27. Novedades by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Por la noche, durante la cena, el cacique refirió a su mujer y a Doña Leonor su conversación con Andrés de Valenzuela.
—¿Nada te dijo de la casa? –preguntó Mencía a su esposo.
—Ni una palabra –respondió éste–; dejaré pasar dos o tres días para explorar su intención.
—Eso no corre prisa, amigos míos –dijo Doña Leonor–. Yo no pienso dejaros ir de aquí tan pronto.
Enriquillo no insistió en el punto. Meditaba subordinar su conducta a los consejos que había pedido, y debía recibir de Las Casas. El domingo fue a oír misa con Mencía. Al salir de la iglesia repararon en Valenzuela que con Mojica, el teniente Gobernador Badillo y algún
otro curioso, formaban el acostumbrado corro a la puerta del templo. La faz de Valenzuela dejaba traslucir una siniestra alegría, y la de su infame confidente se mostró más sarcástica y desvergonzada que nunca, a vista de la devota pareja.
El cacique saludó quitándose con respeto el sombrero, al pasar junto al grupo, sin obtener más contestación a su saludo que un irónico y desdeñoso Adiós, cacique, lanzado por Mojica, cuya voz heló la sangre en las venas a Enriquillo.
—Alguna desdicha me amenaza, Mencía –dijo a su esposa cuando hubo dado algunos pasos lejos del grupo.
—¿Has visto algún cuervo? –respondió la joven, sonriendo.
—He visto a un verdadero demonio, esposa mía –replicó Enriquillo; y comunicó a Mencía su aprensión supersticiosa que tenía la presencia de Mojica por signo de mal agüero.
Después de almorzar, Enrique montó a caballo y se dirigió al Hato. Esperaba con impaciencia la noche, seguro de que su mensajero Galindo llegaría en sus primeras horas, con las nuevas que ansiosamente aguardaba de Santo Domingo.
A las cinco de la tarde se le presentó el viejo Camacho. –¿Qué hay en La Higuera? –le preguntó el cacique, sorprendido–. ¡Tú por aquí, a estas horas!…
Camacho estaba habitualmente en el pueblecillo indio, donde vivía a sus anchas, como un filósofo; metido en su hamaca, fumando su cachimbo, enseñando a rezar a los niños, y fabricando toscas imágenes de arcilla, que él llamaba santos, y por la intención realmente lo eran.
A la interpelación de Enriquillo respondió el anciano con misterio:
—Gran novedad, Enriquillo. Hace poco más de una hora que los visitadores, con el escribano señor Luis Ramos, estuvieron en La Higuera mirándolo todo de abajo arriba, haciendo apuntes, y preguntando a diestro y siniestro cómo vivía la gente, y los oficios en que se ejercitaba.
—Y eso ¿tiene algo de particular, Camacho? –preguntó Enrique.
—Mucho, a mi ver –contestó el viejo–; al partir oí distintamente al señor Hernando de Joval decir a sus compañeros: “Esto es un verdadero desorden. Nadie tiene indios de esta manera”.
—Es porque no saben que son los indios del finado Don Francisco, libres de hecho y de derecho –dijo Enrique.
—Sí, lo saben –insistió Camacho–; bien claro trataron de esto, y hasta se propasaron a murmurar del difunto, que dijeron era un botarate, un santochado, que debió tener curador de oficio para sus bienes.
—¡Deslenguados! –exclamó Enriquillo, al oír calificar tan indignamente la liberalidad de su bienhechor.
—Si mis sospechas se confirman –volvió a decir Camacho–, convendrá que yo vaya a dar cuenta al padre: al enviarme acá con vosotros, fue recomendándome que vigilara mucho y le hiciera saber cualquier novedad que fuera en perjuicio de tus intereses…
—¡Bondadoso protector; sacerdote santo! –exclamó enternecido Enriquillo–. Tu virtud por sí sola paraliza en mi corazón los impulsos del odio, cuando quiere sublevarse ante las
injusticias que los de tu raza…
—¡Silencio, cacique! –interrumpió el viejo–. Nunca olvides que a esa raza debemos tú y yo la fe de Cristo, que nos enseña a amar a los que nos aborrecen: tú y yo estamos también obligados a recordar que no solamente su merced el padre Las Casas, sino algunos otros,
nos han tratado siempre con cristiana caridad.
—Bien sabe Dios, Camacho –dijo Enrique con grave acento–, que mi pecho no es avaro de gratitud, y que por esa misma razón, es ancha y honda la medida de mi paciencia.
