36. Malas nuevas by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Era imposible que en el corto espacio de tiempo que Enriquillo había destinado a la exploración de sus montanas nativas, adquiriera un conocimiento cabal de aquella vasta sierra, cuyo desarrollo se dilata por más de veinte y cinco leguas corriendo de levante a poniente, y sus estribaciones alcanzan en muchas partes cinco y seis leguas de norte a sur. Pero la
sección que había logrado visitar era de por sí muy extensa, y quizá la más accidentada de la cordillera; bastando al cacique aquel estudio práctico para quedar bien orientado de todo el contorno, y con la seguridad de que con Tamayo y los demás guías que tenía a su disposición, le sería sumamente fácil el acceso a cualquier otra localidad de la agreste serranía.
Ordenó, pues, el regreso a la Maguana, a pesar de las reclamaciones de Tamayo, a quien parecía demasiado pronto para poner término a tan agradable excursión. Enriquillo dio punto a todos sus reparos con esta sencilla pregunta:
—¿Te parece que puedo estar tranquilo y gozoso lejos de mi Mencía?
Y con toda la celeridad de que eran capaces los excelentes caballos que montaban salieron por la tarde de las montañas, volvieron a las llanuras, y durmiendo pocas horas en el camino, al siguiente día llegaron a La Higuera.
Enriquillo se desmontó rápidamente a la puerta de su casa, y corrió anheloso al interior llamando a Mencía; pero a sus voces sólo respondió tristemente el anciano Camacho, que salió al encuentro del cacique, y le hizo saber que la joven esposa había ido con Anica a San Juan, a aguardar su vuelta del Bahoruco en casa de Doña Leonor Castilla; que la cuadrilla
vacante estaba toda en el Hato, y Galindo preso en la cárcel de la población; por lo que él, Camacho, habiendo quedado solo en La Higuera, no había podido enviar recado a Enriquillo, para enterarle de la gran novedad que había ocurrido en su ausencia.
Apenas hubo acabado el viejo su rápido relato, Enriquillo, que le había escuchado con atención y febril impaciencia, volvió a montar en su generoso caballo, e hincándole reciamente las espuelas, partió a escape, siempre seguido de Tamayo, en dirección de la villa, adonde llegó antes que el sol al ocaso. Abrazó a su tierna esposa, en cuyo semblante se veían patentes las huellas de un profundo pesar, y oyó de sus labios la narración extensa del suceso, que Camacho no había hecho sino indicarle sin precisión.
Dos días después de haberse ausentado Enriquillo, Valenzuela y Mojica, acompañados de dos estancieros, se presentaron en La Higuera. Uno de los estancieros o calpisques, reunió a todos los indios, sin distinción de edad ni sexo, y por orden de Valenzuela se encaminó con ellos a el Hato. Solamente quedaron Camacho y Anica en la casa del cacique, acompañando a Mencía; pero a poco espacio los dos caballeros, con su doble autoridad de señor del lugar el uno, y de tío de la joven dama el otro, intimaron al viejo y a la muchacha que les dejaran a solas con Mencía, para tratar asuntos de que nadie más que los dos hidalgos y la esposa del cacique debían tener conocimiento. Camacho salió de la casa y Anica se retiró a un cuarto inmediato, adonde poco después la siguió Mojica; porque habiendo hecho vanos esfuerzos
para conseguir que su sobrina entrara en conversación con él, y obstinándose Mencía en guardar absoluto silencio, se levantó despechado, y salió de la sala diciendo a la taciturna joven estas palabras: ”Ya tendréis que entenderos con Valenzuela”.
Lo que pasó después, según la narración de Mencía a su esposo, fue que Valenzuela, presentándole un escrito, le rogó que lo firmara por su bien; que ella leyó el papel y vio que contenía una declaración bajo juramento, de que el cacique su marido la trataba muy mal,
obligándola a vivir en una pajiza cabaña en La Higuera, cuando podían vivir en el hato, o en la villa, e imponiéndole otras muchas penitencias y privaciones; por lo que pedía a la justicia que la separasen de él, y le nombrasen curador especial. La joven señora se había negado rotundamente
a firmar semejante infamia, y entonces Valenzuela, amenazándola y tomándola por un brazo sin miramiento alguno, quiso arrancarle por fuerza la firma; pero ella, resuelta a no ceder, pidió a gritos socorro, y a sus voces acudió Anica, forcejando con Mojica que pugnaba
por contenerla; mientras que por la puerta principal aparecieron Camacho y Galindo, armado este último de un nudoso garrote, con el cual cayó furiosamente sobre los dos viles hidalgos, dislocando el hombro derecho a Valenzuela, y descalabrando malamente a su cómplice.
