35. El Bahoruco by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Era en los primeros días del otoño; pero el otoño, en los valles afortunados de la Maguana, ni amortigua el verde brillante de las hierbas que esmaltan las llanuras, ni en los sotos despoja a los árboles de su pomposo follaje. Más bien parece que toda aquella vegetación, sintiendo atenuarse el calor canicular de los rayos solares, viste los arreos que en otros climas están reservados a la florida primavera, para tributar en festivo alarde su homenaje de gratitud al fecundo Principio Creador.
Dotado Enriquillo de sensibilidad exquisita, y capaz por su delicado instinto como por la superioridad de su inteligencia, de ese entusiasmo sencillo, cuanto sublime, que genera el sentimiento de lo bello, olvidaba sus penas al recorrer, seguido del fiel Tamayo, y del no menos fiel mastín que solía acompañarle, por una mañana sin nubes, aquellas dilatadas y hermosas praderas, donde la vista se esparce con embeleso en todas direcciones, y se respira un ambiente embalsamado; y las auras, rozando con sus alas invisibles las leves y ondulantes gramíneas, murmuran al oído misteriosas e inefables melodías.
En el seno de aquellos esplendores de la naturaleza, el cacique experimentaba la necesidad de expandir en la comunicación con otro ser inteligente y sensible sus gratas impresiones; y creyendo que Tamayo era capaz de reflejarlas, que experimentaría como él la sensación halagüeña de respirar con libertad en medio de aquel vasto espacio, embellecido con todos los primores de la fauna y la flora tropicales, trataba de poner su espíritu en íntima comunión con el de su adusto compañero, evocando su admiración cada vez que se ofrecía a sus extasiados sentidos un objeto más peregrino o seductor que los demás del vistoso y variado panorama. Pero sus tentativas en este sentido siempre salían frustradas, y Tamayo, parodiando sin saberlo a un célebre varón ateniense, era el hacha de los discursos entusiastas de Enriquillo. Llamaba éste la atención del rudo mayoral hacia los fantásticos cambiantes del lejano horizonte, y obtenía esta helada respuesta:
—Si llegamos allá no hallaremos nada: eso parece, y no es. ¡Así son las esperanzas del triste indio!
Volvía Enriquillo a la carga al cabo de un cuarto de hora:
—Esta linda sabana, Tamayo, es de las que hacen creer al padre Las Casas que en nuestra hermosa tierra estaba el paraíso de Adán.
—Pero nosotros los indios somos como el padre Adán después del pecado –respondió el inexorable Tamayo.
—Mira allá a lo lejos –insistía Enriquillo– aquellas alturas: repara cómo con la luz del sol que les da de lleno, parecen una ciudad con grandes edificios, como los de Santo Domingo.
—Que buenos trabajos y buenas vidas han costado a los pobres indios –replicaba el empedernido misántropo.
Cansado Enrique de tan persistente manía, dejó de tocar las indóciles fibras de la inerte admiración de Tamayo, y guardó para sí solo en adelante sus originales y poéticas observaciones.
El siguiente día al declinar el sol llegaron a la gran sierra del Bahoruco. Cuando iban a penetrar por uno de sus tortuosos y estrechos desfiladeros, el cacique hizo alto, su mirada brilló con insólito fulgor, y estas palabras salieron grave y acompasadamente de sus labios:
—Oye, Tamayo: desde aquí es preciso que te desprendas de tu mal humor. Se acabó la contemplación desinteresada de la risueña naturaleza: quiero estudiar palmo a palmo, de un lado a otro, a lo largo y a lo ancho, esta serranía del Bahoruco, dominio y señorío de mis mayores: quiero ver si reconozco alguno de los sitios en que, niño, vagué contigo, siguiendo a mi cariñoso tío Guaroa, por estas recónditas soledades. A esto es a lo que en realidad he venido, y no a dar caza a los infelices hermanos nuestros que huyen de la servidumbre.
—¡Enriquillo! –exclamó Tamayo con júbilo, al escuchar esta declaración–. Al fin te acuerdas de tu raza, y te resuelves a salir del poder de Valenzuela. ¿Nos quedaremos en estas inaccesibles montañas?
—Poco a poco, Tamayo –respondió Enrique–; vas muy de carrera. Todo es posible; pero hasta ahora no estamos en el caso de pensar en alzarnos; no. ¡Plazca al cielo que ese extremo
no llegue! –agregó con angustiado acento.
—Bien sé que no llegará nunca para ti, Enriquillo –dijo Tamayo sarcásticamente.
—Yo mismo no lo sé, loco ¿y pretendes tú saberlo? –replicó Enrique–. Sí, te declaro que jamás daré motivo de arrepentimiento a mis bienhechores, dejándome ir a la violencia, en tanto que haya una esperanza de obtener justicia.
