32. Cambio de frente by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Fue para Doña Leonor causa de gran alteración y maravilla la nueva que le dio el cacique de que Andrés de Valenzuela había revocado definitivamente las disposiciones de su padre, relativas a la casa que en San Juan estuvo destinada para habitación de los jóvenes esposos.
Protestaba la buena señora contra aquel nuevo rasgo de perversidad del indigno hijo, y se ofrecía a deponer en justicia sobre el derecho que Enriquillo tenía a vivir como propia la referida casa, pues que ella había sido testigo, con Don Alonso de Sotomayor, de cual fuera la expresa voluntad del difunto propietario a ese respecto. Desechó Enriquillo el expediente por inútil, recordando la rectificación que hizo el Don Alonso en la audiencia del teniente Gobernador, a las declaraciones benévolas de su moribundo amigo, y porque repugnaba a la delicadeza del cacique formular reclamación alguna contra el mal hijo, para hacer valer los favores del buen padre.
Era resolución irrevocable de Enrique no volver a hacer mención de ese asunto, y así lo significó a la viuda; consultando con ella y con Mencía el proyecto de comprar otra casa en San Juan para establecer en ella su hogar. Doña Leonor quiso rebatir este propósito, diciendo
al cacique que ninguna casa podía ser más suya que la de ella, para quien era una verdadera dicha el trato y la cariñosa compañía de los dos esposos, y por lo mismo les rogaba que no pensaran en abandonar aquel techo amigo. El afectuoso litigio acabó en transacción, y las dos partes convinieron en que Enriquillo no se daría mucha prisa en comprar casa, sino que iría procurándola con todo espacio, a fin de conseguirla a medida de sus deseos, o en otro caso hacerse construir una; y entre tanto, el matrimonio continuaría disfrutando la amplia y generosa hospitalidad de Doña Leonor; con lo que el cacique podría atender a sus faenas diarias del campo, sin el pesar de que Mencía no quedara bien acompañada.
Esta última parte del arreglo fue, como se puede concebir, muy del agrado de Enriquillo, que por lo demás no quería contrariar a su bondadosa amiga. Viendo al mismo tiempo la dificultad de conseguir una casa de medianas comodidades en aquella población, en que todas las existentes eran viviendas de sus dueños, resolvió a pocos días hacerse construir desde luego una de madera, según el gusto o el capricho de su esposa. Había dado ya con este objeto los primeros pasos, y tenía convenido con el mejor maestro carpintero de la Maguana la forma, condiciones y costo de la construcción para lo cual llegó a adquirir el sitio a propósito y algunos materiales, cuando le detuvo en el principio de la ejecución una ordenanza o mandamiento del teniente Gobernador, en la cual se le notificaba que, a requerimiento de Don Pedro de Mojica, hidalgo, de cincuenta y cinco años de edad, soltero, y en su calidad de tío en el segundo grado de Doña Mencía de Guevara y curador nato de sus bienes, la autoridad judicial decretaba que, por muerte del administrador de dichos bienes. Don Francisco de Valenzuela, el heredero
de éste, su hijo Don Andrés, quedaba obligado a presentar cuenta liquidada y justificada de dicha administración al teniente Gobernador, para que esta autoridad, oyendo los reparos del referido Mojica, aprobara, reformara o reprobara las tales cuentas, según hubiese lugar. Y entretanto, quedaran los bienes depositados en manos de Don Andrés de Valenzuela, hasta nueva disposición, y prohibiéndose absolutamente que el cacique Enrique interviniera en ninguna operación como administrador de hecho, según venía practicándolo indebidamente después de la muerte del verdadero administrador; a causa de no haber llegado a edad de mayoría, y hallarse por tanto en las mismas condiciones de su esposa Doña Mencía, en cuanto a la incapacidad legal de administrar esos bienes, etcétera, etc.
—¿Queréis decir, que un extraño tiene mejor derecho que yo a administrar la hacienda de mi mujer? –preguntó Enrique al oficial de justicia.
—Yo no quiero decir nada, cacique –respondió el alguacil–. Yo no hago más que notificaros, y reclamar vuestra firma aquí al pie de este escrito, para constancia de que quedáis enterado.
—¿Y si no me conformo, maese Domínguez? –volvió a decir Enrique.
—Escribid entonces aquí: “No me conformo”, y firmad después; pero curad que es desacato –replicó el alguacil.
