3. Lobo y oveja by Manuel de Jess Galvn Lyrics
EL INTENDENTE O MAYORDOMO de Doña Ana era un hombre como de cuarenta años de edad; llamábase Pedro de Mojica y tenía efectivamente parentesco próximo con el difunto Guevara, y por consiguiente con la hija de Higuemota.
Muy avara de sus dones se había demostrado la naturaleza con aquel individuo, que a una notable fealdad de rostro y cuerpo unía un alma sórdida y perversa. En su fisonomía campeaba un carácter grotesco, del cual trataba de aprovecharse, para mitigar, con chistes y bufonadas que excitaban la risa, el desagradable efecto que a todos causaba su pésima catadura, sus espesas y arqueadas cejas, nariz curva como el pico de un ave de rapiña, boca hendida casi hasta las orejas, y demás componentes análogos de toda su persona. Tenía grande esmero en el vestir; pero sus galas, el brocado de su ropilla, las vistosas plumas del sombrero, la seda de sus gregüescos y el lustre de sus armas, todo quedaba deplorablemente deslucido por el contraste de unas carnosas espaldas que parecían agobiarle bajo su peso, inclinándose hacia adelante, y un par de piernas que describían cada cual una curva convexa, como evitándose mutuamente. Una eterna sonrisa, que el tal hombre se esforzaba por hacer benévola, y sólo era sarcástica y burlona, completaba este tipo especial, y lo hacía sumamente divertido para que consiguiera vencer la repugnancia instintiva, primera impresión que hacía en los ánimos la presencia del hidalgo Pedro de Mojica.
Su entendimiento era despejado; trataba los negocios de interés con grande inteligencia, y su genio especulador y codicioso lo conducía siempre a resultados seguros y a medros positivos. Así, mientras que todos sus amigos y compañeros de la colonia se dejaban mecer por ilusiones doradas, y rendían el bienestar, la salud y la vida corriendo desalados tras los deslumbradores fantasmas que forjaba su imaginación, soñando siempre con minas de oro más ricas las unas que las otras; nuestro hombre tomaba un sendero más llano y cómodo; veía de una sola ojeada todo el partido que podía sacarse de aquellos feraces terrenos y de la servidumbre de los indios, y, como el águila que acomete a su presa, se disparaba en línea perpendicular sobre la viuda Doña Ana de Guevara, cuyo rango y posición especial abrían inmenso campo a las especulaciones codiciosas de Mojica, a favor de su precioso título de pariente y protector nato de la niña Mencía. Reclamó, pues, la tutela de Doña Ana, cuya inexperiencia, según él, la hacía incapaz de velar por si y por sus intereses; pero Ovando, aunque decidido favorecedor de Don Pedro, que le había ganado la voluntad con su trato ameno y la lucidez de sus discursos, no quiso concederle la cualidad de tutor, temiendo investirle con una autoridad que pudiera degenerar en despótica, y producir nuevos cargos para su asendereada conciencia.
No creyó que la altivez del hidalgo se aviniera al título de mayordomo, y su sorpresa fue grande cuando al contestar a Mojica que, en su sentir, Doña Ana debía gobernarse y gobernar su casa ni más ni menos que como una dama de Castilla, y que para esto le bastaba con un buen intendente, Don Pedro le manifestó su deseo de llenar las funciones de tal, en obsequio a la fortuna y el porvenir de su tierna sobrina.
Accedió gustoso el gobernador a tan honrada y modesta solicitud, y desde ese punto Don Pedro entró en campaña, desplegando los grandes recursos de su ingenio para lograr más cumplidamente su objeto.
Su principal empeño era apoderarse del ánimo de Doña Ana, y a este fin tentó las vías del amor, con un arte y una audacia dignos de mejor éxito que el que obtuvo; pues la joven de todas sus tentativas correspondió con un desdén tan glacial, con unas demostraciones de antipatía tan francas e inequívocas, que por fuerza tuvo que reconocer muy pronto el contrahecho galán lo ineficaz y absurdo de su pretensión.
Un momento pensó en proponer a su protector Ovando que le diera a la viuda por esposa; pero recordaba el tono grave, la alta consideración con que el gobernador había hablado de la joven señora, y desistió de su intento, temeroso de echarlo todo a perder descubriendo la ambición que era el móvil oculto de todas sus acciones.