—¿Cabrán holgadamente en ella las humillaciones, Enriquillo? –preguntó el anciano indio, como un padre que explora el corazón de su hijo.
—Hasta cierto punto, Camacho –respondió con voz agitada Enrique–. Es preferible la muerte, a la humillación del alma: pase la del cuerpo.
—¿Aun la muerte eterna, cacique? –insistió Camacho.
—¡Todas las muertes! –concluyó Enriquillo.
El viejo calló, bajando la cabeza entristecido. A poco rato requirió su sombrero y el rústico palo que le servía de apoyo, como para despedirse. Enrique lo advirtió y le dijo:
—Vale más que te quedes aquí hasta mañana, Camacho. Cenarás conmigo, y veremos las nuevas que me trae Galindo esta noche.
—Me parece bien, cacique –dijo el viejo volviendo a colocar en un rincón su palo y su sombrero de palma-cana.
El esperado mensajero llegó efectivamente a las nueve de la noche. Por toda contestación traía a Enriquillo un billete de cuatro líneas, abierto y sin firma: acompañaba a otra carta cerrada que el cacique reconoció por ser la misma que él había escrito a Las Casas. El billete estaba así concebido:
El padre es ido, cansado de porfiar en vano. Va a seguir sus pleitos en España. Los adversarios son hoy más poderosos que nunca: nada podemos por ahora. Valor y esperanza en Dios.
—¿Quién te dio este billete, Galindo? –preguntó Enrique al muchacho, cuando hubo leído el papel.
—Una mujer, moza bonita. Me dijo que no se podía ver a la señora Virreina; le di las dos cartas, me devolvió la del padre. Ya yo había ido al convento y supe que el padre no estaba allí. La dama vino luego, me dio el papel, y me preguntó mucho por señora Mencía y por ucé. Me ofreció si quería comer y descansar. Le di muchas gracias, mandó memorias y
me vine sin parar.
—Es imposible que mi amo el padre no escribiera antes de irse –dijo Camacho.
—Sin duda… y ¿quién sabe? –contestó Enrique–. Pudo hacerlo; pudo no hacerlo… Acaso estén sus cartas en poder de Don Pedro Mojica.
—Así lo creo. De éste no es pecado pensar mal –observó el devoto viejo.
—Camacho –dijo con abatimiento Enriquillo–, las grandes pruebas van a comenzar para mí. ¡Dios me dé fuerzas para resistirlas!
—¿Nada te dijo de la casa? –preguntó Mencía a su esposo.
—Ni una palabra –respondió éste–; dejaré pasar dos o tres días para explorar su intención.
—Eso no corre prisa, amigos míos –dijo Doña Leonor–. Yo no pienso dejaros ir de aquí tan pronto.
Enriquillo no insistió en el punto. Meditaba subordinar su conducta a los consejos que había pedido, y debía recibir de Las Casas. El domingo fue a oír misa con Mencía. Al salir de la iglesia repararon en Valenzuela que con Mojica, el teniente Gobernador Badillo y algún
otro curioso, formaban el acostumbrado corro a la puerta del templo. La faz de Valenzuela dejaba traslucir una siniestra alegría, y la de su infame confidente se mostró más sarcástica y desvergonzada que nunca, a vista de la devota pareja.
El cacique saludó quitándose con respeto el sombrero, al pasar junto al grupo, sin obtener más contestación a su saludo que un irónico y desdeñoso Adiós, cacique, lanzado por Mojica, cuya voz heló la sangre en las venas a Enriquillo.
—Alguna desdicha me amenaza, Mencía –dijo a su esposa cuando hubo dado algunos pasos lejos del grupo.
—¿Has visto algún cuervo? –respondió la joven, sonriendo.
—He visto a un verdadero demonio, esposa mía –replicó Enriquillo; y comunicó a Mencía su aprensión supersticiosa que tenía la presencia de Mojica por signo de mal agüero.
Después de almorzar, Enrique montó a caballo y se dirigió al Hato. Esperaba con impaciencia la noche, seguro de que su mensajero Galindo llegaría en sus primeras horas, con las nuevas que ansiosamente aguardaba de Santo Domingo.
A las cinco de la tarde se le presentó el viejo Camacho. –¿Qué hay en La Higuera? –le preguntó el cacique, sorprendido–. ¡Tú por aquí, a estas horas!…
Camacho estaba habitualmente en el pueblecillo indio, donde vivía a sus anchas, como un filósofo; metido en su hamaca, fumando su cachimbo, enseñando a rezar a los niños, y fabricando toscas imágenes de arcilla, que él llamaba santos, y por la intención realmente lo eran.
