Song Page - Lyrify.me

Lyrify.me

40. Última prueba by Manuel de Jess Galvn Lyrics

Genre: misc | Year: 1882

Un mes duró en todo la ausencia de Enriquillo de San Juan. Más triste fue, si cabe, el regreso que la partida: se arrojó en los brazos de su amante esposa, que lo aguardaba contando las horas; y las primeras palabras que profirió revelaron su profundo desaliento:

—¡No hay esperanzas para nosotros, Mencía de mi alma! ¡Oh! ¡Cuánto he sufrido en este viaje! ¡Qué amargas reflexiones he venido haciendo por ese camino, que jamás me ha parecido tan largo!

—¿Nada pudiste conseguir? –le preguntó tímidamente Mencía.

—Esto es todo –respondió él triste, sacando de su alforja el pliego de Justicia Mayor Figueroa–. Una carta de favor para el mismo Badillo, remitiendo otra vez a este tirano mi queja. Nuestros protectores nada pueden; ellos mismos padecen injurias... Si no fuera por ti, Mencía, amor mío –continuó con exaltación el cacique– ya todas las tiranías y las infamias hubieran acabado para mí: yo alzaría la frente de libre con justa altivez, y nadie pudiera jactarse, como se jactan ahora, de que tu esposo el cacique Enriquillo no es sino un
miserable siervo.

A estas palabras, Mencía se estremeció como la gentil palmera al primer soplo de la tempestad.

—¿Qué dices? ¿Soy yo la causa de tus humillaciones? –preguntó a su marido con vehemencia.

—Sin ti, Mencía, una vez que esta carta de favor fuera despreciada por Badillo, yo no sufriría más baldones. Me iría a las montañas.

—¿Y por qué no lo haces, y me llevas contigo? –repuso la joven con exaltado acento–. Jamás hubiera sido yo quien se lanzara en esa vía; pero siendo ese tu sentir, yo te declaro con toda la sinceridad de mi corazón, que prefiero vagar contigo de monte a monte, prefiero los trabajos más duros y hasta la muerte, a que vivamos aquí escarnecidos y ultrajados por el villano Valenzuela y los que se le parecen.

Enrique oyó sorprendido esta enérgica declaración, que nunca osó esperar de su tímida consorte; y luego, tomándola en sus robustos brazos como toma la nodriza afectuosa al tierno infante, la besó con efusión. Pasado este movimiento de entusiasmo y recobrando la calma reflexiva que presidía a todas sus resoluciones, notificó al reducido conciliábulo, compuesto de Doña Leonor, Mencía y Camacho, su propósito de hacer la última prueba de paciencia, entregando la carta de favor a Badillo, y ateniéndose al resultado.

—¿La última prueba? –replicó la generosa Doña Leonor–. Dices bien, Enriquillo; y dice bien este ángel. Por no ver tanta iniquidad, yo misma sería capaz de irme con vosotros a las montañas.
A pesar de la exaltación que denotaban estas explícitas declaraciones, se acordó no decir nada a Tamayo, que estaba a la sazón en La Higuera, por temor de que se alborotara más de lo conveniente.

Ansiosos los ánimos quedaron en expectativa del éxito que tuviera la carta de favor; y al día siguiente Enriquillo, con el traje modesto y severo que usaba en las grandes ocasiones, fue a casa del teniente Gobernador, que tan pronto como alcanzó a verlo, le dijo en alta voz
y en son de reproche.

—¡Hola, buena pieza! ¿Ya estáis por aquí? Pensábamos que os habíais alzado.

—Ya veréis por este documento que os equivocáis, señor –contestó Enrique; y le entregó la provisión que le diera Zuazo.

Badillo la leyó con atención, y volvió a mirar detenidamente a Enriquillo, midiéndole con vista airada de pies a cabeza. Meditó breve rato, y por último dijo al cacique:

—Cada vez extraño más vuestro atrevimiento, Enriquillo. ¿Habéis visto a vuestro señor?

—No conozco la ley que dé ese título para conmigo a nadie. ¿Habláis acaso del señor Andrés de Valenzuela? –contestó Enrique.

—Altanerillo me andáis, cacique. De Valenzuela hablo, repuso Badillo–, que os ha reclamado ante mi autoridad como prófugo.

—Ya veis que se engañaba –volvió a decir Enriquillo.

—Sea; mas no por eso dejaréis de ir desde aquí a su presencia. ¡Con Dios! –acabó desabridamente Badillo.

Y al punto ordenó a dos de sus alguaciles que fueran custodiando a Enriquillo, hasta ponerlo a la disposición de su amo el señor Valenzuela.

Así lo hicieron los esbirros, o hablando con más propiedad, el mismo cacique fue muy de su agrado a cumplir el mandato de la autoridad. Valenzuela lo recibió con sañudo talante, y dando a su voz todo el volumen y el énfasis de que era susceptible, dijo a Enriquillo:

—Deseo saber, señor bergante, dónde habéis estado en todo este tiempo.
—Fui a Santo Domingo a quejarme de vos y del señor Badillo –contestó Enrique sin vacilación ni jactancia, como quien presenta la excusa más natural del mundo.

—¿Y qué obtuvisteis, señor letrado? –preguntó Valenzuela burlándose.

—Una simple carta de favor –dijo el cacique–, de la cual no ha hecho caso el señor Badillo, quien manda ponerme a vuestra disposición.

—¿Es por soberbia, o por humildad, que así me respondéis? –volvió a preguntar Valenzuela, no acertando a definir la naturaleza de las contestaciones de Enriquillo.

—Haced de mí lo que os plazca, señor. Sólo sé decir la verdad.

—Iréis a la cárcel, Enriquillo, para corregir vuestro atrevimiento.

—Si no es más que eso, vamos de aquí –dijo el cacique a sus guardianes.

—Es algo más que eso –agregó Valenzuela despidiéndole; ponedle en el cepo, y que pase en él la noche.

Con esto, alguaciles y prisionero se retiraron a cumplir la orden del insolente hidalgo. Enriquillo manifestó, no ya mera tranquilidad, sino una satisfacción extraordinaria; y en tanto que caminaba con paso igual y seguro en medio de los ministriles, repetía, como hablando
consigo mismo:

—¡Ya lo veis, Don Francisco, basta! ¡He cumplido con vos más allá de lo que hubierais exigido, y basta Don Francisco, basta!

Los esbirros escuchaban con extrañeza este monólogo, y el uno dijo a su colega, llevándose un dedo a la sien con aire de lástima:

—¡Está loco!