Se resignó, pues, a su papel de intendente, y lo desempeñó con rara habilidad. Prodigaba los agasajos y caricias a su amada sobrina Mencía; hablaba constantemente de sus propósitos de educarla brillantemente, de hacer fructificar su fortuna, y llevarla un día a Castilla para enlazaría con algún señor principal: era celosísimo defensor de los derechos y prerrogativas de Doña Ana, bajo el doble concepto de princesa india y señora cristiana; y tanto hizo, que consiguió captarse el aprecio y la confianza de la agradecida madre, convencida al fin de que aquel pariente le había llovido del cielo, y que, después de ella, nadie podría tomar un interés más sincero por la suerte de su Mencía; y al calor de esta convicción, olvidó completamente los pruritos amorosos de su intendente, que sólo habían durado el espacio de tres o cuatro días, al entrar en funciones cerca de la bella Higuemota; la que por otra parte estaba muy avezada a mirar con indiferencia los efectos de la admiración que generalmente causaba su peregrina hermosura.
Pero el señor Mojica distaba mucho de los sentimientos benévolos que magistralmente afectaba. La repulsa que sus primeras pretensiones obtuvieran había herido vivamente su amor propio; y si por un momento las desgracias de la joven habían impresionado su alma y encendido en ella alguna chispa de verdadero amor, el despecho de la derrota había convertido esa chispa en hoguera de odio, y nada le hubiera sido tan grato como exterminar a aquella infeliz criatura, a quien las circunstancias y sus cálculos egoístas le obligaban a tratar ostensiblemente con la solicitud de un padre, y a velar cuidadosamente por su existencia y bienestar, como los filones de cuya explotación debía él recoger grandes y prontos medros.
Y así, mientras acotaba terrenos e inscribía en sus registros vasallos indios al servicio de Doña Ana, y establecía en diversos puntos del territorio de Jaragua hatos y granjerías de todo género, un pensamiento fijo ocupaba su mente; un propósito siniestro se asentaba en su ánimo; un problema tenazmente planteado ocupaba su imaginación: hallar el modo de perder a Doña Ana de Guevara, apropiándose todos los bienes de que él, Mojica, era mero administrador.
Muy avara de sus dones se había demostrado la naturaleza con aquel individuo, que a una notable fealdad de rostro y cuerpo unía un alma sórdida y perversa. En su fisonomía campeaba un carácter grotesco, del cual trataba de aprovecharse, para mitigar, con chistes y bufonadas que excitaban la risa, el desagradable efecto que a todos causaba su pésima catadura, sus espesas y arqueadas cejas, nariz curva como el pico de un ave de rapiña, boca hendida casi hasta las orejas, y demás componentes análogos de toda su persona. Tenía grande esmero en el vestir; pero sus galas, el brocado de su ropilla, las vistosas plumas del sombrero, la seda de sus gregüescos y el lustre de sus armas, todo quedaba deplorablemente deslucido por el contraste de unas carnosas espaldas que parecían agobiarle bajo su peso, inclinándose hacia adelante, y un par de piernas que describían cada cual una curva convexa, como evitándose mutuamente. Una eterna sonrisa, que el tal hombre se esforzaba por hacer benévola, y sólo era sarcástica y burlona, completaba este tipo especial, y lo hacía sumamente divertido para que consiguiera vencer la repugnancia instintiva, primera impresión que hacía en los ánimos la presencia del hidalgo Pedro de Mojica.
Su entendimiento era despejado; trataba los negocios de interés con grande inteligencia, y su genio especulador y codicioso lo conducía siempre a resultados seguros y a medros positivos. Así, mientras que todos sus amigos y compañeros de la colonia se dejaban mecer por ilusiones doradas, y rendían el bienestar, la salud y la vida corriendo desalados tras los deslumbradores fantasmas que forjaba su imaginación, soñando siempre con minas de oro más ricas las unas que las otras; nuestro hombre tomaba un sendero más llano y cómodo; veía de una sola ojeada todo el partido que podía sacarse de aquellos feraces terrenos y de la servidumbre de los indios, y, como el águila que acomete a su presa, se disparaba en línea perpendicular sobre la viuda Doña Ana de Guevara, cuyo rango y posición especial abrían inmenso campo a las especulaciones codiciosas de Mojica, a favor de su precioso título de pariente y protector nato de la niña Mencía. Reclamó, pues, la tutela de Doña Ana, cuya inexperiencia, según él, la hacía incapaz de velar por si y por sus intereses; pero Ovando, aunque decidido favorecedor de Don Pedro, que le había ganado la voluntad con su trato ameno y la lucidez de sus discursos, no quiso concederle la cualidad de tutor, temiendo investirle con una autoridad que pudiera degenerar en despótica, y producir nuevos cargos para su asendereada conciencia.
