42. Libertad by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Las majestuosas montañas del Bahoruco se presentaron a las ávidas miradas de los infelices que iban a buscar en ellas su refugio, al caer la tarde que siguió a su nocturna emigración de la Maguana. Viendo en lontananza aquella ondulante aglomeración de líneas curvas que en diversas gradaciones limitaban el horizonte al oeste, destacándose sobre el puro azul del éter. Vasa, uno de los caciques indios de la escolta, detuvo su caballo, señaló con la diestra extendida la alta sierra, y pronunció con recogimiento estas solemnes palabras: ¡Allí está la libertad! Los demás indios oyeron esta expresiva exclamación conmovidos, algunos la repitieron maquinalmente, contemplando las alturas con lágrimas de alegría. Entonces Enriquillo les habló en estos términos:
—¡Sí, amigos míos; allí está la libertad, allí la existencia del hombre, tan distinta de la del siervo! Allí el deber de defender esforzadamente esa existencia y esa libertad; dones que hemos de agradecer siempre al Señor Dios Omnipotente, como buenos cristianos.
Esa corta alocución del cacique fue escuchada con religioso respeto por todos. El instinto natural y social obraba en los ánimos, haciéndoles comprender que su más perentoria necesidad era obedecer a un caudillo; que ese caudillo debía ser Enrique Guarocuya, por derecho de nacimiento y por los títulos de una superioridad moral e intelectual que no podían desconocerse. Vasa y los demás caciques de la escolta eran precisamente los más idóneos, por su valor e inteligencia, para apropiarse la jefatura y la representación de los demás indios. Enriquillo fue aclamado allí mismo por ellos como caudillo soberano, sin otra formalidad o ceremonia previa que el juramento de obedecerle en todo, según lo propuso el viejo Antrabagures.
Casi al anochecer comenzaron a subir por un escabroso desfiladero, que se abría paso por entre derriscos perpendiculares y oscuros abismos. En aquella hora el sitio era lúgubre y horroroso. Mencía sintió crisparse sus cabellos por efecto del pánico que helaba su sangre, al oír resbalar por la pendiente sombría las piedras que se desprendían al paso de los conductores de su litera; pero Enriquillo, que se había desmontado del caballo confiándolo a un joven servidor, seguía a pie a corta distancia de su esposa, que al verle llegarse a ella ágil y con planta segura en los pasos más difíciles, recobraba la serenidad, y acabó por familiarizarse
con el peligro.
Pararon al fin en una angosta sabaneta, donde había dos o tres chozas de monteros; y allí se dispuso lo necesario para pasar la noche. Hízose lumbre, se aderezaron camas para Mencía y Anica, con las mantas de lana y algodón de que llevaban buena copia, y los demás se instalaron como mejor pudieron, después de cenar de lo que llevaban a prevención. Hicieron todos devotamente sus oraciones, y se entregaron al descanso.
Al amanecer, la caravana siguió viaje al interior de las montañas. Antes del mediodía llegó a las orillas de un riachuelo, que serpenteaba entre enormes piedras: lo vadearon, subieron todavía una empinada cuesta, y se hallaron en un lindo y feraz vallecito, circundado de palmeras y otros grandes árboles. Desde allí se descubría un vasto y gracioso panorama de montes y laderas, matizadas a espacios con verdes y lozanos cultivos. Aquel fue el sito de la
elección de Enriquillo para hacer su primer caserío o campamento estable, y así lo declaró a sus subordinados; comunicándoles al mismo tiempo que su plan consistía en multiplicar sus sementeras y habitaciones en todos los sitios inaccesibles y de favorables circunstancias, que fueran encontrando en la extensa sierra; a fin de tener asegurado el sustento, y cuando
no pudieran sostenerse en un punto, pasar a otro donde nada les hiciese falta.
Todos aplaudieron la prudente disposición, y se pusieron a trabajar con ardor para cumplirla. Una cabaña espaciosa y bastante cómoda quedó construida aquel mismo día, para el
cacique soberano y su esposa; otras varias de muy buen parecer la rodearon en seguida, y las cuadrillas de labradores, bien repartidas, comenzaron desde luego a trabajar en los conucos,
desmontando y cerrando terrenos los unos; limpiándolos y sembrando diversos cereales los otros. El tiempo era magnífico, y favorecía admirablemente a estas faenas.
