar brevemente los restos de la desbandada
tropa. Valenzuela llegó al anochecer, y después de apaciguar su hambre con lo poco que encontró, y curar más formalmente su rota cabeza, rendido de fatiga, durmió hasta la mañana, bien entrado el día.
Procura a cualquier precio una cabalgadura para seguir su viaje, y no la encontró. Doliente y débil, no sabía qué partido tomar, sintiéndose incapaz de andar una legua siquiera. Su perplejidad duraba aún, cuando un estanciero de la Maguana, que era también de los derrotados de la víspera, se le presentó montado en Azucena, y le entregó un papel en nombre de Enriquillo.
—Fui hecho prisionero: me encontraron extraviado ayer tarde, y esta mañana me devolvió el cacique la libertad con este cargo–. Tal fue la explicación verbal que dio el inesperado mensajero.
Valenzuela leyó el papel, que contenía estas líneas:
“Pesóme mucho, señor Andrés, del desafuero cometido por Tamayo; pero los consejos que me dice os dio, téngolos por buenos; y ojalá Dios os tocara el corazón y los siguierais. Guardad la yegua en memoria mía, y de vuestro buen padre: ya puedo ofrecérosla, pues que dejé de ser quien era, y recobré mi natural libertad. Si cumplís vuestra palabra a Doña Elvira, sea ese mi presente de bodas, y os traiga dicha. Entregad, los negros bienes de Mencía a Don Diego Velázquez en nombre nuestro. Es el pago de mi deuda por sus cuidados. Os envía salud, Enrique”.
Permaneció silencioso y triste Valenzuela después de la lectura de esa singular misiva. La guardó después cuidadosamente en su seno, hizo descansar media hora la yegua, y partió en ella para la Maguana.
La noticia del descalabro sufrido en el Bahoruco por la tropa de San Juan cundió rápidamente por todas partes, y fue el pasmo de cuantos la oyeron. –”Enriquillo es alzado”. ”Los indios han
derrotado a los castellanos en el Bahoruco”; éstas fueron las nuevas que circularon de boca en boca, comentadas, aumentadas y desfiguradas por cada cual; que las imaginaciones ociosas aprovechaban aquel pasto con avidez. Badillo se figuró que le llegaba una magnífica ocasión de cubrirse de gloria a poca costa: apellidó a las armas toda la gente capaz de llevarlas en la Maguana; pidió auxilio a Azua, y reunió en poco más de una semana doscientos cincuenta hombres bien armados y equipados. ¿Cómo suponer que los rebeldes del Bahoruco pudieran resistir a aquella formidable cohorte? El teniente Gobernador, lleno de bélicas ilusiones, marchó con sus fuerzas en buena ordenanza militar, sin embarazarle otra cosa que la elección del castigo que había de aplicar a Enriquillo y sus alzados indios de la sierra.
Pero éstos veían engrosar sus filas prodigiosamente. Al ruido de la primera victoria, los tímidos cobraron valor, y día por día llegaban al Bahoruco bandadas de indios que iban, en busca de su libertad, a compartir los trabajos y peligros de Enriquillo y sus súbditos. Uno de los primeros que acudieron fue un pariente del cacique, conocido con el nombre de Romero. Era más joven aun
que Enriquillo; pero no le cedía ni en valor, ni en prudencia para el mando. Pronto dio pruebas de ello, como de su modestia y subordinación a las órdenes del superior caudillo.
Como si éste no hubiera hecho en todo su vida sino ejercitarse en aquella guerra, a medida que le llegaban refuerzos los iba organizando con acierto y previsión admirables. A primera vista parecía adivinar la aptitud especial de cada uno, y le daba el adecuado destino. Creó desde entonces un cuerpo de espías y vigilantes de los que jamás funcionaba uno sólo, sino por lo regular iban a sus comisiones de dos en dos y a veces más, cuidándose el sueño y la fidelidad respectivamente. Con los más ágiles y fuertes formó una tropa ligera,
que diariamente y por muchas horas seguidas se ejercitaba en trepar a los picos y alturas que se juzgaban inaccesibles a plantas humanas; en saltar de breña en breña con la agilidad del gamo; en subir y bajar como serpientes por los delgados bejucos que pendían de las eminencias verticales, y en todas aquellas operaciones que podían asegurar a los rebeldes del Bahoruco el dominio de aquella fragosa comarca.
