41. Alzamiento by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Acaso logra el águila prisionera romper las ligaduras con que una mano artificiosa la prendiera en traidora red; y entonces, nada más grato y grandioso que ver la que fue ave cautiva, ya en libertad, extender las pujantes alas, enseñorearse del espacio etéreo, describir majestuosamente amplios círculos, y elevar más y más el raudo vuelo, como si aspirara a confundirse entre los refulgentes rayos del sol.
Aún no hacía ocho días que Enriquillo, el abatido, el humillado, el vilipendiado cacique, había salido de la inmunda cárcel, donde lo sumieran el capricho y la arbitrariedad de sus fieros cuanto gratuitos enemigos. Cada minuto, de los de esa tregua de libertad ficticia, fue
activa y acertadamente aprovechado para los grandes fines que revolvía en su mente el infortunado siervo de Valenzuela.
Tamayo se multiplicaba, iba, venía, volvía, corría de un lado a otro con el fervor de la pasión exaltada, que ve llegar la hora de alcanzar su objeto. Enriquillo ordenaba, mandaba, dirigía, preveía: Tamayo ejecutaba sin réplica, sin examen, con ciega obediencia, todas las disposiciones del cacique. Éste era el pensamiento y la voluntad, aquél, el instrumento y la acción. Lo que en una semana prepararon e hicieron aquellos dos hombres, se hubiera juzgado tarea imposible para veinte en un mes.
La fuga a las montañas estaba decidida; pero se trataba de un alzamiento en forma, una redención, mejor dicho. Enriquillo no quería matanza, ni crímenes; quería tan sólo, pero firme
y ardorosamente, su libertad y la de todos los de su raza. Quería llevar consigo el mayor número de indios armados, dispuestos a combatir en defensa de sus derechos; de derechos
¡ay! que los más de ellos no habían conocido jamás, de los cuales no tenían la más remota idea, y que era preciso ante todo hacerles concebir, y enseñárselos a definir, para que entre en sus ánimos la resolución de reivindicarlos a costa de su vida si fuere necesario. Y ese trabajo docente, y ese trabajo reflexivo y activo, lo hicieron en tan breve tiempo la prudencia y la energía de Enriquillo y de Tamayo combinadas.
Un día más, y la hora de la libertad habría soñado; y mientras Enrique, seguido de dos docenas de indios de a pie y de a caballo, transportaría a Mencía a las montañas del Bahoruco, otros muchos siervos de la Maguana, en grupos más o menos numerosos, se dirigirían por diversos caminos al punto señalado; y el valeroso Tamayo, con diez compañeros escogidos por él, aguardaría a que la noche tendiera su negro manto en el espacio, para caer por sorpresa sobre la cárcel, y arrebatar a Galindo del oscuro calabozo en que el desdichado purgaba su fidelidad y abnegación, hasta tanto que el juzgado superior confirmara el fallo de Badillo
condenándole a pena de horca.
La Higuera era el sitio donde se reunían los principales iniciados en la conjuración, para dar los últimos toques al plan trazado por Enriquillo. Allá habían vuelto pocos de los indios que Valenzuela hizo conducir a el Hato; lo que atenuando la vigilancia de los feroces calpisques, facilitaba la adopción de medidas preparatorias que en otro caso no hubieran dejado de llamar su atención. Allí estaban congregados los caciques subalternos Maybona, Vasa, Gascón, Villagrán, Incaqueca, Matayco y Antrabagures, todos resueltos a seguir a Enriquillo con sus tribus respectivas. Ahí también los caciques de igual clase, Baltasar de
Higuamuco, Velázquez, Antón y Hernando del Bahoruco, que con algunos otros debían quedarse tranquilos por algún tiempo, con el fin de proveer de armas, avisos y socorros de todo género a los alzados, a reserva de seguirlos abiertamente en sazón oportuna. Otros caciques, llamados Pedro Torres, Luis de la Laguna y Navarro, tomarían a su cargo llevarse
consigo al Bahoruco los magníficos perros de presa de Luis Cabeza de Vaca y de los hermanos Antonio y Jerónimo de Herrera, ricos vecinos y ganaderos de la Maguana, a quienes estaban encomendados los referidos caciques.
Estas disposiciones comenzaron a recibir puntual ejecución desde la noche siguiente.