No creyó que la altivez del hidalgo se aviniera al título de mayordomo, y su sorpresa fue grande cuando al contestar a Mojica que, en su sentir, Doña Ana debía gobernarse y gobernar su casa ni más ni menos que como una dama de Castilla, y que para esto le bastaba con un buen intendente, Don Pedro le manifestó su deseo de llenar las funciones de tal, en obsequio a la fortuna y el porvenir de su tierna sobrina.
Accedió gustoso el gobernador a tan honrada y modesta solicitud, y desde ese punto Don Pedro entró en campaña, desplegando los grandes recursos de su ingenio para lograr más cumplidamente su objeto.
Su principal empeño era apoderarse del ánimo de Doña Ana, y a este fin tentó las vías del amor, con un arte y una audacia dignos de mejor éxito que el que obtuvo; pues la joven de todas sus tentativas correspondió con un desdén tan glacial, con unas demostraciones de antipatía tan francas e inequívocas, que por fuerza tuvo que reconocer muy pronto el contrahecho galán lo ineficaz y absurdo de su pretensión.
Un momento pensó en proponer a su protector Ovando que le diera a la viuda por esposa; pero recordaba el tono grave, la alta consideración con que el gobernador había hablado de la joven señora, y desistió de su intento, temeroso de echarlo todo a perder descubriendo la ambición que era el móvil oculto de todas sus acciones.
Se resignó, pues, a su papel de intendente, y lo desempeñó con rara habilidad. Prodigaba los agasajos y caricias a su amada sobrina Mencía; hablaba constantemente de sus propósitos de educarla brillantemente, de hacer fructificar su fortuna, y llevarla un día a Castilla para enlazaría con algún señor principal: era celosísimo defensor de los derechos y prerrogativas de Doña Ana, bajo el doble concepto de princesa india y señora cristiana; y tanto hizo, que consiguió captarse el aprecio y la confianza de la agradecida madre, convencida al fin de que aquel pariente le había llovido del cielo, y que, después de ella, nadie podría tomar un interés más sincero por la suerte de su Mencía; y al calor de esta convicción, olvidó completamente los pruritos amorosos de su intendente, que sólo habían durado el espacio de tres o cuatro días, al entrar en funciones cerca de la bella Higuemota; la que por otra parte estaba muy avezada a mirar con indiferencia los efectos de la admiración que generalmente causaba su peregrina hermosura.
Pero el señor Mojica distaba mucho de los sentimientos benévolos que magistralmente afectaba. La repulsa que sus primeras pretensiones obtuvieran había herido vivamente su amor propio; y si por un momento las desgracias de la joven habían impresionado su alma y encendido en ella alguna chispa de verdadero amor, el despecho de la derrota había convertido esa chispa en hoguera de odio, y nada le hubiera sido tan grato como exterminar a aquella infeliz criatura, a quien las circunstancias y sus cálculos egoístas le obligaban a tratar ostensiblemente con la solicitud de un padre, y a velar cuidadosamente por su existencia y bienestar, como los filones de cuya explotación debía él recoger grandes y prontos medros.
Y así, mientras acotaba terrenos e inscribía en sus registros vasallos indios al servicio de Doña Ana, y establecía en diversos puntos del territorio de Jaragua hatos y granjerías de todo género, un pensamiento fijo ocupaba su mente; un propósito siniestro se asentaba en su ánimo; un problema tenazmente planteado ocupaba su imaginación: hallar el modo de perder a Doña Ana de Guevara, apropiándose todos los bienes de que él, Mojica, era mero administrador.