—Pues yo te digo, Enriquillo, que abusarán de ti hasta más no poder; buscarás esa justicia que dices, y no la encontrarás.
—Quedan todavía cuatro o cinco horas de día –contestó Enrique mudando bruscamente de tono–: visitemos toda esta parte de la sierra hasta que venga la noche, y continuaremos mañana nuestra exploración.
Desde que se internaron en la cordillera comenzaron a ver indicios de que en ella se albergaban muchos indios alzados, de lo cual pronto obtuvieron completa certidumbre por informes de algunos viejos, parientes o amigos de Tamayo, que vivían ostensiblemente en los sitios menos agrestes, cuidando cerdos y cabras por encargo de algún colono que los dedicaba a esta atención. Fácilmente consiguieron, por medio de estos mismos habitantes de la montaña, ponerse en comunicación con algunos de los fugitivos de La Higuera, a quienes Enriquillo reprendió con bondad por haberle abandonado y expuesto a la cárcel y a otros sufrimientos. Lloraron amargamente los pobres indios al reconocerse culpables para con su cacique, y se ofrecieron a seguirle todos a la Maguana, o a hacer lo que él quisiera.
—¿Volver allá? No –les dijo Enriquillo–; recios castigos os aguardan, y yo prefiero consideraros rescatados de la servidumbre a costa de mi prisión y de los demás disgustos que he sufrido a causa de vuestra fuga. Permaneced por aquí bien ocultos; cultivad vuestros conucos en lo más intrincado y secreto de estos montes, y cuidad de que yo os encuentre fácilmente, cada vez que tenga necesidad de vosotros.
Los prófugos besaron humildemente las manos al cacique prometiéndole cumplir
sus instrucciones punto por punto; y los dos exploradores pudieron proseguir con mayor holgura y conducidos por guías perfectamente prácticos, la minuciosa investigación de muchos picos, laderas, barrancos y precipicios de aquel confuso laberinto de montañas; en cuyo trabajo emplearon cinco o seis días, sin que les faltara el necesario sustento, que en abundancia les proporcionaba la rústica hospitalidad de los moradores del Bahoruco.
Enriquillo parecía encantado con la variedad de objetos y accidentes de aquella original excursión, cuyo fin verdadero no se atrevía a confesarse a sí mismo: los puros aires de la sierra devolvían la salud y el vigor a sus miembros, y el mismo Tamayo, libre de su mal humor habitual, se hacía locuaz y expansivo, hasta el punto de reír abiertamente de vez en cuando.
Dotado Enriquillo de sensibilidad exquisita, y capaz por su delicado instinto como por la superioridad de su inteligencia, de ese entusiasmo sencillo, cuanto sublime, que genera el sentimiento de lo bello, olvidaba sus penas al recorrer, seguido del fiel Tamayo, y del no menos fiel mastín que solía acompañarle, por una mañana sin nubes, aquellas dilatadas y hermosas praderas, donde la vista se esparce con embeleso en todas direcciones, y se respira un ambiente embalsamado; y las auras, rozando con sus alas invisibles las leves y ondulantes gramíneas, murmuran al oído misteriosas e inefables melodías.
En el seno de aquellos esplendores de la naturaleza, el cacique experimentaba la necesidad de expandir en la comunicación con otro ser inteligente y sensible sus gratas impresiones; y creyendo que Tamayo era capaz de reflejarlas, que experimentaría como él la sensación halagüeña de respirar con libertad en medio de aquel vasto espacio, embellecido con todos los primores de la fauna y la flora tropicales, trataba de poner su espíritu en íntima comunión con el de su adusto compañero, evocando su admiración cada vez que se ofrecía a sus extasiados sentidos un objeto más peregrino o seductor que los demás del vistoso y variado panorama. Pero sus tentativas en este sentido siempre salían frustradas, y Tamayo, parodiando sin saberlo a un célebre varón ateniense, era el hacha de los discursos entusiastas de Enriquillo. Llamaba éste la atención del rudo mayoral hacia los fantásticos cambiantes del lejano horizonte, y obtenía esta helada respuesta:
—Si llegamos allá no hallaremos nada: eso parece, y no es. ¡Así son las esperanzas del triste indio!
Volvía Enriquillo a la carga al cabo de un cuarto de hora:
—Esta linda sabana, Tamayo, es de las que hacen creer al padre Las Casas que en nuestra hermosa tierra estaba el paraíso de Adán.
—Pero nosotros los indios somos como el padre Adán después del pecado –respondió el inexorable Tamayo.