Enrique tomó el papel silenciosamente, escribió la fórmula, y consumó el desacato, firmando con su nombre al pie de aquellas tres palabras.
—Aunque me desollaran vivo –dijo volviendo el escrito al alguacil–, no cometería el más leve desacato contra los preceptos de la autoridad; pero tratándose de defender los derechos e intereses de mi esposa, venga lo que viniere.
—Así lo explicaré al señor teniente Gobernador –contestó Domínguez–. Quedad con Dios, cacique.
Desde aquel día comenzó para el pobre Enriquillo una serie de pruebas y de
mortificaciones que sería cansado y enojoso reseñar en sus infinitos y minuciosos pormenores. Bajo pretexto de que la justicia le había ordenado dar cuenta de la administración de su padre, en lo concerniente a los bienes de Mencía, Valenzuela, siempre instigado por Mojica, no daba punto de reposo al cacique, a quien trataban como a un deudor fraudulento cada vez que se figuraban haber descubierto la menor irregularidad en sus registros. Pero el joven esposo llevaba éstos en tan perfecto orden, que siempre salía victorioso de todos los reparos, y confundía con su sencilla franqueza a sus maliciosos enemigos. No parece sino que tenía previsto el caso, y que se complacía en poner de manifiesto los actos más insignificantes de su inteligente administración.
Si se le pedían copias o extractos de algún documento, certificados por él, no oponía la menor dificultad; pero siempre que intentó Valenzuela arrancarle una firma que supusiera asentimiento a la intervención extraña que se le había impuesto –y la tentativa se repitió muchas veces bajo diferentes formas y pretextos–, el cacique antes de su firma, estampaba la severa fórmula: “No me conformo”, invariablemente. De aquí provenían a cada instante borrascas de mal humor en el voluntarioso Valenzuela, que se vengaba acrecentando de día en día sus exigencias con respecto a los servicios que debían prestarle los indios de Enrique, y por grados subía el tono, apartándose cada vez más de todo miramiento personal hacia aquel joven, “a quien tenía en mayor menosprecio que si fuera estiércol de la plaza”, y que
en realidad “pudiera con más justa razón ser señor que servidor suyo”.
Muchas veces pareció que Valenzuela se inclinaba a la benevolencia y la concordia con el cacique; pero esta buena disposición pasajera sólo tenía un tema para sus manifestantes. Enriquillo y Mencía debían reconciliarse con el señor Mojica, que había sido el verdadero salvador de aquel patrimonio, cuando su sobrina estaba en la primera infancia, y había visto recompensados con ingratitud sus desvelos, merced a las intrigas de Las Casas. Tal era el lenguaje de Valenzuela; pero Enriquillo, fundándose en mejores y más verídicos
argumentos, se negaba absolutamente al deseo del joven hidalgo, y las tentativas de éste en favor de su cómplice resultaban siempre infructuosas.
Hallábase Enriquillo un día en La Higuera, y Mojica, aprovechando su ausencia, se arrojó a hacer por sí mismo una prueba atrevida, entablando comunicación directa con su sobrina. Se presentó en casa de Doña Leonor, e invocando su título de pariente para ver y hablar a Mencía. La joven se negaba a recibirle; pero su repugnancia fue al cabo vencida por las instancias de Doña Leonor, que la exhortaba a no rechazar la visita de su tío, de quien acaso podría servirse la Providencia divina para que ella y su esposo reivindicaran sus fueros y derechos personales. Según la viuda, no era imposible que Dios hubiera tocado aquel corazón empedernido, y hecho entrar en él un saludable remordimiento; por verse a menudo que un malo suele ser resorte eficaz a pesar suyo para realizar el bien. Estas y otras
razones de igual peso, unidas al ascendiente que alcanzaba Doña Leonor en el ánimo de sus agradecidos huéspedes, fueron parte a que Mencía consintiera en admitir a su presencia el
odioso hidalgo.
Cerca de tres años hacía que los dos dejaran de verse y tratarse, desde que Mojica fue echado de la casa del Almirante; incidente del que hizo mención Las Casas en su carta a Don Francisco Valenzuela, antes del matrimonio de Enriquillo con la inocente joven. Esta participaba, como era natural, de la invencible antipatía con que su esposo miraba al pérfido pariente, y al salir acompañada de Doña Leonor a recibir su inesperada visita, apenas lo saludó con una leve inclinación de cabeza, tomó asiento, y aguardó evitando mirar a la cara a Mojica, que éste se explicara sobre el objeto de su solicitud.