Enriquillo fue por la tarde a la Villa a tomar consigo a Mencía, quien se despidió amorosamente de su buena amiga Doña Leonor. Esta hizo que el cacique le prometiera enviarle muy pronto, con las necesarias precauciones, un emisario discreto, para enterarla del éxito de su alzamiento; y ofreció a su vez hacer en toda la Maguana y escribir a Santo Domingo la defensa de aquella resolución extrema, para que todos supieran con cuánta razón la había
adoptado su infeliz amigo. Enrique, penetrado de honda gratitud, besó la mano a aquella generosa mujer, y partió con su esposa para La Higuera.
Hacen sin pérdida de tiempo sus preparativos para la fuga: las santas imágenes domésticas, las ropas y los efectos de mayor aprecio y utilidad de ambos esposos, en bultos de diversos tamaños, fueron confiados a unos cuantos mozos indios, ágiles y fuertes. Mencía también es conducida en una cómoda litera, llevada por un par de robustos naborias que no sentían incomodidad ni fatiga con aquel leve y precioso fardo; otros llevaban del diestro dos o tres caballos destinados a relevos, y entre los cuales lucía el dócil y gallardo potro, regalo de Doña Leonor a Mencía, cubierto de ricos jaeces, para el uso de la joven señora. Anica montaba con desembarazo una excelente cabalgadura, y Enriquillo cerraba la marcha con cuatro jinetes más y el resto de la escolta a pie, todos perfectamente armados.
En el orden referido salieron de La Higuera, donde quedaba casi sólo el buen Camacho, que incapaz de abandonar el sitio que le dejara su amo, después de hacer cristianas advertencias
a Enriquillo, permanecía orando fervorosamente en la ermita, por el éxito feliz de su formidable empresa. Era noche cerrada cuando los peregrinos se pusieron en marcha, sin que los confiados opresores llegaran a sospechar siquiera el propósito de las víctimas, conjuradas para recuperar su libertad.
La parte del proyecto encomendada a Tamayo fue la que presentó mayores dificultades. Cierto que la cárcel estaba flojamente custodiada por media docena de guardias que tenían casi olvidado el uso de sus enmohecidos lanzones; pero aquella noche quiso la casualidad, o diablo, que nunca duerme, que el teniente Gobernador y los regidores de la villa dieran un sarao en la casa del Ayuntamiento, situada a corta distancia de la cárcel, festejando oficialmente la investidura imperial del rey Don Carlos de Austria.
Tamayo no encontró, pues, a la media noche, cuando fue con sus hombres a libertar a Galindo, la soledad y las tinieblas que debían ser sus mejores auxiliares; y comenzaba a desesperarse
por el contratiempo, cuando le ocurrió un ardid que llevó a cabo inmediatamente.
Dispuso que dos de sus compañeros fueran a poner fuego a la casa de uno de los pobladores que él mas aborrecía por sus crueldades, y en tanto que se ejecutaba la despiadada orden, él, con su gavilla, se quedó oculto detrás de la iglesia, esperando el momento de
obrar por sí.
No pasó media hora sin percibirse el rojo reflejo de las llamas coloreando con siniestro fulgor las tinieblas de la noche. Entonces Tamayo corrió al campanario de la iglesia, que no era de mucha elevación, y tocó a rebato las campanas, dando la señal de incendio.
Los encargados de la autoridad salieron todos precipitadamente a llenar, o hacer que llenaban, el deber de acudir al lugar del incendio. Siguiénronles en tropel todos los caballeros y músicos de la fiesta, y en pos de éstos los guardianes de la cárcel abandonaron su puesto para ir también a hacer méritos a los ojos de sus superiores. Esto era precisamente lo que previó y esperaba Tamayo. Corrió como una exhalación adonde estaban los suyos, y cargando todos a un tiempo con las férreas barras de que estaban provistos, hicieron saltar a vuelta de pocos esfuerzos las puertas de la cárcel, penetraron en su interior, y Tamayo voló a la mazmorra en que yacía el pobre Galindo, aherrojados los pies con pesados grillos. Sin detenerse ni vacilar, el fuerte indio tomó en brazos a su compañero, subió en dos saltos las gradas de la mazmorra, y salió con su carga de la cárcel, seguidos de toda la partida expedicionaria, antes de que nadie pudiera darse cuenta del audaz golpe, y cuando el incendio estaba aún en su apogeo. Los demás presos se quedaron por un instante suspensos, y pasado un buen rato fue cuando los más listos y deseosos de salir de aquel triste lugar, siguieron las huellas de sus inopinados libertadores.
Otros presos más tímidos permanecieron allí temblando y dieron cuenta de lo ocurrido, después que sofocado el incendio volvieron a sus puestos con aire de triunfo el alcaide y los guardias, quienes se llenaron de estupor al encontrarse con las prisiones forzadas y todo el establecimiento en desorden. El teniente Gobernador y los regidores recibieron aviso inmediatamente; y una estruendosa alarma, cundiendo al punto de casa en casa, mantuvo en vela por todo el resto de la noche a los asombrados habitantes de San Juan de la Maguana.
