26. Pretexto by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Galindo era un naboria que tenía diez y ocho años de edad, ágil, robusto y bien dispuesto de cuerpo; la naturaleza lo había favorecido además con un ingenio vivo y despejado, y una
voluntad enérgica, que se complacía en vencer obstáculos. Era el muchacho de confianza de Enriquillo, para todos los encargos y comisiones cuyo cumplimiento requería celeridad e inteligencia.
Tamayo fue a buscarlo a La Higuera, y le trasmitió las órdenes del cacique. Antes que se extinguiera el postrer crepúsculo de la tarde, ya el mozo indio, montado en un excelente
caballo de la primera raza criolla, se detenía ante la puerta llamada del corral, en la casa del Hato. Echando pie a tierra, Galindo ató el bruto a un árbol contiguo, y penetró en el patio, donde a pocos pasos encontró a Tamayo que lo aguardaba.
—Espera un poco –dijo éste–; el cacique no dilata.
El muchacho, taciturno por carácter, se sentó sin hablar una palabra en el sitio que ocupaba Mencía, a la sombra de los robles, cuando aquel mismo día se arrojó Valenzuela a hacerle su atrevida declaración. Enriquillo, como lo había dicho Tamayo, no tardó en bajar de la casa, con dos cartas en la mano.
—¿Estás del todo listo, Galindo? –preguntó al mozo.
—Sí, cacique –respondió éste lacónicamente.
—¿Llevas de comer?
—Sí, cacique.
—Toma estos dineros –dijo entonces Enrique–, para que ni tú ni la bestia paséis hambre en el camino. De estas dos cartas, una es para el padre Bartolomé de las Casas, en el convento
de los padres dominicos: la otra es para la señora Virreina… Nadie en la Maguana ha de saber tu viaje, ni al ir ni al regresar. Hoy es lunes; te espero el domingo a esta hora, con las respuestas, aquí mismo. ¿Has entendido bien?
—Sí, cacique.
—Anda con Dios, muchacho.
—Adiós, cacique. Adiós maese Tamayo.
Con esta simple despedida salió Galindo por donde había entrado; montó a caballo, y partió a paso vivo en medio de las tinieblas que ya envolvían la llanura.
Media hora más tarde Anica servía la cena, como de costumbre, a Mencía, Doña Leonor y Enrique. Los tres estaban preocupados y tristes: las damas habían guardado una penosa impresión del incidente de la siesta, y tenían como un presentimiento de que Valenzuela no se daría por vencido, ni dejaría de emprender alguna nueva maldad contra Mencía; ésta deseaba encontrar un medio discreto de hacer entender a Enrique la conveniencia de mudar prontamente de casa, sin despertar en su ánimo el menor recelo sobre lo acontecido. Doña Leonor había aconsejado a la joven que dejara pasar aquella noche, y forjara la fábula de un sueño pavoroso, en el cual la aparición de algún horrible espectro viniera a advertirle que debían abandonar cuanto antes aquella morada. Mencía detestaba la mentira, y por lo mismo desechó aquel expediente, sin acertar a fijarse en ningún otro. Así se explica la silenciosa distracción en que permanecieron las dos amigas mientras estuvieron a la mesa. Las declaraciones procedentes de Enriquillo en su diálogo con Tamayo no permiten dudar de la causa que obraba en su ánimo para el mismo efecto.
—No parece sino que estamos en misa –dijo al fin Doña Leonor–. Cuéntanos algo
agradable, Enrique, según acostumbras.
—Ciertamente, señora, que no he cumplido con vosotras esta noche como debo–respondió Enrique–; pero no me culpéis por este descuido; más bien tenedme lástima.
—No veo la causa, Enrique, y Dios te libre de mal –replicó la buena señora.
—Si estuviésemos en la villa, acaso la echaríais de ver –volvió a decir Enrique–. De pocos días a esta parte no sé qué hechizo obra en contra mía; pero hoy he acabado de convencerme de que he perdido la estimación de aquellos que más me favorecían con su amistad.
Y continuó el cacique refiriendo el desvío y la mala voluntad que había observado en los principales colonos de la Maguana, y especialmente en Alonso de Sotomayor, que era de quien más lo sentía.
—Eso no es natural, Enrique –dijo la discreta dama al acabar el cacique su confidencia–. Algo extraño ocurre, y te aconsejo que procures aclarar ese enigma. Vamos mañana a la villa.
Al formular esta proposición, tocó a Mencía con el pie disimuladamente.
La joven comprendió la señal en seguida.