—Veo, sobrina mía –dijo con voz meliflua y aflautada el hipócrita–, que mis enemigos han conseguido armaros de desconfianza y mala voluntad en contra mía, y a fe, que obráis locamente en alejaros de mí, y en mostraros tan ingrata conmigo.
Hizo una corta pausa en su discurso, y viendo que la joven nada respondía, prosiguió:
—Mis culpas en contra vuestra, ¿sabéis cuáles han sido? Amaros como a hija mía desde la cuna; soñar para vos un empleo digno de la noble sangre de Guevara, que corre por vuestras venas, y deplorar la maldad y la locura que os han arrojado en los brazos de un mísero y oscuro cacique.
Mencía hizo un movimiento involuntario, pero se repuso y no contestó.
—Hoy mismo –continuó el hidalgo– se empeñan en alimentar vuestra aversión hacia mí; pero yo, movido a misericordia ante vuestro infortunio y abatimiento, acudo a ofreceros una mano protectora, y a deciros con el alma llena de ternura: “Mencía: no estáis desamparada ni sola. De vos depende el vivir opulenta y feliz: os basta con firmar este papel, en el cual pedís a la autoridad separaros de Enriquillo, y constituiros con vuestros bienes bajo mi protección paternal”.
Diciendo estas palabras, el hidalgo frotó con las manos sus dóciles ojos, de los cuales manó copioso llanto.
Mencía le preguntó secamente:
—¿Es eso cuanto teníais que decirme, señor?
—Es todo.
—Pues nada tengo que contestaros. Soy la esposa del cacique Enrique, y nadie podrá separarme de él.
—Pues prepárate a ver redoblar sus sufrimientos y los tuyos, ¡menguada! –dijo fuera de sí y trémulo de rabia Mojica.
—A todo estoy dispuesta –contestó con entereza la joven–; a todo con él. Nada tengo ni quiero de común con vos.
Y sin más ceremonia salió de la sala, dejando a Doña Leonor sola con el corrido hidalgo.
—Os tomo por testigo, señora –dijo éste a la viuda–, de que mi buena voluntad de pariente ha sido despreciada y escarnecida por esa loca, cuando he venido a procurar su bien y su remedio.
—De lo que he sido testigo, señor Don Pedro –dijo con sequedad Doña Leonor–, es de vuestro empeño en ultrajar un sacramento de la santa madre Iglesia. ¿Qué habíais de prometeros de Mencía, que es buena esposa y modelo de virtudes, al pretender que abandone
a su marido?
—Acaso tengáis razón en parte, señora –contestó Mojica reflexionando, y con su estudiada afabilidad–. Puede ser que yo haya ido muy lejos, llevado de mi cariño a esa tontuela; pero vos no desconoceréis la bondad de mi intención en su favor, y si queréis ayudarme, haciendo que Mencía y su esposo dejen de oír las instigaciones de mis enemigos, y me confíen sus poderes, estad segura de que la suerte de ambos mejorará infinito, y vos habréis contribuido a ello en gran manera.
—Mi mucho amor a esa virtuosa pareja, señor hidalgo, me obliga a oíros con vivo interés –dijo Doña Leonor cayendo sencillamente en el lazo–. Procuraré reducir a Enriquillo y Mencía a lo que indicáis como necesario para su provecho; mas os advierto que sea cual
fuere el resultado, yo ampararé siempre, hasta donde alcancen mis fuerzas de mujer, a esos dos jóvenes que sin razón ni motivo se ven aborrecidos y mal mirados de todos.
—Yo haré que cambie esa situación, señora, si vos me ayudáis eficazmente –repuso Mojica.
—Contad con ello, Don Pedro.
El hidalgo se retiró satisfecho, pues siendo Doña Leonor el único apoyo inmediato que tenían los jóvenes esposos entre los colonos españoles de San Juan, no era poca cosa la adquisición de su inocente auxilio para conducir aquellas infelices víctimas a la capitulación completa que él pretendía. Por la noche, en casa de Badillo, se jactaba en presencia de éste y de Valenzuela del buen éxito que había alcanzado su diligencia, prometiéndose que muy pronto se les entregaría a discreción la rebelde pareja, y los bienes de Mencía, nueva túnica del Crucificado, serían repartidos sin obstáculo ni responsabilidad entre los tres cómplices
de aquella odiosa intriga.