Por la noche, el cacique congregó ante la puerta de su habitación a todos los circunstantes, y rezó el rosario de la Virgen; costumbre que desde entonces quedó rigurosamente establecida, y a que jamás permitió Enriquillo que nadie faltara nunca.140 Los dos días siguientes
se emplearon de igual manera en organizar el género de vida, las ocupaciones y policía de aquella colonia dócil y activa. Después comenzaron a afluir indios fugitivos de diferentes procedencias: primero los que de antemano estaban errantes por las montañas; más tarde los que seguían desde la Maguana a sus caciques, según la consigna que oportunamente recibieran. Por último, iban acudiendo los que en distintas localidades del sur y el oeste de la isla recibían de Enriquillo mismo o de sus compañeros aviso o requerimiento especial de irse al Bahoruco a vivir en libertad.
Al tercer día ya pudo contar Enrique hasta un centenar de indios de todas edades y de ambos sexos en su colonia; de ellos once que llevaban título de caciques, y veinte y siete hombres aptos para los trabajos de la guerra, armados de lanzas y espadas los primeros; de puñales, hachas y otras armas menos ofensivas los demás. Algunos tenían ballestas que aun no sabían manejar; otros un simple chuzo, y no faltaban gruesas espinas de pescado en la punta de un palo, a guisa de lanza.
Este era el número y equipo bélico de la primera gente de armas de Enriquillo, cuando llegó Tamayo al campamento seguido de Galindo y los demás expedicionarios que habían forzado la cárcel de San Juan, recogiendo y trayéndose de paso media docena de mosquetes y otras armas. Enrique reprobó mucho el incendio que sirvió para preparar la fechoría, medio que no había entrado en sus miras. Tamayo se disculpó como pudo, y, abonado por el éxito incruento y por la presencia de Galindo, a quien Enrique abrazó con efusión, quedó por bueno, válido y digno de aplauso todo lo que el bravo teniente había hecho.
Pero era de presumirse que el escándalo producido por aquellos actos precipitaría la persecución de parte de las autoridades de la Maguana, facilitando el pronto descubrimiento de las huellas de los fugitivos. Así lo pensó Enriquillo, y se preparó al efecto.
Sus exploradores recibieron orden de estar muy apercibidos y dar oportuno aviso de cuanto observaran en las poblaciones inmediatas a la sierra; precaución que resultó superflua, pues en la tarde del cuarto día llegaron Luis de la Laguna y los dos caciques sus
compañeros, con la trabilla de perros de presa, dando la noticia de que Andrés de Valenzuela y Mojica habían debido salir de San Juan aquel mismo día, al frente de una banda de caballeros y peones, con ánimo de perseguir a Enriquillo y a los demás indios alzados que lo acompañaban.
No perdió tiempo Enriquillo al saber que se movían contra él sus enemigos, y fue al punto a establecer una línea de observación al pie de los montes, con los exploradores y centinelas convenientemente distribuidos, y una para estar a cubierto de cualquier sorpresa. Vasa fue el jefe escogido por Enrique para mandar esa fuerza avanzada.
Tomada esta precaución, Enriquillo volvió al campamento, y todo lo dispuso con gran sosiego y serenidad de ánimo para hacer frente al peligro. Distribuyó su gente en dos grupos y conservó a sus inmediatas órdenes quince hombres, los más de ellos caciques, a los cuales exhortó uno por uno a cumplir bien su deber.
Los viejos caciques Incaqueca y Antrabagures, prácticos en el arte de curar, provistos de bálsamos y yerbas, permanecieron en un sitio determinado, guardando las mujeres y los individuos inermes; sitio donde habían de ser llevados los heridos a fin de que sean
auxiliados debidamente. Los demás indios aptos para combatir, formaron una hueste bajo el mando de Tamayo y Matayco, a quienes Enriquillo dio instrucciones claras y sencillas para obrar juntos o separados, según se presenten las circunstancias. Galindo, no sano aún de su herida, fue obligado a quedarse con los caciques curanderos.
