38. Desagravio by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Cuando Enriquillo escuchó de boca de su consorte la relación, discretamente modificada, del atentado cometido contra su persona, sintió agolparse toda su sangre al corazón; un temblor nervioso se apoderó de sus miembros, y quedó por buen espacio como atónito y fuera de sí. Poco a poco dominó su emoción, recobró la aparente serenidad, y al cabo interrogó a Anica; apuntó varias notas en una hoja de papel, y negándose a tomar alimento alguno, se
encaminó a la calle al toque de oraciones.
—Mira lo que vas a hacer, Enrique –le dijo cuidadosa Mencía.
—Queda tranquila, cielo mío –contestó él–; voy a ver si hay justicia en la Maguana.
Al salir de casa de Doña Leonor halló en la puerta a Tamayo, que habiendo oído atentamente la narración que del suceso hizo Camacho, estaba envidioso de la suerte de Galindo, y tenía esperanzas de que se presentara alguna otra oportunidad de repartir palos.
Tan pronto como vio al cacique le dirigió la palabra con voz bronca, preguntándole:
—¿Dónde vas, Enriquillo?
—A ver si hay justicia en San Juan –respondió el cacique, repitiendo lo que dijera a su esposa.
—¿Y si no la hallas? –insistió Tamayo.
—La iré a buscar a Santo Domingo –volvió a responder Enriquillo con gran tranquilidad.
El impaciente mayoral dio una violenta patada en el suelo; mas reponiéndose en seguida preguntó de nuevo:
—¿Y si no la hallas?
—Entonces, Tamayo, será lo que Dios quiera –concluyó Enrique, siguiendo su camino.
Se dirigió a la casa del teniente Gobernador, que estaba a la mesa con varios amigos. Uno de éstos era Mojica, que con la cabeza llena de vendajes hacía gala de valor, negándose a guardar cama. Enriquillo tuvo que esperar más de media hora a que acabara la cena, y mientras tanto pasó por el suplicio de escuchar confusamente la voz agria y chillona de aquel monstruo, refiriendo a su manera la rebelión de La Higuera; y las frecuentes carcajadas con que los comensales acogían los chistes y agudezas del hidalgo-histrión. Levantóse al fin Badillo, y fue a la sala donde estaba el cacique, preguntándole con muestras de afabilidad qué se le ofrecía. Enriquillo le denunció lo ocurrido entre Valenzuela y su esposa, según obraba en su noticia, y acabó por formular tres peticiones; la una, que Galindo fuera puesto inmediatamente
en libertad; las otras, que se quitara a Valenzuela todo cargo o intervención en los bienes de Mencía, y se diera por terminada la dependencia o sujeción del mismo Enrique y sus indios a un señor que se conducía tan indignamente.
Badillo acogió con sarcástica sonrisa la exposición de Enriquillo, y le preguntó si tenía pruebas de lo que se atrevía a decir contra su patrono.
Al oír la helada cuestión, el cacique respondió con sosegado, pero firme acento, estas palabras:
—Vos sabéis tanto como el que más, señor teniente Gobernador, que he renunciado a mis derechos personales no una, sino muchas veces; que en parte por gratitud a la memoria veneranda de Don Francisco de Valenzuela, y en parte por sentir que pesaba sobre mí una mala voluntad general, he soportado cuantas injusticias se ha querido hacerme; prisión, malos tratamientos e injurias de quien ni por ley ni por fuero tenía facultad para exigir mis servicios. Sabéis que soy incapaz de urdir mentiras, y acabáis de oír a ese infame señor Mojica
hacer motivo de risa en vuestra mesa, lo que es causa de dolor y desesperación para mí. Lo que no sabéis, señor teniente Gobernador, es que yo había puesto por límite a mi paciencia el respeto a mi esposa, y que estoy resuelto a que se nos haga reparación cumplida en justicia, para lo cual está constituida vuestra autoridad en San Juan de la Maguana.