Anica y Camacho no dejaban de tener parte en la hazaña del intrépido Galindo, por cuanto el viejo, con una agilidad increíble en sus años, corrió a prestar ayuda a la muchacha, y ambos se aferraron fuertemente del contrahecho Mojica, que por lo mismo no tuvo libertad para sacar la inútil espada, cuando cargó sobre él Galindo, después de dejar mal parado a Valenzuela. En cuanto a éste, el vivo dolor que le produjo su inesperada contusión tampoco le permitió otra cosa, cuando se repuso de su primera sorpresa, que increpar con voz terrible al atrevido naboria, prometiéndole que lo haría ahorcar. El esforzado muchacho le contestó con gran frescura: “Eso será mañana”. Sobrevino entonces tardíamente el otro mayoral, que por acaso se había apartado un tanto de la casa, y viendo aquel espectáculo y el aire de rebelión de Galindo, a la voz de Valenzuela cerró con él, y le hirió con su espadón en la mano izquierda; pero el intrépido indio se volvió contra su agresor, y de un recio garrotazo en la cabeza lo postró en tierra. Anica, con admirable serenidad, asió entonces del brazo a Mencía, y escoltadas por el fiero Galindo emprendieron ambas el camino de la villa, sin que el molido y medio atónito Valenzuela intentara oponérseles.
Camacho entonces, tranquilo, si no del todo satisfecho, se puso a curar a los heridos, comenzando por el asendereado y yacente caballero Mojica, de quien el viejo curandero dijo con mucha sorna a Valenzuela:
—Este señor hidalgo va a quedar señalado para toda su vida: hay aquí una oreja que nunca recobrará su forma natural… Si el palo de ese loco sube una pulgada más, tendríamos que llorar muerto a este bendito señor Don Pedro de Mojica.
sección que había logrado visitar era de por sí muy extensa, y quizá la más accidentada de la cordillera; bastando al cacique aquel estudio práctico para quedar bien orientado de todo el contorno, y con la seguridad de que con Tamayo y los demás guías que tenía a su disposición, le sería sumamente fácil el acceso a cualquier otra localidad de la agreste serranía.
Ordenó, pues, el regreso a la Maguana, a pesar de las reclamaciones de Tamayo, a quien parecía demasiado pronto para poner término a tan agradable excursión. Enriquillo dio punto a todos sus reparos con esta sencilla pregunta:
—¿Te parece que puedo estar tranquilo y gozoso lejos de mi Mencía?
Y con toda la celeridad de que eran capaces los excelentes caballos que montaban salieron por la tarde de las montañas, volvieron a las llanuras, y durmiendo pocas horas en el camino, al siguiente día llegaron a La Higuera.
Enriquillo se desmontó rápidamente a la puerta de su casa, y corrió anheloso al interior llamando a Mencía; pero a sus voces sólo respondió tristemente el anciano Camacho, que salió al encuentro del cacique, y le hizo saber que la joven esposa había ido con Anica a San Juan, a aguardar su vuelta del Bahoruco en casa de Doña Leonor Castilla; que la cuadrilla
vacante estaba toda en el Hato, y Galindo preso en la cárcel de la población; por lo que él, Camacho, habiendo quedado solo en La Higuera, no había podido enviar recado a Enriquillo, para enterarle de la gran novedad que había ocurrido en su ausencia.
Apenas hubo acabado el viejo su rápido relato, Enriquillo, que le había escuchado con atención y febril impaciencia, volvió a montar en su generoso caballo, e hincándole reciamente las espuelas, partió a escape, siempre seguido de Tamayo, en dirección de la villa, adonde llegó antes que el sol al ocaso. Abrazó a su tierna esposa, en cuyo semblante se veían patentes las huellas de un profundo pesar, y oyó de sus labios la narración extensa del suceso, que Camacho no había hecho sino indicarle sin precisión.