El manejo de la lanza, la espada, la honda y la ballesta ocupaba también gran parte del tiempo a los libres del Bahoruco. Algunos arcabuces quedaron en poder de Enriquillo cuando venció por primera vez a sus enemigos; pero por suma escasez de pólvora sólo se usaba en alguna rara ocasión, como señal, su estampido en las montañas. En cambio, más formidable que la artillería
de aquel tiempo, era la habilidad de destrozar y poner en equilibrio las puntiagudas cimas de los montes, y mantenerlas por medio de cordeles a punto de despeñarlas sobre el agresor en los pasos estrechos y los barrancos, que por donde quiera cruzaban aquel titánico laberinto.
Para completar la organización de su pequeña república, Enriquillo creó un Concejo de capitanes y caciques, que hacía de senado y ayuntamiento a la vez, atendiendo a las municionas necesidades de la errante tribu. Pero el cauteloso caudillo se reservó siempre
el dominio y la autoridad suprema para todos los casos. Comprendía que la unidad en el mando era la condición primera y más precisa, de la seguridad, del buen orden y la defensa común, en aquella vida llena de peligrosos azares.
Por último, adoptó para cierto número de hombres escogidos un equipo marcial que le sirvió de grande auxilio en los combates, e hizo más temible su milicia. Entre las armas y arreos militares que algunos de los alzados caciques habían conseguido sustraer a sus amos,
había dos magníficas cotas de malla, de las que el feliz raptor regaló una a Enriquillo. De aquí vino a éste la idea de hacer fabricar ciertos petos o corazas con cuerdas bien torcidas, de pita, cabuya y majagua, exteriormente barnizadas con bálsamo resinoso; a favor de cuya industria logró hacer impenetrable el golpe de las espadas los cuerpos de los indios, que así protegidos cobraban más arrojo; y algún tiempo después perfeccionó la invención, revistiendo también los brazos y piernas de igual cordaje; con lo cual, después de adquirir la práctica y desenvoltura necesarias, los indios cubiertos del aquel tosco arnés tenían toda la apostura de verdaderos soldados de profesión.
Ya estaban terminados casi todos los reseñados aprestos, cuando Enriquillo tuvo aviso de que Badillo al frente de su hueste iba contra él. Dirigió entonces una breve y expresiva arenga a los soldados; ofreció honrar y recompensar a los valientes, y juró que los cobardes
recibirían ejemplar castigo.
Distribuyó después la gente cubriendo las principales entradas de la sierra con tres fuertes guardias avanzadas, cuyos jefes eran el valeroso Tamayo y otros dos cabos de la confianza del cacique, cada cual provisto de un gran caracol nacarado que se conoce con el nombre de indio de lambío, y que resuena como una enorme bocina. De este instrumento debían servirse mediante ciertos toques de llamamiento y aviso previamente concertados. Romero con setenta hombres debía acudir a donde cargara la mayor fuerza del enemigo, y
Enriquillo con el resto de la gente se mantendría en observación, para caer en el momento oportuno sobre la retaguardia de Badillo.