Aún no hacía ocho días que Enriquillo, el abatido, el humillado, el vilipendiado cacique, había salido de la inmunda cárcel, donde lo sumieran el capricho y la arbitrariedad de sus fieros cuanto gratuitos enemigos. Cada minuto, de los de esa tregua de libertad ficticia, fue
activa y acertadamente aprovechado para los grandes fines que revolvía en su mente el infortunado siervo de Valenzuela.
Tamayo se multiplicaba, iba, venía, volvía, corría de un lado a otro con el fervor de la pasión exaltada, que ve llegar la hora de alcanzar su objeto. Enriquillo ordenaba, mandaba, dirigía, preveía: Tamayo ejecutaba sin réplica, sin examen, con ciega obediencia, todas las disposiciones del cacique. Éste era el pensamiento y la voluntad, aquél, el instrumento y la acción. Lo que en una semana prepararon e hicieron aquellos dos hombres, se hubiera juzgado tarea imposible para veinte en un mes.
La fuga a las montañas estaba decidida; pero se trataba de un alzamiento en forma, una redención, mejor dicho. Enriquillo no quería matanza, ni crímenes; quería tan sólo, pero firme
y ardorosamente, su libertad y la de todos los de su raza. Quería llevar consigo el mayor número de indios armados, dispuestos a combatir en defensa de sus derechos; de derechos
¡ay! que los más de ellos no habían conocido jamás, de los cuales no tenían la más remota idea, y que era preciso ante todo hacerles concebir, y enseñárselos a definir, para que entre en sus ánimos la resolución de reivindicarlos a costa de su vida si fuere necesario. Y ese trabajo docente, y ese trabajo reflexivo y activo, lo hicieron en tan breve tiempo la prudencia y la energía de Enriquillo y de Tamayo combinadas.
Un día más, y la hora de la libertad habría soñado; y mientras Enrique, seguido de dos docenas de indios de a pie y de a caballo, transportaría a Mencía a las montañas del Bahoruco, otros muchos siervos de la Maguana, en grupos más o menos numerosos, se dirigirían por diversos caminos al punto señalado; y el valeroso Tamayo, con diez compañeros escogidos por él, aguardaría a que la noche tendiera su negro manto en el espacio, para caer por sorpresa sobre la cárcel, y arrebatar a Galindo del oscuro calabozo en que el desdichado purgaba su fidelidad y abnegación, hasta tanto que el juzgado superior confirmara el fallo de Badillo
condenándole a pena de horca.
La Higuera era el sitio donde se reunían los principales iniciados en la conjuración, para dar los últimos toques al plan trazado por Enriquillo. Allá habían vuelto pocos de los indios que Valenzuela hizo conducir a el Hato; lo que atenuando la vigilancia de los feroces calpisques, facilitaba la adopción de medidas preparatorias que en otro caso no hubieran dejado de llamar su atención. Allí estaban congregados los caciques subalternos Maybona, Vasa, Gascón, Villagrán, Incaqueca, Matayco y Antrabagures, todos resueltos a seguir a Enriquillo con sus tribus respectivas. Ahí también los caciques de igual clase, Baltasar de
Higuamuco, Velázquez, Antón y Hernando del Bahoruco, que con algunos otros debían quedarse tranquilos por algún tiempo, con el fin de proveer de armas, avisos y socorros de todo género a los alzados, a reserva de seguirlos abiertamente en sazón oportuna. Otros caciques, llamados Pedro Torres, Luis de la Laguna y Navarro, tomarían a su cargo llevarse
consigo al Bahoruco los magníficos perros de presa de Luis Cabeza de Vaca y de los hermanos Antonio y Jerónimo de Herrera, ricos vecinos y ganaderos de la Maguana, a quienes estaban encomendados los referidos caciques.
Estas disposiciones comenzaron a recibir puntual ejecución desde la noche siguiente.
Enriquillo fue por la tarde a la Villa a tomar consigo a Mencía, quien se despidió amorosamente de su buena amiga Doña Leonor. Esta hizo que el cacique le prometiera enviarle muy pronto, con las necesarias precauciones, un emisario discreto, para enterarla del éxito de su alzamiento; y ofreció a su vez hacer en toda la Maguana y escribir a Santo Domingo la defensa de aquella resolución extrema, para que todos supieran con cuánta razón la había
adoptado su infeliz amigo. Enrique, penetrado de honda gratitud, besó la mano a aquella generosa mujer, y partió con su esposa para La Higuera.