Protestaba la buena señora contra aquel nuevo rasgo de perversidad del indigno hijo, y se ofrecía a deponer en justicia sobre el derecho que Enriquillo tenía a vivir como propia la referida casa, pues que ella había sido testigo, con Don Alonso de Sotomayor, de cual fuera la expresa voluntad del difunto propietario a ese respecto. Desechó Enriquillo el expediente por inútil, recordando la rectificación que hizo el Don Alonso en la audiencia del teniente Gobernador, a las declaraciones benévolas de su moribundo amigo, y porque repugnaba a la delicadeza del cacique formular reclamación alguna contra el mal hijo, para hacer valer los favores del buen padre.
Era resolución irrevocable de Enrique no volver a hacer mención de ese asunto, y así lo significó a la viuda; consultando con ella y con Mencía el proyecto de comprar otra casa en San Juan para establecer en ella su hogar. Doña Leonor quiso rebatir este propósito, diciendo
al cacique que ninguna casa podía ser más suya que la de ella, para quien era una verdadera dicha el trato y la cariñosa compañía de los dos esposos, y por lo mismo les rogaba que no pensaran en abandonar aquel techo amigo. El afectuoso litigio acabó en transacción, y las dos partes convinieron en que Enriquillo no se daría mucha prisa en comprar casa, sino que iría procurándola con todo espacio, a fin de conseguirla a medida de sus deseos, o en otro caso hacerse construir una; y entre tanto, el matrimonio continuaría disfrutando la amplia y generosa hospitalidad de Doña Leonor; con lo que el cacique podría atender a sus faenas diarias del campo, sin el pesar de que Mencía no quedara bien acompañada.
Esta última parte del arreglo fue, como se puede concebir, muy del agrado de Enriquillo, que por lo demás no quería contrariar a su bondadosa amiga. Viendo al mismo tiempo la dificultad de conseguir una casa de medianas comodidades en aquella población, en que todas las existentes eran viviendas de sus dueños, resolvió a pocos días hacerse construir desde luego una de madera, según el gusto o el capricho de su esposa. Había dado ya con este objeto los primeros pasos, y tenía convenido con el mejor maestro carpintero de la Maguana la forma, condiciones y costo de la construcción para lo cual llegó a adquirir el sitio a propósito y algunos materiales, cuando le detuvo en el principio de la ejecución una ordenanza o mandamiento del teniente Gobernador, en la cual se le notificaba que, a requerimiento de Don Pedro de Mojica, hidalgo, de cincuenta y cinco años de edad, soltero, y en su calidad de tío en el segundo grado de Doña Mencía de Guevara y curador nato de sus bienes, la autoridad judicial decretaba que, por muerte del administrador de dichos bienes. Don Francisco de Valenzuela, el heredero
de éste, su hijo Don Andrés, quedaba obligado a presentar cuenta liquidada y justificada de dicha administración al teniente Gobernador, para que esta autoridad, oyendo los reparos del referido Mojica, aprobara, reformara o reprobara las tales cuentas, según hubiese lugar. Y entretanto, quedaran los bienes depositados en manos de Don Andrés de Valenzuela, hasta nueva disposición, y prohibiéndose absolutamente que el cacique Enrique interviniera en ninguna operación como administrador de hecho, según venía practicándolo indebidamente después de la muerte del verdadero administrador; a causa de no haber llegado a edad de mayoría, y hallarse por tanto en las mismas condiciones de su esposa Doña Mencía, en cuanto a la incapacidad legal de administrar esos bienes, etcétera, etc.
—¿Queréis decir, que un extraño tiene mejor derecho que yo a administrar la hacienda de mi mujer? –preguntó Enrique al oficial de justicia.
—Yo no quiero decir nada, cacique –respondió el alguacil–. Yo no hago más que notificaros, y reclamar vuestra firma aquí al pie de este escrito, para constancia de que quedáis enterado.
—¿Y si no me conformo, maese Domínguez? –volvió a decir Enrique.
—Escribid entonces aquí: “No me conformo”, y firmad después; pero curad que es desacato –replicó el alguacil.
Enrique tomó el papel silenciosamente, escribió la fórmula, y consumó el desacato, firmando con su nombre al pie de aquellas tres palabras.