Ya terminados los preparativos de todo género, y atendidas las exigencias más minuciosas de aquella situación, Enriquillo, después de probar en una breve esgrima con Tamayo si sus manos conservaban la antigua destreza, y satisfecho de la prueba, hizo que los caciques primero, y por turno los demás guerreros improvisados, se ejercitaran igualmente ensayando su fuerza y agilidad en el uso de sus respectivas armas. La noche puso fin a estos ejercicios, y el inteligente y previsor caudillo no quedó descontento de la marcial disposición que había manifestado su gente.
—¡Sí, amigos míos; allí está la libertad, allí la existencia del hombre, tan distinta de la del siervo! Allí el deber de defender esforzadamente esa existencia y esa libertad; dones que hemos de agradecer siempre al Señor Dios Omnipotente, como buenos cristianos.
Esa corta alocución del cacique fue escuchada con religioso respeto por todos. El instinto natural y social obraba en los ánimos, haciéndoles comprender que su más perentoria necesidad era obedecer a un caudillo; que ese caudillo debía ser Enrique Guarocuya, por derecho de nacimiento y por los títulos de una superioridad moral e intelectual que no podían desconocerse. Vasa y los demás caciques de la escolta eran precisamente los más idóneos, por su valor e inteligencia, para apropiarse la jefatura y la representación de los demás indios. Enriquillo fue aclamado allí mismo por ellos como caudillo soberano, sin otra formalidad o ceremonia previa que el juramento de obedecerle en todo, según lo propuso el viejo Antrabagures.
Casi al anochecer comenzaron a subir por un escabroso desfiladero, que se abría paso por entre derriscos perpendiculares y oscuros abismos. En aquella hora el sitio era lúgubre y horroroso. Mencía sintió crisparse sus cabellos por efecto del pánico que helaba su sangre, al oír resbalar por la pendiente sombría las piedras que se desprendían al paso de los conductores de su litera; pero Enriquillo, que se había desmontado del caballo confiándolo a un joven servidor, seguía a pie a corta distancia de su esposa, que al verle llegarse a ella ágil y con planta segura en los pasos más difíciles, recobraba la serenidad, y acabó por familiarizarse
con el peligro.
Pararon al fin en una angosta sabaneta, donde había dos o tres chozas de monteros; y allí se dispuso lo necesario para pasar la noche. Hízose lumbre, se aderezaron camas para Mencía y Anica, con las mantas de lana y algodón de que llevaban buena copia, y los demás se instalaron como mejor pudieron, después de cenar de lo que llevaban a prevención. Hicieron todos devotamente sus oraciones, y se entregaron al descanso.
Al amanecer, la caravana siguió viaje al interior de las montañas. Antes del mediodía llegó a las orillas de un riachuelo, que serpenteaba entre enormes piedras: lo vadearon, subieron todavía una empinada cuesta, y se hallaron en un lindo y feraz vallecito, circundado de palmeras y otros grandes árboles. Desde allí se descubría un vasto y gracioso panorama de montes y laderas, matizadas a espacios con verdes y lozanos cultivos. Aquel fue el sito de la
elección de Enriquillo para hacer su primer caserío o campamento estable, y así lo declaró a sus subordinados; comunicándoles al mismo tiempo que su plan consistía en multiplicar sus sementeras y habitaciones en todos los sitios inaccesibles y de favorables circunstancias, que fueran encontrando en la extensa sierra; a fin de tener asegurado el sustento, y cuando
no pudieran sostenerse en un punto, pasar a otro donde nada les hiciese falta.
Todos aplaudieron la prudente disposición, y se pusieron a trabajar con ardor para cumplirla. Una cabaña espaciosa y bastante cómoda quedó construida aquel mismo día, para el
cacique soberano y su esposa; otras varias de muy buen parecer la rodearon en seguida, y las cuadrillas de labradores, bien repartidas, comenzaron desde luego a trabajar en los conucos,
desmontando y cerrando terrenos los unos; limpiándolos y sembrando diversos cereales los otros. El tiempo era magnífico, y favorecía admirablemente a estas faenas.