—Sí, Enrique –dijo a su vez–; vamos a la villa mañana: tal vez esas personas que antes eran amigas tuyas te miren mal por no haber yo correspondido todavía a las visitas que recibí de las principales señoras.
—Puede ser así –añadió Doña Leonor–; pero sea como fuere, Enrique, convendrá que sin demora volvamos para San Juan. Me comprometo a poner en claro la causa de ese cambio inexplicable que te tiene con razón apesadumbrado.
—Me place, Doña Leonor –contestó Enriquillo–; pero recordad que nuestra casa está en la actualidad ocupada por el señor Andrés.
—Veníos a la mía, que es bastante grande –repuso la excelente dama con seductora franqueza–; Valenzuela desocupará pronto la vuestra.
—No quisiera causarle ese enojo –objetó Enrique.
—No llevéis muy lejos las consideraciones –replicó Doña Leonor con desabrimiento–; el mozuelo no merece tanto.
—¡Ah, señora! –exclamó Enrique–; se conduce muy bien conmigo.
—Hasta ahora no digo que no, Enriquillo; pero ¿quién sabe en lo sucesivo?
—No es bueno anticipar malos juicios, Doña Leonor.
—Ni fiarse demasiado, cacique: quien malas mañas tiene, tarde o nunca las pierde.
Prosiguieron los tres la conversación en el mismo tono, y después de discutir un buen rato las objeciones de Enriquillo, fundadas en la necesidad de que él permaneciera en el Hato para atender a las labranzas de La Higuera, y a otros trabajos perentorios en aquella época del año, quedó convenido que al día siguiente la viuda regresaría a San Juan a preparar en su casa alojamiento provisional para los esposos; y de esta manera, Enrique podría ir y venir al Hato y a sus contornos, o donde mejor le pareciese, dejando su mujer bien acompañada. Así se efectuó, instalándose la pequeña familia tres días después en la cómoda y espaciosa casa de Doña Leonor Castilla. Andrés de Valenzuela aparentó ver con grande extrañeza aquella súbita resolución,
cuando se la participó el cacique, y concluyó por recomendar a éste que tuviera mucho cuidado en que no se desarreglara el servicio del Hato, ni el de las cuadrillas de La Higuera, mientras llegaran a su término los inventarios y liquidaciones de la sucesión paterna. Más se guardó bien de hacer ni remota alusión a la casa que él debía desalojar y poner a disposición del cacique, según la voluntad del difunto Valenzuela; omisión que dio harto que pensar a Enriquillo.
voluntad enérgica, que se complacía en vencer obstáculos. Era el muchacho de confianza de Enriquillo, para todos los encargos y comisiones cuyo cumplimiento requería celeridad e inteligencia.
Tamayo fue a buscarlo a La Higuera, y le trasmitió las órdenes del cacique. Antes que se extinguiera el postrer crepúsculo de la tarde, ya el mozo indio, montado en un excelente
caballo de la primera raza criolla, se detenía ante la puerta llamada del corral, en la casa del Hato. Echando pie a tierra, Galindo ató el bruto a un árbol contiguo, y penetró en el patio, donde a pocos pasos encontró a Tamayo que lo aguardaba.
—Espera un poco –dijo éste–; el cacique no dilata.
El muchacho, taciturno por carácter, se sentó sin hablar una palabra en el sitio que ocupaba Mencía, a la sombra de los robles, cuando aquel mismo día se arrojó Valenzuela a hacerle su atrevida declaración. Enriquillo, como lo había dicho Tamayo, no tardó en bajar de la casa, con dos cartas en la mano.
—¿Estás del todo listo, Galindo? –preguntó al mozo.
—Sí, cacique –respondió éste lacónicamente.
—¿Llevas de comer?
—Sí, cacique.
—Toma estos dineros –dijo entonces Enrique–, para que ni tú ni la bestia paséis hambre en el camino. De estas dos cartas, una es para el padre Bartolomé de las Casas, en el convento
de los padres dominicos: la otra es para la señora Virreina… Nadie en la Maguana ha de saber tu viaje, ni al ir ni al regresar. Hoy es lunes; te espero el domingo a esta hora, con las respuestas, aquí mismo. ¿Has entendido bien?
—Sí, cacique.
—Anda con Dios, muchacho.
—Adiós, cacique. Adiós maese Tamayo.
Con esta simple despedida salió Galindo por donde había entrado; montó a caballo, y partió a paso vivo en medio de las tinieblas que ya envolvían la llanura.
