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43. El dedo de Dios by Manuel de Jess Galvn Lyrics

Genre: misc | Year: 1882

Otras disposiciones complementarias dictó Enriquillo durante la noche, que todas hubieran bastado a justificar la ciega confianza con que le obedecían sus compañeros, acreditándose como prudente y experto Capitán, si esa confianza instintiva necesitara de justificación. Los perros de presa, conducidos por los caciques conocidos de ellos, fueron a reforzar la guardia de
Vasa, y entre ésta y el campamento cruzaban de continuo mensajeros y vigilantes, que tenían al corriente a Enriquillo de cuanto llegaba a noticia de los exploradores. De este modo se supo con certeza hacia la madrugada, que la tropa de San Juan había pernoctado en Careybana, de donde emprendería la marcha a la Sierra desde el amanecer. De Careybana al campamento de los alzados la distancia era casi igual, por tres distintos caminos; ¿cuál de ellos sería el preferido por los agresores? Contra las emergencias de esta duda, el prudente caudillo no podía hacer más que mantener el mismo campamento a cubierto de la acometida del enemigo; aunque siempre tuvo por más probable que éste penetrara en la sierra por el sendero que guarnecía Vasa, por ser el más accesible; previsión que se justificó muy pronto.

Era cerca del mediodía cuando los correos llegaron al campamento avisando que la tropa entraba resueltamente en el desfiladero principal. Enriquillo dirigió entonces la palabra a sus compañeros, los exhortó a pelear con denuedo por su libertad, y tomando consigo la corta hueste de caciques y hombres escogidos para combatir bajo su dirección personal, acudió presuroso al socorro de Vasa.

A tiempo que bajaba la cuesta del riachuelo este refuerzo, se oyeron lejanos ladridos: eran los perros de Luis de la Laguna que daban aviso de que el enemigo asomaba. Resonaron poco después varias detonaciones de arcabuz, y no bien llegó Enriquillo a la opuesta ladera, tuvo el dolor de percibir la mayor parte de los indios de la avanzada, que en desorden y llenos de terror huían como tímidos rebaños. Detúvolos con la voz y con el gesto, les afeó su cobardía, y preguntó por el paradero de Vasa, sin conseguir saberlo. Prosiguió entonces a carrera abierta, y a poco encontró al valiente cacique postrado en tierra y herido en una pierna: le acompañaba Luis de la Laguna, que seguido de sus tres enormes dogos, le ayudó a llegar hasta allí, y le exhortaba a continuar la retirada.

Forma el desfiladero en aquel punto un brusco recodo, más allá del cual se oían las voces de los enemigos animándose a subir por la rápida pendiente, en persecución de los indios, que con tanta facilidad desalojaban la fuerte posición.

De una ojeada vio Enriquillo el partido que podía sacar de aquella estrechura: rápidamente distribuyó su escasa fuerza a derecha e izquierda, dominando el paso, y él se colocó a la salida del recodo, con cinco hombres, armados de lanza y espada.

Un instante después se presentaron Valenzuela y Mojica, a la cabeza de su tropa, toda a pie, pues hubiera sido imposible maniobrar a caballo en aquella escabrosa altura. Los dos hidalgos subían envalentonados con el fácil éxito de su primera acometida, y creyendo que no osarían los indios volver a resistirles. ¿Dónde está ese perro? ¿Dónde está Enriquillo?, vociferaban sin cesar.

En aquel momento apareció ante su vista, no el perro, no el triste siervo que ellos acostumbraban despreciar como a vil escoria, sino Enriquillo, transfigurado, imponente, altivo, terrible. El valor indómito, la resolución inflexible, la fiereza implacable fulguraban en sus ojos, en su aspecto, en toda su actitud; y al ver aquella intrépida y formidable figura, que con temerario arrojo se adelantaba hacia ellos sin precaución alguna, como si se creyera invulnerable, los dos hidalgos sintieron desfallecer súbitamente sus bríos, enmudecieron
espantados y dieron dos pasos atrás.

—¡Aquí está el que buscáis! –exclamó Enriquillo con voz de trueno–. ¡Aquí está el señor de estas montañas, que vivirá y morirá libre de odiosos tiranos!