—Aunque me desollaran vivo –dijo volviendo el escrito al alguacil–, no cometería el más leve desacato contra los preceptos de la autoridad; pero tratándose de defender los derechos e intereses de mi esposa, venga lo que viniere.
—Así lo explicaré al señor teniente Gobernador –contestó Domínguez–. Quedad con Dios, cacique.
Desde aquel día comenzó para el pobre Enriquillo una serie de pruebas y de
mortificaciones que sería cansado y enojoso reseñar en sus infinitos y minuciosos pormenores. Bajo pretexto de que la justicia le había ordenado dar cuenta de la administración de su padre, en lo concerniente a los bienes de Mencía, Valenzuela, siempre instigado por Mojica, no daba punto de reposo al cacique, a quien trataban como a un deudor fraudulento cada vez que se figuraban haber descubierto la menor irregularidad en sus registros. Pero el joven esposo llevaba éstos en tan perfecto orden, que siempre salía victorioso de todos los reparos, y confundía con su sencilla franqueza a sus maliciosos enemigos. No parece sino que tenía previsto el caso, y que se complacía en poner de manifiesto los actos más insignificantes de su inteligente administración.
Si se le pedían copias o extractos de algún documento, certificados por él, no oponía la menor dificultad; pero siempre que intentó Valenzuela arrancarle una firma que supusiera asentimiento a la intervención extraña que se le había impuesto –y la tentativa se repitió muchas veces bajo diferentes formas y pretextos–, el cacique antes de su firma, estampaba la severa fórmula: “No me conformo”, invariablemente. De aquí provenían a cada instante borrascas de mal humor en el voluntarioso Valenzuela, que se vengaba acrecentando de día en día sus exigencias con respecto a los servicios que debían prestarle los indios de Enrique, y por grados subía el tono, apartándose cada vez más de todo miramiento personal hacia aquel joven, “a quien tenía en mayor menosprecio que si fuera estiércol de la plaza”, y que
en realidad “pudiera con más justa razón ser señor que servidor suyo”.
Muchas veces pareció que Valenzuela se inclinaba a la benevolencia y la concordia con el cacique; pero esta buena disposición pasajera sólo tenía un tema para sus manifestantes. Enriquillo y Mencía debían reconciliarse con el señor Mojica, que había sido el verdadero salvador de aquel patrimonio, cuando su sobrina estaba en la primera infancia, y había visto recompensados con ingratitud sus desvelos, merced a las intrigas de Las Casas. Tal era el lenguaje de Valenzuela; pero Enriquillo, fundándose en mejores y más verídicos
argumentos, se negaba absolutamente al deseo del joven hidalgo, y las tentativas de éste en favor de su cómplice resultaban siempre infructuosas.
Hallábase Enriquillo un día en La Higuera, y Mojica, aprovechando su ausencia, se arrojó a hacer por sí mismo una prueba atrevida, entablando comunicación directa con su sobrina. Se presentó en casa de Doña Leonor, e invocando su título de pariente para ver y hablar a Mencía. La joven se negaba a recibirle; pero su repugnancia fue al cabo vencida por las instancias de Doña Leonor, que la exhortaba a no rechazar la visita de su tío, de quien acaso podría servirse la Providencia divina para que ella y su esposo reivindicaran sus fueros y derechos personales. Según la viuda, no era imposible que Dios hubiera tocado aquel corazón empedernido, y hecho entrar en él un saludable remordimiento; por verse a menudo que un malo suele ser resorte eficaz a pesar suyo para realizar el bien. Estas y otras
razones de igual peso, unidas al ascendiente que alcanzaba Doña Leonor en el ánimo de sus agradecidos huéspedes, fueron parte a que Mencía consintiera en admitir a su presencia el
odioso hidalgo.
Cerca de tres años hacía que los dos dejaran de verse y tratarse, desde que Mojica fue echado de la casa del Almirante; incidente del que hizo mención Las Casas en su carta a Don Francisco Valenzuela, antes del matrimonio de Enriquillo con la inocente joven. Esta participaba, como era natural, de la invencible antipatía con que su esposo miraba al pérfido pariente, y al salir acompañada de Doña Leonor a recibir su inesperada visita, apenas lo saludó con una leve inclinación de cabeza, tomó asiento, y aguardó evitando mirar a la cara a Mojica, que éste se explicara sobre el objeto de su solicitud.