Tal era la disposición de los combatientes del Bahoruco, cuando llegó la tropa invasora a los primeros estribos de la sierra, y penetró en su desfiladero principal, que era el confiado
al advertido y brioso Tamayo. Éste, que ocupaba con su tropa una eminencia que parecía cortada a pico, y cuyos aguzados cornijales no podía presumirse sino viéndolo que sirvieran de atalaya, arsenal y fortaleza a aquellos seres humanos, aguardó tranquilamente a que la milicia de San Juan llegara a pasar por la hondonada que servía de camino al pie de su escondido adarve, para descargar sobre ella una lluvia de enormes piedras, que no solamente
maltrataron a muchos de los soldados de Badillo, sino que también, obstruyeron la salida del barranco, y pusieron en grande aprieto y confusión a los sorprendidos expedicionarios:
resonó al mismo tiempo el caracol de Tamayo, y respondieron a distancia varios otros, que se trasmitían el aviso de que la función estaba empeñada, y del punto a donde era preciso acudir. Badillo, viendo que en aquel angosto sitio su tropa era diezmada rápidamente por la espesa pedrisca que le caía de las nubes, dio primero la orden de forzar el paso para salir del apuro; más comprendió al punto que el conflicto se agravaba, porque la obstrucción cansada en el desfiladero por las primeras rocas desprendidas de lo alto, sólo permitía pasar de frente a dos hombres, y la lluvia de piedras continuaba entretanto con igual intensidad, aplastando y descalabrando a su gente. El novel Capitán perdió entonces el tino, y atortolado, sin saber qué hacer ni qué decir, ordenó la contramarcha, y corrió como un loco a dirigir la retirada.
Aquí llegó a su colmo la confusión y el desorden: los que se hallaban más expuestos a la pedrea de Tamayo, impacientes por salir del aprieto, atropellaban violentamente a muchos de sus compañeros. Romero apareció en aquel crítico momento por un cerro que flaqueaba el estrecho paso, y cayó denodadamente, lanza y espada en mano, sobre el confuso remolino que
formaban los aturdidos milicianos de San Juan. Algunos de éstos se defendían valerosamente; el combate se empeñó cuerpo a cuerpo, y Badillo se reanimó al observar que habían cesado de caer piedras y el corto número de montañeses que se habían atrevido a acometerle al arma blanca; pero esta satisfacción le duró poco: Tamayo y los suyos se habían descolgado de la altura en pos de sus últimos proyectiles, y con atronadores gritos cargaron también espada en mano a la gente de Badillo, secundando oportunamente al intrépido Romero. A esta sazón los ecos del monte resonaron con los metálicos acentos del cuerno de caza, que acabó de llenar de
asombro a Badillo; el pánico invadió a sus más esforzados hombres de armas. Era Enriquillo que anunciaba su llegada con una tocata marcial, de ritmo, grave y solemne. Sus indios lo aclamaron con entusiasmo, y el nombre del caudillo era cual grito de guerra que infundía nuevo aliento a los ya enardecidos montañeses, y determinó la completa derrota de los invasores.
Tamayo, el ardiente e infatigable Tamayo, acosaba y perseguía a los desbandados fugitivos. El imprudente Badillo, culpable por su jactanciosa negligencia de aquel desastre huyó desolado por una vereda, en pos del montero que le servía de guía. Cada cual se salvaba como podía, y muchos hallaron su fin en los precipicios que circundan el desfiladero.
Los caracoles dieron su ronco aviso nuevamente, intimando a los vencedores la orden de retraerse y suspender la persecución. Había corrido ya mucha sangre, y el magnánimo caudillo quería ahorrar la que quedaba; pero Tamayo estaba lejos, y no oyó, o no quiso oír, la
piadosa señal. Transcurrió más de un cuarto de hora en ociosa espera. Entonces Enriquillo, seguido de buen número de combatientes, resolvió bajar la empinada ladera por donde vio partir como desatada fiera a su teniente, en pos del grueso de los derrotados. Llegó a la falda del monte, y a pocos pasos del sendero, entre unos árboles, percibió al fin a Tamayo con su gente, ocupados todos en una extraña faena.
Formando semicírculo en torno de un gran montón de leña, que obstruía la boca de una cueva en casi toda su altura, Tamayo acababa de aplicar una tea resinosa a las hojas secas acumuladas debajo de los maderos, y la llama comenzaba a levantarse con voracidad, extendiéndose en todos sentidos. Una espesa nube de humo ascendía en vagoroso torbellino y se
esparcía por encima de la hoguera, penetrando la mayor parte en el antro sombrío. Tamayo contemplaba su obra con feroz satisfacción.