Y viendo que la tropa enemiga se agrupaba en torno de los dos suspensos hidalgos, se volvió a los suyos, y con vibrante acento les gritó:

—¡A ellos, amigos míos!
Entonces aquellos hombres, imitando el ejemplo de Enriquillo, se precipitaron como despeñado torrente sobre el desordenado grupo, con tal ímpetu, que algunos rodaron por la ladera asidos del enemigo a quien habían atravesado el cuerpo con su lanza. Enriquillo se arrojó como un león en demanda del aborrecido Pedro de Mojica, que en vano procuraba esquivar el encuentro: el cacique, con irresistible coraje, rompía, deshacía cual si fueran frágiles cañas, los hombres de armas que se interponían, y logró inferir al cobarde tirano una profunda herida en el rostro con la punta de su espada; no habiendo podido alcanzarle de lleno por la dificultad del sitio y la celeridad con que huyó el despavorido Mojica, revuelto con otros soldados, que iban dando tumbos y caídas por el tortuoso
desfiladero abajo.

Al seguirle Valenzuela, Tamayo le descargó un recio golpe con el cuento de su rota lanza, que le abrió la cabeza, haciéndole caer en tierra. Iba a rematarlo allí mismo; pero el generoso Enriquillo sintió despertarse sus sentimientos benignos al ver en tal extremidad al hijo del que fue su bienhechor, y adelantándose vivamente, contuvo el brazo del terrible Tamayo.

—No lo mates –le dijo–. Acuérdate de Don Francisco de Valenzuela.

—Eres un mandria, Enriquillo –contestó el iracundo indio–. A cada cual lo que merece; Don Francisco en el cielo, y este pícaro que se vaya al infierno.

—No, Tamayo: hoy pago mi deuda a aquella buena alma.

Y alzando Enrique del suelo al estropeado y confuso Valenzuela, examinó su herida, vio que no era de cuidado, y le dijo estas sencillas palabras:

—Agradeced, Valenzuela, que no os mato: idos, y no volváis más acá.

Tamayo golpeó con la planta en tierra enfurecido: luego, como si le hubiera ocurrido una idea repentina, se dio una palmada en la frente; y viendo a Enriquillo ocupado en dirigir la traslación de Vasa al campamento, el voluntarioso teniente se quedó rezagado, hasta que perdió de vista al magnánimo caudillo: entonces tomó consigo seis o siete compañeros, y emprendió a escape la bajada del desfiladero, llegando al pie de la montaña a tiempo que Mojica, desarmado, sin sombrero y con la faz ensangrentada, sostenido por dos hombres montaba en su caballo, y partía a todo correr. Tamayo articuló una imprecación semejante a un rugido, al pensar que se le escapaba aquel hombre justamente execrado: más como acertara a ver cerca de allí cinco o seis corceles que con las sillas puestas y el freno pendiente del arzón, aún no habían sido recobrados por sus dueños, extraviados o muertos en la montaña, se lanzó rápidamente sobre una de dichas bestias, la más próxima que halló al acaso, y partió a carrera tendida en persecución de Mojica. El animal, estimulado por su jinete, devoraba la distancia con tal velocidad, que Tamayo,
saliendo de su loca preocupación, adquirió la certeza de dar alcance al fugitivo; y prendado de la excelencia de su cabalgadura, miró a su ondulante crin más fijamente, y reconoció con júbilo
que era Azucena, la yegua tan indignamente usurpada por Valenzuela a Enriquillo.

Por su parte Mojica, que había podido reconocer a su perseguidor, pretendió ganar distancia hundiendo las espuelas hasta los botones en los hijares de su caballo; pero este no podía competir con la veloz Azucena, y el hidalgo, que medio muerto de terror veía reducirse a cada instante el espacio que lo separaba de Tamayo, vencido por su miedo antes que por la fortuna, acordó parar súbitamente su carrera y entregarse a discreción, esperando hallar piedad en su contrario.

—Tamayo –le dijo con voz suplicante–, ¿qué quieres de mí? Aquí me tienes: ayúdame a salir de este paso, y te daré lo que me pidas.

Tamayo detenía en aquel momento su yegua, cubierta de espuma y azorada, al lado de Mojica, a quien asió de un brazo diciéndole con feroz sonrisa:

—¡Ya eres mío, hombre maldito, hijo del diablo! ¿Qué hablas de darme nada? Tu vida es lo que quiero, y no te la dejaría por todo el oro que has robado en este mundo.
Y amenazándolo con su puñal le ordenó que desmontara del caballo.

Obedeció Mojica temblando, y repitiendo con balbuciente labio sus súplicas, mezcladas con ofertas y deprecaciones a la Virgen y a todos los santos. El inflexible Tamayo, quitándole
el cinto de la espada (la cual había perdido en su fuga a pie), le ató con el muy bien las manos, y aguardó a sus compañeros que veía venir a lo lejos, unos a pie y otros a caballo.