—Veo, sobrina mía –dijo con voz meliflua y aflautada el hipócrita–, que mis enemigos han conseguido armaros de desconfianza y mala voluntad en contra mía, y a fe, que obráis locamente en alejaros de mí, y en mostraros tan ingrata conmigo.
Hizo una corta pausa en su discurso, y viendo que la joven nada respondía, prosiguió:
—Mis culpas en contra vuestra, ¿sabéis cuáles han sido? Amaros como a hija mía desde la cuna; soñar para vos un empleo digno de la noble sangre de Guevara, que corre por vuestras venas, y deplorar la maldad y la locura que os han arrojado en los brazos de un mísero y oscuro cacique.
Mencía hizo un movimiento involuntario, pero se repuso y no contestó.
—Hoy mismo –continuó el hidalgo– se empeñan en alimentar vuestra aversión hacia mí; pero yo, movido a misericordia ante vuestro infortunio y abatimiento, acudo a ofreceros una mano protectora, y a deciros con el alma llena de ternura: “Mencía: no estáis desamparada ni sola. De vos depende el vivir opulenta y feliz: os basta con firmar este papel, en el cual pedís a la autoridad separaros de Enriquillo, y constituiros con vuestros bienes bajo mi protección paternal”.
Diciendo estas palabras, el hidalgo frotó con las manos sus dóciles ojos, de los cuales manó copioso llanto.
Mencía le preguntó secamente:
—¿Es eso cuanto teníais que decirme, señor?
—Es todo.
—Pues nada tengo que contestaros. Soy la esposa del cacique Enrique, y nadie podrá separarme de él.
—Pues prepárate a ver redoblar sus sufrimientos y los tuyos, ¡menguada! –dijo fuera de sí y trémulo de rabia Mojica.
—A todo estoy dispuesta –contestó con entereza la joven–; a todo con él. Nada tengo ni quiero de común con vos.
Y sin más ceremonia salió de la sala, dejando a Doña Leonor sola con el corrido hidalgo.
—Os tomo por testigo, señora –dijo éste a la viuda–, de que mi buena voluntad de pariente ha sido despreciada y escarnecida por esa loca, cuando he venido a procurar su bien y su remedio.
—De lo que he sido testigo, señor Don Pedro –dijo con sequedad Doña Leonor–, es de vuestro empeño en ultrajar un sacramento de la santa madre Iglesia. ¿Qué habíais de prometeros de Mencía, que es buena esposa y modelo de virtudes, al pretender que abandone
a su marido?
—Acaso tengáis razón en parte, señora –contestó Mojica reflexionando, y con su estudiada afabilidad–. Puede ser que yo haya ido muy lejos, llevado de mi cariño a esa tontuela; pero vos no desconoceréis la bondad de mi intención en su favor, y si queréis ayudarme, haciendo que Mencía y su esposo dejen de oír las instigaciones de mis enemigos, y me confíen sus poderes, estad segura de que la suerte de ambos mejorará infinito, y vos habréis contribuido a ello en gran manera.
—Mi mucho amor a esa virtuosa pareja, señor hidalgo, me obliga a oíros con vivo interés –dijo Doña Leonor cayendo sencillamente en el lazo–. Procuraré reducir a Enriquillo y Mencía a lo que indicáis como necesario para su provecho; mas os advierto que sea cual
fuere el resultado, yo ampararé siempre, hasta donde alcancen mis fuerzas de mujer, a esos dos jóvenes que sin razón ni motivo se ven aborrecidos y mal mirados de todos.
—Yo haré que cambie esa situación, señora, si vos me ayudáis eficazmente –repuso Mojica.
—Contad con ello, Don Pedro.
El hidalgo se retiró satisfecho, pues siendo Doña Leonor el único apoyo inmediato que tenían los jóvenes esposos entre los colonos españoles de San Juan, no era poca cosa la adquisición de su inocente auxilio para conducir aquellas infelices víctimas a la capitulación completa que él pretendía. Por la noche, en casa de Badillo, se jactaba en presencia de éste y de Valenzuela del buen éxito que había alcanzado su diligencia, prometiéndose que muy pronto se les entregaría a discreción la rebelde pareja, y los bienes de Mencía, nueva túnica del Crucificado, serían repartidos sin obstáculo ni responsabilidad entre los tres cómplices
de aquella odiosa intriga.