—¿Qué haces? –le preguntó con vivacidad Enriquillo.
—Ya lo ves, cacique –respondió el teniente–, sahumar a los que están ahí metidos.
No bien oyó Enrique esta brutal contestación, cuando saltó ágilmente sobre Tamayo, lo arrojó con fuerza hacia un lado, y desbarató en un instante la hoguera, lanzando a gran distancia los maderos que ardían en ella. Sus soldados se apresuran a ayudarlo.
—¡Bárbaro! –exclamó el héroe con indignación–. ¿Es así como cumples mis recomendaciones?
Y volviéndose hacia la humeante boca de la gruta, dijo en alta voz:
—¡Salid de ahí vosotros, los que estáis dentro de esa caverna! No temáis; Enriquillo os asegura la vida.
A estas palabras, los infelices que ya creían ver su sepultura en el lugar que habían escogido como refugio, salieron uno a uno, a tientas, medio ciegos y casi asfixiados por el humo.
Enriquillo los contó: eran setenta y dos de los guerreros de Badillo.
—Idos en paz a la Maguana –les dijo–; o a donde mejor os pareciere; y decid a los tiranos que yo y mis indios sabemos defender nuestra libertad; mas no somos verdugos ni malvados. Y tú, Martín Alfaro –dijo volviéndose a un indio de gentil aspecto que estaba a su lado–; toma esa escolta y acompaña estos hombres al llano, hasta dejarlos en seguridad. Me respondes de ellos con tu vida.
Los vencidos, y tan a punto salvados de la muerte, juntaron las manos en acción de gracias, y bendijeron a porfía el nombre de su salvador. Uno de ellos se llegó al magnánimo caudillo, le tocó la diestra, y se la besó con muestras de viva emoción: después le dijo estas palabras:
—Escuchadme, señor Enriquillo: en mi tribulación ofrecí a Dios consagrarle el resto de mi vida, si me salvaba de este trance. Cumpliré mi promesa, y me obligo a orar todos los días por vuestro bien.
tropa. Valenzuela llegó al anochecer, y después de apaciguar su hambre con lo poco que encontró, y curar más formalmente su rota cabeza, rendido de fatiga, durmió hasta la mañana, bien entrado el día.
Procura a cualquier precio una cabalgadura para seguir su viaje, y no la encontró. Doliente y débil, no sabía qué partido tomar, sintiéndose incapaz de andar una legua siquiera. Su perplejidad duraba aún, cuando un estanciero de la Maguana, que era también de los derrotados de la víspera, se le presentó montado en Azucena, y le entregó un papel en nombre de Enriquillo.
—Fui hecho prisionero: me encontraron extraviado ayer tarde, y esta mañana me devolvió el cacique la libertad con este cargo–. Tal fue la explicación verbal que dio el inesperado mensajero.
Valenzuela leyó el papel, que contenía estas líneas:
“Pesóme mucho, señor Andrés, del desafuero cometido por Tamayo; pero los consejos que me dice os dio, téngolos por buenos; y ojalá Dios os tocara el corazón y los siguierais. Guardad la yegua en memoria mía, y de vuestro buen padre: ya puedo ofrecérosla, pues que dejé de ser quien era, y recobré mi natural libertad. Si cumplís vuestra palabra a Doña Elvira, sea ese mi presente de bodas, y os traiga dicha. Entregad, los negros bienes de Mencía a Don Diego Velázquez en nombre nuestro. Es el pago de mi deuda por sus cuidados. Os envía salud, Enrique”.
Permaneció silencioso y triste Valenzuela después de la lectura de esa singular misiva. La guardó después cuidadosamente en su seno, hizo descansar media hora la yegua, y partió en ella para la Maguana.
