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28. La confidencia by Manuel de Jess Galvn Lyrics

Genre: misc | Year: 1882

Poco antes de regresar de La Vega los Virreyes, en una hermosa y apacible mañana de septiembre, el padre Las Casas entró en la iglesia mayor de Santo Domingo, y mientras llegaba la hora de oficiar la misa tomó asiento en un confesonario, siguiendo la costumbre que había adoptado desde su consagración. No bien acababa de instalarse, cuando una mujer esbelta, de porte distinguido y airoso, aunque vestida de negro y con escaso aliño, se acercó lentamente al confesor, y se postró a sus pies. Llevaba pendiente de negra toquilla un largo y denso velo que le cubría la faz y todo el busto. En vez de comenzar con las fórmulas y oraciones usuales en el tribunal de la penitencia, la desconocida habló al sacerdote en estos términos:

Padre Las Casas, ¿queréis consolar a una triste?

—¿Podréis dudarlo, hija? –respondió el ministro del Señor–: consolar al afligido es para mí el más grato de mis deberes sacerdotales.

—Pues hacedme la merced de escuchar, no mi confesión, sino una confidencia que necesito haceros; y dadme consejo sobre el partido que debo tomar en el caso que voy a consultaros.
La desconocida hizo una pausa, como recogiendo y concertando sus ideas. A breve rato prosiguió con voz entrecortada y breve acento:

—Yo amaba a un hombre, con el inocente amor de los espíritus bienaventurados, que entonan sus cánticos al pie del trono del Altísimo… Obligada por mi padre a casarme con otro, iré al sacrificio como hija obediente; pero sé que voy a morir…; digo mal: ya siento el frío de la muerte invadir todo mi ser.

“Esta certidumbre me sirve de consuelo, me da valor para arrostrar mi triste destino; pero no sé si ofenderé a Dios en ello. Decidme vos, padre Las Casas, si hago mal en aborrecer la existencia, y si debo o no dejarme conducir a un tálamo nupcial que muy pronto se convertirá para mí en túmulo funerario…”.

—Hacéis bien, hija mía –replicó Las Casas–, en obedecer a vuestro padre; pero haréis muy mal en no resignaros a vuestra suerte, y en ir al término de vuestra existencia por el camino de la desesperación.

—No es eso, padre mío: yo estoy resignada a todo; pero mis fuerzas son insuficientes para soportar la vida siendo la esposa de Diego Velázquez, y sabiendo que he desgarrado el corazón de Grijalva; ¡ese corazón que era todo mío!

—¡Según eso, vos sois Doña María de Cuéllar! –exclamó Las Casas sorprendido.

—¡Yo soy esa infeliz, padre mío! Si a lo menos me asistiera la esperanza de que un día, no muy lejano sin duda, cuando yo sucumba al peso de mis dolores, y mis ojos se cierren a la luz del mundo, Grijalva llegara a convencerse de que él ha sido, es y será mi único amor, yo estaría más tranquila, porque sé que esa certidumbre confortaría, su ánimo, y le serviría de consuelo en todos sus infortunios… Pero yo sería muy culpable si en vida mía y prometida a otro, le anticipara ese consuelo.
—¡Sin duda alguna, María! –interrumpió vivamente Las Casas–. No debéis pensar en ello siquiera.

—¡Cielos! –exclamó la joven consternada–; pero yo sé que él es muy desgraciado: cada vez que leo el billete en que se despidió de mí (y lo he leído más de cien veces), me devora el remordimiento de haber matado su felicidad y su esperanza en la tierra, y me asalta el temor de que llegue a dudar de la bondad de Dios, y caiga en la desesperación. No lo dudéis, padre mío: si yo muero, y no le ordeno que viva resignado, su alma se perderá; y yo quiero que su alma se salve, y que en la presencia del Señor se una con la mía.

—¿Y qué discurrís hacer? –preguntó Las Casas profundamente conmovido.

—Tomad, padre –respondió sin vacilar la joven–; guardad ese papel, romped su sello si os place, leedle, y vos veréis si la religión se opone o no, a que llegue a poder de Grijalva, cuando esta infeliz haya cesado de existir.

Diciendo estas palabras, María de Cuéllar puso en manos del sacerdote un bolsillo de Marroquín negro bordado de oro, que contenía la mencionada misiva. Era la que escribió en aquel triste día de la partida de Grijalva.

—Bien está –dijo Las Casas–; yo leeré con atención este papel, y si su contenido corresponde a la angélica pureza de todo vuestro lenguaje, María, yo os ofrezco solemnemente, aquí en la presencia del Señor, que juan de Grijalva lo recibirá cuando sea conveniente; y de todos modos, si vuestro triste presentimiento llegara a realizarse, si el Señor se digna llamar a su seno vuestra alma candorosa, id tranquila, hija mía, que a mi cargo queda hacer saber a Grijalva vuestros votos porque persevere en la virtud, y se haga digno de subir un día a la celeste altura, donde está reservado tierno galardón a los que acá abajo padecen los rigores y la injusticia de los hombres.

María de Cuéllar besó con gratitud la diestra del sacerdote, y se alejó del confesionario lentamente.