A medida que éstos iban llegando, el despavorido Mojica volvía a sus lamentaciones y ruegos, pidiéndoles compasión.

—¡Muchachos, no me matéis, queriditos míos! –les decía. Yo seré vuestro mejor amigo; yo haré que os perdonen y os dejen en libertad. Yo os daré lo que tengo; perdonadme la vida, ¡por Jesucristo, por la Virgen Santísima, por San Francisco!

—¿El mamarracho de La Higuera, eh? –le respondió Tamayo, a quien Enrique había informado de este chiste impío del hidalgo, en la audiencia del cabildo de San Juan–. No tengas cuidado; ya vas a pagar tu herejía: el Santo te ha puesto en mis manos.

Y ahorrando más razones, cortó la jáquima al más próximo caballo; hizo brevemente un lazo corredizo, y rodeó con él la garganta de Mojica.

—¡Reza! –le dijo.

—¿Qué rezo? –preguntó el sin ventura, fuera de juicio.

—Lo que te dé la gana. Sujetadle bien –agregó Tamayo dirigiéndose a los suyos.

—¡No sé rezar! –exclamó el hidalgo, pensando tal vez que esta ignorancia le salvaría.

—¡Pues peor para ti! –contestó fieramente Tamayo–. ¡Anda a los infiernos!

Al decir estas palabras, apretó la cuerda sin piedad, ayudándose con pies y manos. Mojica cerró los ojos; luego los abrió desmesuradamente; todo su rostro se puso cárdeno; la sangre que manaba de su herida se contuvo al cabo, y una convulsión postrimera recorrió todo su cuerpo. Entonces lo colgaron del árbol más inmediato.

Después de estarle observando por buen espacio de tiempo, al ver su lívida faz, sus miembros inmóviles y rígidos, Tamayo dijo con fría indiferencia:
—Está muerto, y bien muerto. Es el mayor malvado que había en la Maguana. ¡Dios me perdone! Ahora vuelvo a creer en Él y en su justicia.

Luego, acariciando el gracioso cuello de Azucena, montó en ella, y seguido de su gente partió para su campamento.

—Esta es otra prueba –decía reanudando su monólogo–. ¡Qué contento va a ponerse Enriquillo con recobrar su linda yegua!

Al terminar este concepto, divisó a un hombre que cabizbajo, y con paso vacilante venía de la sierra. Trató de ocultarse en el bosque cuando vio el grupo de jinetes; pero ya era tarde. Fue detenido, y Tamayo reconoció en aquel triste derrotado, que traía los vestidos llenos de sangre y la cabeza envuelta en tosco vendaje, al soberbio tirano Andrés
de Valenzuela.

Este lo miró con abatimiento, y en actitud resignada le dijo:

—¿Qué quieres de mí?

—Eso mismo me preguntó hace un rato tu compadre Mojica –le respondió con dureza Tamayo–, y acabo de decírselo, muy bien dicho. De ti, en verdad, no sé lo que quiero. Me figuro que San Francisco te ha puesto también en mis manos…; pero Enriquillo te ha concedido su perdón…

Tamayo hablaba como un hombre indeciso, y en verdad, tenía terribles ganas de acabar con Valenzuela como lo había hecho con Mojica; pero no se atrevía a ir tan lejos contra la voluntad de su caudillo.

De súbito volvió riendas a su cabalgadura, y dijo a Valenzuela:

—Sígueme: no quiero de ti gran cosa.

Caminaron hasta el lugar en que estaba colgado Mojica, a quien Valenzuela no pudo reconocer al pronto en aquel oscilante cadáver.

—Mira a tu amigo, el compañero de todas tus maldades –le dijo Tamayo con voz parecida al vibrante silbo del huracán, y señalando al muerto–. Enriquillo valía mil veces más que tú, pues te perdona; y yo que no valgo tanto, te perdono también por él; pero óyeme bien, Valenzuela. No sigas siendo malo; no aflijas a los infelices, no deshonres a las pobres mujeres: procura ser buen cristiano, como lo era tu padre; o te juro acabar contigo donde quiera que te halle; y ahora, vete, ¡vete! –agregó con vehemencia– ¡no vuelvas nunca por aquí!

Valenzuela, confundido, aterrado, más muerto que vivo, oyó la increpación de Tamayo como un fúnebre aviso del cielo, y prosiguió su camino pudiendo mover apenas la atónita planta.