La noticia del descalabro sufrido en el Bahoruco por la tropa de San Juan cundió rápidamente por todas partes, y fue el pasmo de cuantos la oyeron. –”Enriquillo es alzado”. ”Los indios han
derrotado a los castellanos en el Bahoruco”; éstas fueron las nuevas que circularon de boca en boca, comentadas, aumentadas y desfiguradas por cada cual; que las imaginaciones ociosas aprovechaban aquel pasto con avidez. Badillo se figuró que le llegaba una magnífica ocasión de cubrirse de gloria a poca costa: apellidó a las armas toda la gente capaz de llevarlas en la Maguana; pidió auxilio a Azua, y reunió en poco más de una semana doscientos cincuenta hombres bien armados y equipados. ¿Cómo suponer que los rebeldes del Bahoruco pudieran resistir a aquella formidable cohorte? El teniente Gobernador, lleno de bélicas ilusiones, marchó con sus fuerzas en buena ordenanza militar, sin embarazarle otra cosa que la elección del castigo que había de aplicar a Enriquillo y sus alzados indios de la sierra.
Pero éstos veían engrosar sus filas prodigiosamente. Al ruido de la primera victoria, los tímidos cobraron valor, y día por día llegaban al Bahoruco bandadas de indios que iban, en busca de su libertad, a compartir los trabajos y peligros de Enriquillo y sus súbditos. Uno de los primeros que acudieron fue un pariente del cacique, conocido con el nombre de Romero. Era más joven aun
que Enriquillo; pero no le cedía ni en valor, ni en prudencia para el mando. Pronto dio pruebas de ello, como de su modestia y subordinación a las órdenes del superior caudillo.
Como si éste no hubiera hecho en todo su vida sino ejercitarse en aquella guerra, a medida que le llegaban refuerzos los iba organizando con acierto y previsión admirables. A primera vista parecía adivinar la aptitud especial de cada uno, y le daba el adecuado destino. Creó desde entonces un cuerpo de espías y vigilantes de los que jamás funcionaba uno sólo, sino por lo regular iban a sus comisiones de dos en dos y a veces más, cuidándose el sueño y la fidelidad respectivamente. Con los más ágiles y fuertes formó una tropa ligera,
que diariamente y por muchas horas seguidas se ejercitaba en trepar a los picos y alturas que se juzgaban inaccesibles a plantas humanas; en saltar de breña en breña con la agilidad del gamo; en subir y bajar como serpientes por los delgados bejucos que pendían de las eminencias verticales, y en todas aquellas operaciones que podían asegurar a los rebeldes del Bahoruco el dominio de aquella fragosa comarca.
El manejo de la lanza, la espada, la honda y la ballesta ocupaba también gran parte del tiempo a los libres del Bahoruco. Algunos arcabuces quedaron en poder de Enriquillo cuando venció por primera vez a sus enemigos; pero por suma escasez de pólvora sólo se usaba en alguna rara ocasión, como señal, su estampido en las montañas. En cambio, más formidable que la artillería
de aquel tiempo, era la habilidad de destrozar y poner en equilibrio las puntiagudas cimas de los montes, y mantenerlas por medio de cordeles a punto de despeñarlas sobre el agresor en los pasos estrechos y los barrancos, que por donde quiera cruzaban aquel titánico laberinto.
Para completar la organización de su pequeña república, Enriquillo creó un Concejo de capitanes y caciques, que hacía de senado y ayuntamiento a la vez, atendiendo a las municionas necesidades de la errante tribu. Pero el cauteloso caudillo se reservó siempre
el dominio y la autoridad suprema para todos los casos. Comprendía que la unidad en el mando era la condición primera y más precisa, de la seguridad, del buen orden y la defensa común, en aquella vida llena de peligrosos azares.
Por último, adoptó para cierto número de hombres escogidos un equipo marcial que le sirvió de grande auxilio en los combates, e hizo más temible su milicia. Entre las armas y arreos militares que algunos de los alzados caciques habían conseguido sustraer a sus amos,
había dos magníficas cotas de malla, de las que el feliz raptor regaló una a Enriquillo. De aquí vino a éste la idea de hacer fabricar ciertos petos o corazas con cuerdas bien torcidas, de pita, cabuya y majagua, exteriormente barnizadas con bálsamo resinoso; a favor de cuya industria logró hacer impenetrable el golpe de las espadas los cuerpos de los indios, que así protegidos cobraban más arrojo; y algún tiempo después perfeccionó la invención, revistiendo también los brazos y piernas de igual cordaje; con lo cual, después de adquirir la práctica y desenvoltura necesarias, los indios cubiertos del aquel tosco arnés tenían toda la apostura de verdaderos soldados de profesión.