El tono reposado, digno, solemne, con que Enriquillo enunció su corto y expresivo discurso, hizo impresión en el ánimo de Badillo, que escuchaba sorprendido aquel lenguaje lleno de elevación, en un sujeto a quien se había acostumbrado a mirar como a un ente vulgar y falto de carácter. Pero como Badillo era un malvado, en la más alta acepción de la palabra, en vez de sentirse inclinado a retroceder en el sendero de la iniquidad, su orgullo satánico se sublevó a la sola idea de que un vil cacique, según calificaba a Enriquillo, tuviera razón contra él, y pretendiera sustentarla con la entereza que denotaban las palabras del ofendido esposo. Contestóle, pues, con afectado desprecio y grosería, que son el recurso habitual de las almas cobardes y corrompidas, cuando se sienten humilladas ante la ajena virtud:
—¿De dónde os viene esa arrogancia y desvergüenza, cacique? ¿Pretendéis que saque de la cárcel a ese criminal muchacho, que ha tenido la osadía de poner las manos sobre su mismo amo, y apalear al respetable Don Pedro? Antes cuidad vos de no ir a hacerle compañía,
como bien lo merecéis.
—Esa es en verdad, señor Badillo –dijo con voz vibrante el cacique–, la justicia que siempre esperé de vos. Pronto estoy a sufrirla, si os place cumplir vuestra amenaza; mientras los verdaderos criminales son vuestros íntimos amigos, y comen a vuestra mesa.
—¡Hola! –exclamó irritado Badillo–; alguaciles de servicio, llevad a ese deslenguado a la cárcel!
Aparecieron instantáneamente dos esbirros, y cada cual asió de un brazo a Enriquillo, que se dejó conducir por ellos sin oponerles la menor resistencia.
Tamayo, que le había seguido y aguardado en la calle con inquietud el resultado de la visita al teniente Gobernador, cuando vio que el cacique iba preso se acercó a pedirle sus órdenes.
—Avisa a Mencía, y que no se intranquilice –fue el único encargo que Enriquillo hizo al fiel mayoral.
Pero éste, una vez cumplida la recomendación, volvió a llevar al desgraciado cacique cena y cama. Enriquillo dejó una y otra intactas, y además rehusó obstinadamente el ofrecimiento que el leal Tamayo le hizo, de quedarse con él en la cárcel.
encaminó a la calle al toque de oraciones.
—Mira lo que vas a hacer, Enrique –le dijo cuidadosa Mencía.
—Queda tranquila, cielo mío –contestó él–; voy a ver si hay justicia en la Maguana.
Al salir de casa de Doña Leonor halló en la puerta a Tamayo, que habiendo oído atentamente la narración que del suceso hizo Camacho, estaba envidioso de la suerte de Galindo, y tenía esperanzas de que se presentara alguna otra oportunidad de repartir palos.
Tan pronto como vio al cacique le dirigió la palabra con voz bronca, preguntándole:
—¿Dónde vas, Enriquillo?
—A ver si hay justicia en San Juan –respondió el cacique, repitiendo lo que dijera a su esposa.
—¿Y si no la hallas? –insistió Tamayo.
—La iré a buscar a Santo Domingo –volvió a responder Enriquillo con gran tranquilidad.
El impaciente mayoral dio una violenta patada en el suelo; mas reponiéndose en seguida preguntó de nuevo:
—¿Y si no la hallas?
—Entonces, Tamayo, será lo que Dios quiera –concluyó Enrique, siguiendo su camino.
Se dirigió a la casa del teniente Gobernador, que estaba a la mesa con varios amigos. Uno de éstos era Mojica, que con la cabeza llena de vendajes hacía gala de valor, negándose a guardar cama. Enriquillo tuvo que esperar más de media hora a que acabara la cena, y mientras tanto pasó por el suplicio de escuchar confusamente la voz agria y chillona de aquel monstruo, refiriendo a su manera la rebelión de La Higuera; y las frecuentes carcajadas con que los comensales acogían los chistes y agudezas del hidalgo-histrión. Levantóse al fin Badillo, y fue a la sala donde estaba el cacique, preguntándole con muestras de afabilidad qué se le ofrecía. Enriquillo le denunció lo ocurrido entre Valenzuela y su esposa, según obraba en su noticia, y acabó por formular tres peticiones; la una, que Galindo fuera puesto inmediatamente
en libertad; las otras, que se quitara a Valenzuela todo cargo o intervención en los bienes de Mencía, y se diera por terminada la dependencia o sujeción del mismo Enrique y sus indios a un señor que se conducía tan indignamente.