Dos días después de haberse ausentado Enriquillo, Valenzuela y Mojica, acompañados de dos estancieros, se presentaron en La Higuera. Uno de los estancieros o calpisques, reunió a todos los indios, sin distinción de edad ni sexo, y por orden de Valenzuela se encaminó con ellos a el Hato. Solamente quedaron Camacho y Anica en la casa del cacique, acompañando a Mencía; pero a poco espacio los dos caballeros, con su doble autoridad de señor del lugar el uno, y de tío de la joven dama el otro, intimaron al viejo y a la muchacha que les dejaran a solas con Mencía, para tratar asuntos de que nadie más que los dos hidalgos y la esposa del cacique debían tener conocimiento. Camacho salió de la casa y Anica se retiró a un cuarto inmediato, adonde poco después la siguió Mojica; porque habiendo hecho vanos esfuerzos
para conseguir que su sobrina entrara en conversación con él, y obstinándose Mencía en guardar absoluto silencio, se levantó despechado, y salió de la sala diciendo a la taciturna joven estas palabras: ”Ya tendréis que entenderos con Valenzuela”.
Lo que pasó después, según la narración de Mencía a su esposo, fue que Valenzuela, presentándole un escrito, le rogó que lo firmara por su bien; que ella leyó el papel y vio que contenía una declaración bajo juramento, de que el cacique su marido la trataba muy mal,
obligándola a vivir en una pajiza cabaña en La Higuera, cuando podían vivir en el hato, o en la villa, e imponiéndole otras muchas penitencias y privaciones; por lo que pedía a la justicia que la separasen de él, y le nombrasen curador especial. La joven señora se había negado rotundamente
a firmar semejante infamia, y entonces Valenzuela, amenazándola y tomándola por un brazo sin miramiento alguno, quiso arrancarle por fuerza la firma; pero ella, resuelta a no ceder, pidió a gritos socorro, y a sus voces acudió Anica, forcejando con Mojica que pugnaba
por contenerla; mientras que por la puerta principal aparecieron Camacho y Galindo, armado este último de un nudoso garrote, con el cual cayó furiosamente sobre los dos viles hidalgos, dislocando el hombro derecho a Valenzuela, y descalabrando malamente a su cómplice.
Anica y Camacho no dejaban de tener parte en la hazaña del intrépido Galindo, por cuanto el viejo, con una agilidad increíble en sus años, corrió a prestar ayuda a la muchacha, y ambos se aferraron fuertemente del contrahecho Mojica, que por lo mismo no tuvo libertad para sacar la inútil espada, cuando cargó sobre él Galindo, después de dejar mal parado a Valenzuela. En cuanto a éste, el vivo dolor que le produjo su inesperada contusión tampoco le permitió otra cosa, cuando se repuso de su primera sorpresa, que increpar con voz terrible al atrevido naboria, prometiéndole que lo haría ahorcar. El esforzado muchacho le contestó con gran frescura: “Eso será mañana”. Sobrevino entonces tardíamente el otro mayoral, que por acaso se había apartado un tanto de la casa, y viendo aquel espectáculo y el aire de rebelión de Galindo, a la voz de Valenzuela cerró con él, y le hirió con su espadón en la mano izquierda; pero el intrépido indio se volvió contra su agresor, y de un recio garrotazo en la cabeza lo postró en tierra. Anica, con admirable serenidad, asió entonces del brazo a Mencía, y escoltadas por el fiero Galindo emprendieron ambas el camino de la villa, sin que el molido y medio atónito Valenzuela intentara oponérseles.
Camacho entonces, tranquilo, si no del todo satisfecho, se puso a curar a los heridos, comenzando por el asendereado y yacente caballero Mojica, de quien el viejo curandero dijo con mucha sorna a Valenzuela:
—Este señor hidalgo va a quedar señalado para toda su vida: hay aquí una oreja que nunca recobrará su forma natural… Si el palo de ese loco sube una pulgada más, tendríamos que llorar muerto a este bendito señor Don Pedro de Mojica.