Ya estaban terminados casi todos los reseñados aprestos, cuando Enriquillo tuvo aviso de que Badillo al frente de su hueste iba contra él. Dirigió entonces una breve y expresiva arenga a los soldados; ofreció honrar y recompensar a los valientes, y juró que los cobardes
recibirían ejemplar castigo.
Distribuyó después la gente cubriendo las principales entradas de la sierra con tres fuertes guardias avanzadas, cuyos jefes eran el valeroso Tamayo y otros dos cabos de la confianza del cacique, cada cual provisto de un gran caracol nacarado que se conoce con el nombre de indio de lambío, y que resuena como una enorme bocina. De este instrumento debían servirse mediante ciertos toques de llamamiento y aviso previamente concertados. Romero con setenta hombres debía acudir a donde cargara la mayor fuerza del enemigo, y
Enriquillo con el resto de la gente se mantendría en observación, para caer en el momento oportuno sobre la retaguardia de Badillo.
Tal era la disposición de los combatientes del Bahoruco, cuando llegó la tropa invasora a los primeros estribos de la sierra, y penetró en su desfiladero principal, que era el confiado
al advertido y brioso Tamayo. Éste, que ocupaba con su tropa una eminencia que parecía cortada a pico, y cuyos aguzados cornijales no podía presumirse sino viéndolo que sirvieran de atalaya, arsenal y fortaleza a aquellos seres humanos, aguardó tranquilamente a que la milicia de San Juan llegara a pasar por la hondonada que servía de camino al pie de su escondido adarve, para descargar sobre ella una lluvia de enormes piedras, que no solamente
maltrataron a muchos de los soldados de Badillo, sino que también, obstruyeron la salida del barranco, y pusieron en grande aprieto y confusión a los sorprendidos expedicionarios:
resonó al mismo tiempo el caracol de Tamayo, y respondieron a distancia varios otros, que se trasmitían el aviso de que la función estaba empeñada, y del punto a donde era preciso acudir. Badillo, viendo que en aquel angosto sitio su tropa era diezmada rápidamente por la espesa pedrisca que le caía de las nubes, dio primero la orden de forzar el paso para salir del apuro; más comprendió al punto que el conflicto se agravaba, porque la obstrucción cansada en el desfiladero por las primeras rocas desprendidas de lo alto, sólo permitía pasar de frente a dos hombres, y la lluvia de piedras continuaba entretanto con igual intensidad, aplastando y descalabrando a su gente. El novel Capitán perdió entonces el tino, y atortolado, sin saber qué hacer ni qué decir, ordenó la contramarcha, y corrió como un loco a dirigir la retirada.
Aquí llegó a su colmo la confusión y el desorden: los que se hallaban más expuestos a la pedrea de Tamayo, impacientes por salir del aprieto, atropellaban violentamente a muchos de sus compañeros. Romero apareció en aquel crítico momento por un cerro que flaqueaba el estrecho paso, y cayó denodadamente, lanza y espada en mano, sobre el confuso remolino que
formaban los aturdidos milicianos de San Juan. Algunos de éstos se defendían valerosamente; el combate se empeñó cuerpo a cuerpo, y Badillo se reanimó al observar que habían cesado de caer piedras y el corto número de montañeses que se habían atrevido a acometerle al arma blanca; pero esta satisfacción le duró poco: Tamayo y los suyos se habían descolgado de la altura en pos de sus últimos proyectiles, y con atronadores gritos cargaron también espada en mano a la gente de Badillo, secundando oportunamente al intrépido Romero. A esta sazón los ecos del monte resonaron con los metálicos acentos del cuerno de caza, que acabó de llenar de
asombro a Badillo; el pánico invadió a sus más esforzados hombres de armas. Era Enriquillo que anunciaba su llegada con una tocata marcial, de ritmo, grave y solemne. Sus indios lo aclamaron con entusiasmo, y el nombre del caudillo era cual grito de guerra que infundía nuevo aliento a los ya enardecidos montañeses, y determinó la completa derrota de los invasores.
