36. Inútil porfía by Manuel de Jess Galvn Lyrics
No tenía razón María de Cuéllar cuando dejaba escapar de sus labios, aunque sin el acento de la queja, aquel concepto desfavorable a la fina, afectuosa y consecuente Amistad de Doña María de Toledo.
La noble señora no había olvidado un solo instante la cuita de su amada amiga; veía con dolor la pesadumbre de ésta, los aterradores progresos de la enfermedad que minaba su existencia, y la aproximación del inevitable suceso que había de hundir en el sepulcro aquella inocente víctima de la ambición ajena; más de cien veces volvió a la carga con el difícil tema a su esposo el Almirante; pero fuerza es confesar que en éste no obraba tan activamente la compasión; y desarrollado su egoísmo por las diarias luchas y contrariedades del mando, no se preocupaba ya poco ni mucho de buscar el medio de desbaratar la proyectada boda de su teniente y aliado. También es verdad que jamás se comprometió formalmente a hacerlo; y así, se evadía de los apremios de su esposa con buenas o malas razones, acabando siempre por encarecerle la conveniencia de velar por la propia dicha, antes que entrar en cuidados por la de los demás.
Esta conclusión envolvía un recuerdo harto desagradable para la joven señora, que se guardaba muy bien de exponerse, por causa de su generosidad, a otra borrasca conyugal, como la que sin duda recordará el lector.
Pero sus compasivos sentimientos no se acallaban a pesar de todo, ni cesaban de sugerirle ingeniosos medios de ganar tiempo, que era el único servicio que podía prestar a su desolada amiga. Aprovechaba y solicitaba las ocasiones de hablar con Don Cristóbal de Cuéllar, haciendo recaer diestramente la conversación sobre las dolencias que aquejaban a la prometida de Velázquez, y representando con elocuencia los riesgos de un cambio de estado, mientras la joven enferma no se repusiera de su visible postración. El señor de Cuéllar era padre al fin, y no tenía entrañas de tigre, llegando a causar en él viva impresión las hábiles insinuaciones de la Virreina; y sin duda a ésta se debía la inesperada objeción que halló Velázquez de parte del Contador, al reclamar el cumplimiento de lo pactado. Por acaso, las consideraciones paternales se avenían con las circunstancias en que de momento se hallaba el Capitán que iba a sojuzgar a Cuba, para quien realmente hubiera sido un embarazo casarse antes de acometer su grave empresa, y mucho más llevar consigo el cuidado de una esposa enferma.
Todo se arregló, pues, por de pronto, a satisfacción relativa de las partes interesadas, y María de Cuéllar vio prolongarse por unos días más aquella angustiosa situación en que la conciencia del mal inminente iba minando y destruyendo más y más su existencia.
—¿No sería mejor acabar de una vez? –se preguntaba, cansada al fin de la ansiedad y las dudosas perspectivas que hacía tiempo atormentaban su espíritu.
La noble señora no había olvidado un solo instante la cuita de su amada amiga; veía con dolor la pesadumbre de ésta, los aterradores progresos de la enfermedad que minaba su existencia, y la aproximación del inevitable suceso que había de hundir en el sepulcro aquella inocente víctima de la ambición ajena; más de cien veces volvió a la carga con el difícil tema a su esposo el Almirante; pero fuerza es confesar que en éste no obraba tan activamente la compasión; y desarrollado su egoísmo por las diarias luchas y contrariedades del mando, no se preocupaba ya poco ni mucho de buscar el medio de desbaratar la proyectada boda de su teniente y aliado. También es verdad que jamás se comprometió formalmente a hacerlo; y así, se evadía de los apremios de su esposa con buenas o malas razones, acabando siempre por encarecerle la conveniencia de velar por la propia dicha, antes que entrar en cuidados por la de los demás.
Esta conclusión envolvía un recuerdo harto desagradable para la joven señora, que se guardaba muy bien de exponerse, por causa de su generosidad, a otra borrasca conyugal, como la que sin duda recordará el lector.
Pero sus compasivos sentimientos no se acallaban a pesar de todo, ni cesaban de sugerirle ingeniosos medios de ganar tiempo, que era el único servicio que podía prestar a su desolada amiga. Aprovechaba y solicitaba las ocasiones de hablar con Don Cristóbal de Cuéllar, haciendo recaer diestramente la conversación sobre las dolencias que aquejaban a la prometida de Velázquez, y representando con elocuencia los riesgos de un cambio de estado, mientras la joven enferma no se repusiera de su visible postración. El señor de Cuéllar era padre al fin, y no tenía entrañas de tigre, llegando a causar en él viva impresión las hábiles insinuaciones de la Virreina; y sin duda a ésta se debía la inesperada objeción que halló Velázquez de parte del Contador, al reclamar el cumplimiento de lo pactado. Por acaso, las consideraciones paternales se avenían con las circunstancias en que de momento se hallaba el Capitán que iba a sojuzgar a Cuba, para quien realmente hubiera sido un embarazo casarse antes de acometer su grave empresa, y mucho más llevar consigo el cuidado de una esposa enferma.
Todo se arregló, pues, por de pronto, a satisfacción relativa de las partes interesadas, y María de Cuéllar vio prolongarse por unos días más aquella angustiosa situación en que la conciencia del mal inminente iba minando y destruyendo más y más su existencia.
—¿No sería mejor acabar de una vez? –se preguntaba, cansada al fin de la ansiedad y las dudosas perspectivas que hacía tiempo atormentaban su espíritu.