—Mira allá a lo lejos –insistía Enriquillo– aquellas alturas: repara cómo con la luz del sol que les da de lleno, parecen una ciudad con grandes edificios, como los de Santo Domingo.
—Que buenos trabajos y buenas vidas han costado a los pobres indios –replicaba el empedernido misántropo.
Cansado Enrique de tan persistente manía, dejó de tocar las indóciles fibras de la inerte admiración de Tamayo, y guardó para sí solo en adelante sus originales y poéticas observaciones.
El siguiente día al declinar el sol llegaron a la gran sierra del Bahoruco. Cuando iban a penetrar por uno de sus tortuosos y estrechos desfiladeros, el cacique hizo alto, su mirada brilló con insólito fulgor, y estas palabras salieron grave y acompasadamente de sus labios:
—Oye, Tamayo: desde aquí es preciso que te desprendas de tu mal humor. Se acabó la contemplación desinteresada de la risueña naturaleza: quiero estudiar palmo a palmo, de un lado a otro, a lo largo y a lo ancho, esta serranía del Bahoruco, dominio y señorío de mis mayores: quiero ver si reconozco alguno de los sitios en que, niño, vagué contigo, siguiendo a mi cariñoso tío Guaroa, por estas recónditas soledades. A esto es a lo que en realidad he venido, y no a dar caza a los infelices hermanos nuestros que huyen de la servidumbre.
—¡Enriquillo! –exclamó Tamayo con júbilo, al escuchar esta declaración–. Al fin te acuerdas de tu raza, y te resuelves a salir del poder de Valenzuela. ¿Nos quedaremos en estas inaccesibles montañas?
—Poco a poco, Tamayo –respondió Enrique–; vas muy de carrera. Todo es posible; pero hasta ahora no estamos en el caso de pensar en alzarnos; no. ¡Plazca al cielo que ese extremo
no llegue! –agregó con angustiado acento.
—Bien sé que no llegará nunca para ti, Enriquillo –dijo Tamayo sarcásticamente.
—Yo mismo no lo sé, loco ¿y pretendes tú saberlo? –replicó Enrique–. Sí, te declaro que jamás daré motivo de arrepentimiento a mis bienhechores, dejándome ir a la violencia, en tanto que haya una esperanza de obtener justicia.
—Pues yo te digo, Enriquillo, que abusarán de ti hasta más no poder; buscarás esa justicia que dices, y no la encontrarás.
—Quedan todavía cuatro o cinco horas de día –contestó Enrique mudando bruscamente de tono–: visitemos toda esta parte de la sierra hasta que venga la noche, y continuaremos mañana nuestra exploración.
Desde que se internaron en la cordillera comenzaron a ver indicios de que en ella se albergaban muchos indios alzados, de lo cual pronto obtuvieron completa certidumbre por informes de algunos viejos, parientes o amigos de Tamayo, que vivían ostensiblemente en los sitios menos agrestes, cuidando cerdos y cabras por encargo de algún colono que los dedicaba a esta atención. Fácilmente consiguieron, por medio de estos mismos habitantes de la montaña, ponerse en comunicación con algunos de los fugitivos de La Higuera, a quienes Enriquillo reprendió con bondad por haberle abandonado y expuesto a la cárcel y a otros sufrimientos. Lloraron amargamente los pobres indios al reconocerse culpables para con su cacique, y se ofrecieron a seguirle todos a la Maguana, o a hacer lo que él quisiera.
—¿Volver allá? No –les dijo Enriquillo–; recios castigos os aguardan, y yo prefiero consideraros rescatados de la servidumbre a costa de mi prisión y de los demás disgustos que he sufrido a causa de vuestra fuga. Permaneced por aquí bien ocultos; cultivad vuestros conucos en lo más intrincado y secreto de estos montes, y cuidad de que yo os encuentre fácilmente, cada vez que tenga necesidad de vosotros.
Los prófugos besaron humildemente las manos al cacique prometiéndole cumplir
sus instrucciones punto por punto; y los dos exploradores pudieron proseguir con mayor holgura y conducidos por guías perfectamente prácticos, la minuciosa investigación de muchos picos, laderas, barrancos y precipicios de aquel confuso laberinto de montañas; en cuyo trabajo emplearon cinco o seis días, sin que les faltara el necesario sustento, que en abundancia les proporcionaba la rústica hospitalidad de los moradores del Bahoruco.
Enriquillo parecía encantado con la variedad de objetos y accidentes de aquella original excursión, cuyo fin verdadero no se atrevía a confesarse a sí mismo: los puros aires de la sierra devolvían la salud y el vigor a sus miembros, y el mismo Tamayo, libre de su mal humor habitual, se hacía locuaz y expansivo, hasta el punto de reír abiertamente de vez en cuando.