Tamayo, el ardiente e infatigable Tamayo, acosaba y perseguía a los desbandados fugitivos. El imprudente Badillo, culpable por su jactanciosa negligencia de aquel desastre huyó desolado por una vereda, en pos del montero que le servía de guía. Cada cual se salvaba como podía, y muchos hallaron su fin en los precipicios que circundan el desfiladero.
Los caracoles dieron su ronco aviso nuevamente, intimando a los vencedores la orden de retraerse y suspender la persecución. Había corrido ya mucha sangre, y el magnánimo caudillo quería ahorrar la que quedaba; pero Tamayo estaba lejos, y no oyó, o no quiso oír, la
piadosa señal. Transcurrió más de un cuarto de hora en ociosa espera. Entonces Enriquillo, seguido de buen número de combatientes, resolvió bajar la empinada ladera por donde vio partir como desatada fiera a su teniente, en pos del grueso de los derrotados. Llegó a la falda del monte, y a pocos pasos del sendero, entre unos árboles, percibió al fin a Tamayo con su gente, ocupados todos en una extraña faena.
Formando semicírculo en torno de un gran montón de leña, que obstruía la boca de una cueva en casi toda su altura, Tamayo acababa de aplicar una tea resinosa a las hojas secas acumuladas debajo de los maderos, y la llama comenzaba a levantarse con voracidad, extendiéndose en todos sentidos. Una espesa nube de humo ascendía en vagoroso torbellino y se
esparcía por encima de la hoguera, penetrando la mayor parte en el antro sombrío. Tamayo contemplaba su obra con feroz satisfacción.
—¿Qué haces? –le preguntó con vivacidad Enriquillo.
—Ya lo ves, cacique –respondió el teniente–, sahumar a los que están ahí metidos.
No bien oyó Enrique esta brutal contestación, cuando saltó ágilmente sobre Tamayo, lo arrojó con fuerza hacia un lado, y desbarató en un instante la hoguera, lanzando a gran distancia los maderos que ardían en ella. Sus soldados se apresuran a ayudarlo.
—¡Bárbaro! –exclamó el héroe con indignación–. ¿Es así como cumples mis recomendaciones?
Y volviéndose hacia la humeante boca de la gruta, dijo en alta voz:
—¡Salid de ahí vosotros, los que estáis dentro de esa caverna! No temáis; Enriquillo os asegura la vida.
A estas palabras, los infelices que ya creían ver su sepultura en el lugar que habían escogido como refugio, salieron uno a uno, a tientas, medio ciegos y casi asfixiados por el humo.
Enriquillo los contó: eran setenta y dos de los guerreros de Badillo.
—Idos en paz a la Maguana –les dijo–; o a donde mejor os pareciere; y decid a los tiranos que yo y mis indios sabemos defender nuestra libertad; mas no somos verdugos ni malvados. Y tú, Martín Alfaro –dijo volviéndose a un indio de gentil aspecto que estaba a su lado–; toma esa escolta y acompaña estos hombres al llano, hasta dejarlos en seguridad. Me respondes de ellos con tu vida.
Los vencidos, y tan a punto salvados de la muerte, juntaron las manos en acción de gracias, y bendijeron a porfía el nombre de su salvador. Uno de ellos se llegó al magnánimo caudillo, le tocó la diestra, y se la besó con muestras de viva emoción: después le dijo estas palabras:
—Escuchadme, señor Enriquillo: en mi tribulación ofrecí a Dios consagrarle el resto de mi vida, si me salvaba de este trance. Cumpliré mi promesa, y me obligo a orar todos los días por vuestro bien.