A la interpelación de Enriquillo respondió el anciano con misterio:
—Gran novedad, Enriquillo. Hace poco más de una hora que los visitadores, con el escribano señor Luis Ramos, estuvieron en La Higuera mirándolo todo de abajo arriba, haciendo apuntes, y preguntando a diestro y siniestro cómo vivía la gente, y los oficios en que se ejercitaba.
—Y eso ¿tiene algo de particular, Camacho? –preguntó Enrique.
—Mucho, a mi ver –contestó el viejo–; al partir oí distintamente al señor Hernando de Joval decir a sus compañeros: “Esto es un verdadero desorden. Nadie tiene indios de esta manera”.
—Es porque no saben que son los indios del finado Don Francisco, libres de hecho y de derecho –dijo Enrique.
—Sí, lo saben –insistió Camacho–; bien claro trataron de esto, y hasta se propasaron a murmurar del difunto, que dijeron era un botarate, un santochado, que debió tener curador de oficio para sus bienes.
—¡Deslenguados! –exclamó Enriquillo, al oír calificar tan indignamente la liberalidad de su bienhechor.
—Si mis sospechas se confirman –volvió a decir Camacho–, convendrá que yo vaya a dar cuenta al padre: al enviarme acá con vosotros, fue recomendándome que vigilara mucho y le hiciera saber cualquier novedad que fuera en perjuicio de tus intereses…
—¡Bondadoso protector; sacerdote santo! –exclamó enternecido Enriquillo–. Tu virtud por sí sola paraliza en mi corazón los impulsos del odio, cuando quiere sublevarse ante las
injusticias que los de tu raza…
—¡Silencio, cacique! –interrumpió el viejo–. Nunca olvides que a esa raza debemos tú y yo la fe de Cristo, que nos enseña a amar a los que nos aborrecen: tú y yo estamos también obligados a recordar que no solamente su merced el padre Las Casas, sino algunos otros,
nos han tratado siempre con cristiana caridad.
—Bien sabe Dios, Camacho –dijo Enrique con grave acento–, que mi pecho no es avaro de gratitud, y que por esa misma razón, es ancha y honda la medida de mi paciencia.
—¿Cabrán holgadamente en ella las humillaciones, Enriquillo? –preguntó el anciano indio, como un padre que explora el corazón de su hijo.
—Hasta cierto punto, Camacho –respondió con voz agitada Enrique–. Es preferible la muerte, a la humillación del alma: pase la del cuerpo.
—¿Aun la muerte eterna, cacique? –insistió Camacho.
—¡Todas las muertes! –concluyó Enriquillo.
El viejo calló, bajando la cabeza entristecido. A poco rato requirió su sombrero y el rústico palo que le servía de apoyo, como para despedirse. Enrique lo advirtió y le dijo:
—Vale más que te quedes aquí hasta mañana, Camacho. Cenarás conmigo, y veremos las nuevas que me trae Galindo esta noche.
—Me parece bien, cacique –dijo el viejo volviendo a colocar en un rincón su palo y su sombrero de palma-cana.
El esperado mensajero llegó efectivamente a las nueve de la noche. Por toda contestación traía a Enriquillo un billete de cuatro líneas, abierto y sin firma: acompañaba a otra carta cerrada que el cacique reconoció por ser la misma que él había escrito a Las Casas. El billete estaba así concebido:
El padre es ido, cansado de porfiar en vano. Va a seguir sus pleitos en España. Los adversarios son hoy más poderosos que nunca: nada podemos por ahora. Valor y esperanza en Dios.
—¿Quién te dio este billete, Galindo? –preguntó Enrique al muchacho, cuando hubo leído el papel.
—Una mujer, moza bonita. Me dijo que no se podía ver a la señora Virreina; le di las dos cartas, me devolvió la del padre. Ya yo había ido al convento y supe que el padre no estaba allí. La dama vino luego, me dio el papel, y me preguntó mucho por señora Mencía y por ucé. Me ofreció si quería comer y descansar. Le di muchas gracias, mandó memorias y
me vine sin parar.
—Es imposible que mi amo el padre no escribiera antes de irse –dijo Camacho.
—Sin duda… y ¿quién sabe? –contestó Enrique–. Pudo hacerlo; pudo no hacerlo… Acaso estén sus cartas en poder de Don Pedro Mojica.
—Así lo creo. De éste no es pecado pensar mal –observó el devoto viejo.
—Camacho –dijo con abatimiento Enriquillo–, las grandes pruebas van a comenzar para mí. ¡Dios me dé fuerzas para resistirlas!