Media hora más tarde Anica servía la cena, como de costumbre, a Mencía, Doña Leonor y Enrique. Los tres estaban preocupados y tristes: las damas habían guardado una penosa impresión del incidente de la siesta, y tenían como un presentimiento de que Valenzuela no se daría por vencido, ni dejaría de emprender alguna nueva maldad contra Mencía; ésta deseaba encontrar un medio discreto de hacer entender a Enrique la conveniencia de mudar prontamente de casa, sin despertar en su ánimo el menor recelo sobre lo acontecido. Doña Leonor había aconsejado a la joven que dejara pasar aquella noche, y forjara la fábula de un sueño pavoroso, en el cual la aparición de algún horrible espectro viniera a advertirle que debían abandonar cuanto antes aquella morada. Mencía detestaba la mentira, y por lo mismo desechó aquel expediente, sin acertar a fijarse en ningún otro. Así se explica la silenciosa distracción en que permanecieron las dos amigas mientras estuvieron a la mesa. Las declaraciones procedentes de Enriquillo en su diálogo con Tamayo no permiten dudar de la causa que obraba en su ánimo para el mismo efecto.
—No parece sino que estamos en misa –dijo al fin Doña Leonor–. Cuéntanos algo
agradable, Enrique, según acostumbras.
—Ciertamente, señora, que no he cumplido con vosotras esta noche como debo–respondió Enrique–; pero no me culpéis por este descuido; más bien tenedme lástima.
—No veo la causa, Enrique, y Dios te libre de mal –replicó la buena señora.
—Si estuviésemos en la villa, acaso la echaríais de ver –volvió a decir Enrique–. De pocos días a esta parte no sé qué hechizo obra en contra mía; pero hoy he acabado de convencerme de que he perdido la estimación de aquellos que más me favorecían con su amistad.
Y continuó el cacique refiriendo el desvío y la mala voluntad que había observado en los principales colonos de la Maguana, y especialmente en Alonso de Sotomayor, que era de quien más lo sentía.
—Eso no es natural, Enrique –dijo la discreta dama al acabar el cacique su confidencia–. Algo extraño ocurre, y te aconsejo que procures aclarar ese enigma. Vamos mañana a la villa.
Al formular esta proposición, tocó a Mencía con el pie disimuladamente.
La joven comprendió la señal en seguida.
—Sí, Enrique –dijo a su vez–; vamos a la villa mañana: tal vez esas personas que antes eran amigas tuyas te miren mal por no haber yo correspondido todavía a las visitas que recibí de las principales señoras.
—Puede ser así –añadió Doña Leonor–; pero sea como fuere, Enrique, convendrá que sin demora volvamos para San Juan. Me comprometo a poner en claro la causa de ese cambio inexplicable que te tiene con razón apesadumbrado.
—Me place, Doña Leonor –contestó Enriquillo–; pero recordad que nuestra casa está en la actualidad ocupada por el señor Andrés.
—Veníos a la mía, que es bastante grande –repuso la excelente dama con seductora franqueza–; Valenzuela desocupará pronto la vuestra.
—No quisiera causarle ese enojo –objetó Enrique.
—No llevéis muy lejos las consideraciones –replicó Doña Leonor con desabrimiento–; el mozuelo no merece tanto.
—¡Ah, señora! –exclamó Enrique–; se conduce muy bien conmigo.
—Hasta ahora no digo que no, Enriquillo; pero ¿quién sabe en lo sucesivo?
—No es bueno anticipar malos juicios, Doña Leonor.
—Ni fiarse demasiado, cacique: quien malas mañas tiene, tarde o nunca las pierde.
Prosiguieron los tres la conversación en el mismo tono, y después de discutir un buen rato las objeciones de Enriquillo, fundadas en la necesidad de que él permaneciera en el Hato para atender a las labranzas de La Higuera, y a otros trabajos perentorios en aquella época del año, quedó convenido que al día siguiente la viuda regresaría a San Juan a preparar en su casa alojamiento provisional para los esposos; y de esta manera, Enrique podría ir y venir al Hato y a sus contornos, o donde mejor le pareciese, dejando su mujer bien acompañada. Así se efectuó, instalándose la pequeña familia tres días después en la cómoda y espaciosa casa de Doña Leonor Castilla. Andrés de Valenzuela aparentó ver con grande extrañeza aquella súbita resolución,
cuando se la participó el cacique, y concluyó por recomendar a éste que tuviera mucho cuidado en que no se desarreglara el servicio del Hato, ni el de las cuadrillas de La Higuera, mientras llegaran a su término los inventarios y liquidaciones de la sucesión paterna. Más se guardó bien de hacer ni remota alusión a la casa que él debía desalojar y poner a disposición del cacique, según la voluntad del difunto Valenzuela; omisión que dio harto que pensar a Enriquillo.