Hacen sin pérdida de tiempo sus preparativos para la fuga: las santas imágenes domésticas, las ropas y los efectos de mayor aprecio y utilidad de ambos esposos, en bultos de diversos tamaños, fueron confiados a unos cuantos mozos indios, ágiles y fuertes. Mencía también es conducida en una cómoda litera, llevada por un par de robustos naborias que no sentían incomodidad ni fatiga con aquel leve y precioso fardo; otros llevaban del diestro dos o tres caballos destinados a relevos, y entre los cuales lucía el dócil y gallardo potro, regalo de Doña Leonor a Mencía, cubierto de ricos jaeces, para el uso de la joven señora. Anica montaba con desembarazo una excelente cabalgadura, y Enriquillo cerraba la marcha con cuatro jinetes más y el resto de la escolta a pie, todos perfectamente armados.
En el orden referido salieron de La Higuera, donde quedaba casi sólo el buen Camacho, que incapaz de abandonar el sitio que le dejara su amo, después de hacer cristianas advertencias
a Enriquillo, permanecía orando fervorosamente en la ermita, por el éxito feliz de su formidable empresa. Era noche cerrada cuando los peregrinos se pusieron en marcha, sin que los confiados opresores llegaran a sospechar siquiera el propósito de las víctimas, conjuradas para recuperar su libertad.
La parte del proyecto encomendada a Tamayo fue la que presentó mayores dificultades. Cierto que la cárcel estaba flojamente custodiada por media docena de guardias que tenían casi olvidado el uso de sus enmohecidos lanzones; pero aquella noche quiso la casualidad, o diablo, que nunca duerme, que el teniente Gobernador y los regidores de la villa dieran un sarao en la casa del Ayuntamiento, situada a corta distancia de la cárcel, festejando oficialmente la investidura imperial del rey Don Carlos de Austria.
Tamayo no encontró, pues, a la media noche, cuando fue con sus hombres a libertar a Galindo, la soledad y las tinieblas que debían ser sus mejores auxiliares; y comenzaba a desesperarse
por el contratiempo, cuando le ocurrió un ardid que llevó a cabo inmediatamente.
Dispuso que dos de sus compañeros fueran a poner fuego a la casa de uno de los pobladores que él mas aborrecía por sus crueldades, y en tanto que se ejecutaba la despiadada orden, él, con su gavilla, se quedó oculto detrás de la iglesia, esperando el momento de
obrar por sí.
No pasó media hora sin percibirse el rojo reflejo de las llamas coloreando con siniestro fulgor las tinieblas de la noche. Entonces Tamayo corrió al campanario de la iglesia, que no era de mucha elevación, y tocó a rebato las campanas, dando la señal de incendio.
Los encargados de la autoridad salieron todos precipitadamente a llenar, o hacer que llenaban, el deber de acudir al lugar del incendio. Siguiénronles en tropel todos los caballeros y músicos de la fiesta, y en pos de éstos los guardianes de la cárcel abandonaron su puesto para ir también a hacer méritos a los ojos de sus superiores. Esto era precisamente lo que previó y esperaba Tamayo. Corrió como una exhalación adonde estaban los suyos, y cargando todos a un tiempo con las férreas barras de que estaban provistos, hicieron saltar a vuelta de pocos esfuerzos las puertas de la cárcel, penetraron en su interior, y Tamayo voló a la mazmorra en que yacía el pobre Galindo, aherrojados los pies con pesados grillos. Sin detenerse ni vacilar, el fuerte indio tomó en brazos a su compañero, subió en dos saltos las gradas de la mazmorra, y salió con su carga de la cárcel, seguidos de toda la partida expedicionaria, antes de que nadie pudiera darse cuenta del audaz golpe, y cuando el incendio estaba aún en su apogeo. Los demás presos se quedaron por un instante suspensos, y pasado un buen rato fue cuando los más listos y deseosos de salir de aquel triste lugar, siguieron las huellas de sus inopinados libertadores.
Otros presos más tímidos permanecieron allí temblando y dieron cuenta de lo ocurrido, después que sofocado el incendio volvieron a sus puestos con aire de triunfo el alcaide y los guardias, quienes se llenaron de estupor al encontrarse con las prisiones forzadas y todo el establecimiento en desorden. El teniente Gobernador y los regidores recibieron aviso inmediatamente; y una estruendosa alarma, cundiendo al punto de casa en casa, mantuvo en vela por todo el resto de la noche a los asombrados habitantes de San Juan de la Maguana.