Badillo acogió con sarcástica sonrisa la exposición de Enriquillo, y le preguntó si tenía pruebas de lo que se atrevía a decir contra su patrono.
Al oír la helada cuestión, el cacique respondió con sosegado, pero firme acento, estas palabras:
—Vos sabéis tanto como el que más, señor teniente Gobernador, que he renunciado a mis derechos personales no una, sino muchas veces; que en parte por gratitud a la memoria veneranda de Don Francisco de Valenzuela, y en parte por sentir que pesaba sobre mí una mala voluntad general, he soportado cuantas injusticias se ha querido hacerme; prisión, malos tratamientos e injurias de quien ni por ley ni por fuero tenía facultad para exigir mis servicios. Sabéis que soy incapaz de urdir mentiras, y acabáis de oír a ese infame señor Mojica
hacer motivo de risa en vuestra mesa, lo que es causa de dolor y desesperación para mí. Lo que no sabéis, señor teniente Gobernador, es que yo había puesto por límite a mi paciencia el respeto a mi esposa, y que estoy resuelto a que se nos haga reparación cumplida en justicia, para lo cual está constituida vuestra autoridad en San Juan de la Maguana.
El tono reposado, digno, solemne, con que Enriquillo enunció su corto y expresivo discurso, hizo impresión en el ánimo de Badillo, que escuchaba sorprendido aquel lenguaje lleno de elevación, en un sujeto a quien se había acostumbrado a mirar como a un ente vulgar y falto de carácter. Pero como Badillo era un malvado, en la más alta acepción de la palabra, en vez de sentirse inclinado a retroceder en el sendero de la iniquidad, su orgullo satánico se sublevó a la sola idea de que un vil cacique, según calificaba a Enriquillo, tuviera razón contra él, y pretendiera sustentarla con la entereza que denotaban las palabras del ofendido esposo. Contestóle, pues, con afectado desprecio y grosería, que son el recurso habitual de las almas cobardes y corrompidas, cuando se sienten humilladas ante la ajena virtud:
—¿De dónde os viene esa arrogancia y desvergüenza, cacique? ¿Pretendéis que saque de la cárcel a ese criminal muchacho, que ha tenido la osadía de poner las manos sobre su mismo amo, y apalear al respetable Don Pedro? Antes cuidad vos de no ir a hacerle compañía,
como bien lo merecéis.
—Esa es en verdad, señor Badillo –dijo con voz vibrante el cacique–, la justicia que siempre esperé de vos. Pronto estoy a sufrirla, si os place cumplir vuestra amenaza; mientras los verdaderos criminales son vuestros íntimos amigos, y comen a vuestra mesa.
—¡Hola! –exclamó irritado Badillo–; alguaciles de servicio, llevad a ese deslenguado a la cárcel!
Aparecieron instantáneamente dos esbirros, y cada cual asió de un brazo a Enriquillo, que se dejó conducir por ellos sin oponerles la menor resistencia.
Tamayo, que le había seguido y aguardado en la calle con inquietud el resultado de la visita al teniente Gobernador, cuando vio que el cacique iba preso se acercó a pedirle sus órdenes.
—Avisa a Mencía, y que no se intranquilice –fue el único encargo que Enriquillo hizo al fiel mayoral.
Pero éste, una vez cumplida la recomendación, volvió a llevar al desgraciado cacique cena y cama. Enriquillo dejó una y otra intactas, y además rehusó obstinadamente el ofrecimiento que el leal Tamayo le hizo, de quedarse con él en la cárcel.