Por la noche, el cacique congregó ante la puerta de su habitación a todos los circunstantes, y rezó el rosario de la Virgen; costumbre que desde entonces quedó rigurosamente establecida, y a que jamás permitió Enriquillo que nadie faltara nunca.140 Los dos días siguientes
se emplearon de igual manera en organizar el género de vida, las ocupaciones y policía de aquella colonia dócil y activa. Después comenzaron a afluir indios fugitivos de diferentes procedencias: primero los que de antemano estaban errantes por las montañas; más tarde los que seguían desde la Maguana a sus caciques, según la consigna que oportunamente recibieran. Por último, iban acudiendo los que en distintas localidades del sur y el oeste de la isla recibían de Enriquillo mismo o de sus compañeros aviso o requerimiento especial de irse al Bahoruco a vivir en libertad.
Al tercer día ya pudo contar Enrique hasta un centenar de indios de todas edades y de ambos sexos en su colonia; de ellos once que llevaban título de caciques, y veinte y siete hombres aptos para los trabajos de la guerra, armados de lanzas y espadas los primeros; de puñales, hachas y otras armas menos ofensivas los demás. Algunos tenían ballestas que aun no sabían manejar; otros un simple chuzo, y no faltaban gruesas espinas de pescado en la punta de un palo, a guisa de lanza.
Este era el número y equipo bélico de la primera gente de armas de Enriquillo, cuando llegó Tamayo al campamento seguido de Galindo y los demás expedicionarios que habían forzado la cárcel de San Juan, recogiendo y trayéndose de paso media docena de mosquetes y otras armas. Enrique reprobó mucho el incendio que sirvió para preparar la fechoría, medio que no había entrado en sus miras. Tamayo se disculpó como pudo, y, abonado por el éxito incruento y por la presencia de Galindo, a quien Enrique abrazó con efusión, quedó por bueno, válido y digno de aplauso todo lo que el bravo teniente había hecho.
Pero era de presumirse que el escándalo producido por aquellos actos precipitaría la persecución de parte de las autoridades de la Maguana, facilitando el pronto descubrimiento de las huellas de los fugitivos. Así lo pensó Enriquillo, y se preparó al efecto.
Sus exploradores recibieron orden de estar muy apercibidos y dar oportuno aviso de cuanto observaran en las poblaciones inmediatas a la sierra; precaución que resultó superflua, pues en la tarde del cuarto día llegaron Luis de la Laguna y los dos caciques sus
compañeros, con la trabilla de perros de presa, dando la noticia de que Andrés de Valenzuela y Mojica habían debido salir de San Juan aquel mismo día, al frente de una banda de caballeros y peones, con ánimo de perseguir a Enriquillo y a los demás indios alzados que lo acompañaban.
No perdió tiempo Enriquillo al saber que se movían contra él sus enemigos, y fue al punto a establecer una línea de observación al pie de los montes, con los exploradores y centinelas convenientemente distribuidos, y una para estar a cubierto de cualquier sorpresa. Vasa fue el jefe escogido por Enrique para mandar esa fuerza avanzada.
Tomada esta precaución, Enriquillo volvió al campamento, y todo lo dispuso con gran sosiego y serenidad de ánimo para hacer frente al peligro. Distribuyó su gente en dos grupos y conservó a sus inmediatas órdenes quince hombres, los más de ellos caciques, a los cuales exhortó uno por uno a cumplir bien su deber.
Los viejos caciques Incaqueca y Antrabagures, prácticos en el arte de curar, provistos de bálsamos y yerbas, permanecieron en un sitio determinado, guardando las mujeres y los individuos inermes; sitio donde habían de ser llevados los heridos a fin de que sean
auxiliados debidamente. Los demás indios aptos para combatir, formaron una hueste bajo el mando de Tamayo y Matayco, a quienes Enriquillo dio instrucciones claras y sencillas para obrar juntos o separados, según se presenten las circunstancias. Galindo, no sano aún de su herida, fue obligado a quedarse con los caciques curanderos.
Ya terminados los preparativos de todo género, y atendidas las exigencias más minuciosas de aquella situación, Enriquillo, después de probar en una breve esgrima con Tamayo si sus manos conservaban la antigua destreza, y satisfecho de la prueba, hizo que los caciques primero, y por turno los demás guerreros improvisados, se ejercitaran igualmente ensayando su fuerza y agilidad en el uso de sus respectivas armas. La noche puso fin a estos ejercicios, y el inteligente y previsor caudillo no quedó descontento de la marcial disposición que había manifestado su gente.