24. Tramas by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Escribió sin tardanza el joven cacique una extensa carta al padre Las Casas. En ella le daba cuenta circunstanciada de su estado; le ratificaba sus anteriores informes sobre la buena conducta que con él seguía observando Andrés de Valenzuela, después de la muerte de su padre, y concluía por pedirle consejo en cuanto al modo mejor de formalizar auténticamente la nueva condición en que los encomendados del difunto debían ser tenidos. La razón que
exponía Enrique para dudar en este punto era que los indios de La Higuera, por ser los únicos de aquellos contornos en quienes hasta la fecha habían tenido cumplimiento las ordenanzas favorables a la libertad de los encomendados, más parecía que lo debieran al beneplácito del mismo Don Francisco de Valenzuela, que a la eficacia de dichas ordenanzas; y en prueba de ello ningún otro colono de San Juan había constituido sus repartimientos en pueblos; ni siquiera había podido conseguir el mismo Enrique que los indios de su tribu encomendados al señor Francisco Hernández, participaran de la policía, el régimen y los beneficios de los encomendados a Valenzuela.
Esta carta llegó a poder de Las Casas, habiéndosela dirigido el cacique con las necesarias precauciones, para que no fuera interceptada por Mojica, a quien veía en San Juan con legítimo recelo. Mas el protector de los indios, empeñado en sus acaloradas disputas con los padres jerónimos y con los empedernidos colonos, precisamente por la misma causa que deseaba Enrique ver definida, no tuvo igual cautela con su contestación, la cual, en vez de llegar al cacique a quien iba destinada, cayó en manos de Andrés de Valenzuela.
Mientras que Enrique aguardaba con impaciencia aquella carta, el pérfido y astuto Mojica la hacía servir como arma venenosa contra el joven cacique. Era éste generalmente querido en toda la Maguana por cuantos le conocían y habían tenido ocasión de apreciar sus bellas prendas; pero los colonos encomenderos amaban infinitamente más sus intereses, y estaban por lo mismo aferrados a la servidumbre de los indios. Mojica, con la carta que le había provisto Andrés de Valenzuela, se fue diligentemente a ver a aquellos vecinos de San Juan y de sus campos haciéndoles leer lo que el padre Las Casas, que era ya para los encomenderos lo que la cruz para el diablo, decía a Enrique en contestación a la consulta de éste. El protector de los
indios exhortaba al cacique a mantenerse con el joven Valenzuela en los términos de afectuosa deferencia en que se hallaban, pues que no podía aspirarse a más, según el mismo Enrique
lo manifestaba, “y en cuanto a los indios que tiene el señor Francisco Hernández –agregaba el Protector– aunque son de los repartidos en cabeza tuya, deja las cosas como se están por ahora; que su remedio, como el de todos los que como ellos son tenidos fuera del orden que está mandado, eso es lo que yo con más ahínco estoy procurando”.
El tenor de esta carta de Las Casas, sazonado con los malignos comentarios de Mojica, mató instantáneamente las simpatías que inspiraba Enriquillo a casi todos los habitantes ricos de la Maguana. Desde que vieron aquella prueba de que no descuidaba los intereses de sus hermanos de raza, y trataba de su libertad con el hombre que había consagrado los poderosos recursos de su talento y de su actividad a la protección de los indios, concibieron contra el joven cacique mortal aborrecimiento, considerándolo como un criminal con objeto de arrebatarles su
hacienda y de reducirlos a la indigencia. Juzgaban en él como imperdonable ingratitud aquella injerencia en la cuestión de los repartimientos; porque mirando con los ojos de su egoísmo, los
colonos se figuraban que Enriquillo, bien tratado y atendido en su persona, debía gozar de su propio bienestar, sin cuidarse poco ni mucho de la suerte de los otros encomendados.
Esta nube de animadversiones era para Enriquillo tanto más peligrosa cuanto que la causa que la producía no se manifestaba claramente, ni él podía en manera alguna adivinarla. Mojica y Andrés de Valenzuela consiguieron plenamente su objeto. El cacique estaba
malquisto en la opinión de sus antiguos estimadores, y cuando llegara el día de proceder contra él abiertamente podrían hacerlo sin temor de que ningún vecino principal de la Maguana saliera a su defensa. Los malvados no descuidaban la más minuciosa precaución para asegurar el buen éxito de sus planes.
Al mismo tiempo Valenzuela redoblaba sus solícitas atenciones respecto de Enrique y su esposa, con refinada perfidia. Bajo un pretexto u otro iba con harta frecuencia a la casa de el Hato; revolvía los muebles y papeles que su difunto padre había dejado en la estancia mortuoria, y espiaba las ocasiones de encontrarse con Mencía cuando ésta bajaba del piso principal, que era donde los esposos tenían sus aposentos, mientras que Doña Leonor de Castilla, acompañada de Anica y sus criadas de confianza, ocupaba todo el resto de la casa en el piso bajo. La presencia de esta señora, a quien Andrés de Valenzuela aparentaba tratar
con el respeto y la afectuosa familiaridad que un hijo a su madre, alejaba todo asomo de recelo o desconfianza respecto de las intenciones del joven hidalgo al multiplicar y prolongar sus visitas a la casa de que era, además, propietario y señor.
Los asuntos que servían de tema a las conversaciones de éste, siempre que Mencía formaba parte de su auditorio, no podían ser ni menos ofensivos ni más agradables a los oídos del cacique y de su inocente consorte. Versaban casi siempre sobre la necesidad y conveniencia del matrimonio, de esa unión santa que hace de dos uno, y que es el estado único en que puede hallarse la felicidad en esta vida. Así, a lo menos, lo decía el hipócrita mancebo con aire de profunda convicción, y si ocurría que la buena Doña Leonor le preguntara maliciosamente que desde cuándo se había convertido a tan sanas ideas, contestaba que era un milagro del
amor, porque en su último viaje a Santo Domingo había aprendido a amar verdaderamente, de un modo muy distinto de las distracciones y pasatiempos que hasta entonces habían
ocupado sus ocios, para no sucumbir al fastidio de aquellos campos.
—¿De modo que pronto os casaréis, según eso? –decía Doña Leonor en tono incrédulo.
—No lo dudéis –replicaba el joven–. En cuanto termine los arreglos de la sucesión, vuelvo a Santo Domingo a pedir la mano de mi amada.
Poco a poco fue, por estos términos, ganándose la confianza de la inexperta Mencía, que no podía dudar de que Valenzuela amaba sinceramente a su amiga Elvira Pimentel. La complacencia con que oía todo lo que le recordaba su género de vida y sus compañeras en el palacio de Diego Colón, era causa de que la candorosa joven se acostumbrara muy pronto a aquellas conversaciones que iban adquiriendo gradualmente el encanto de la intimidad y el abandono de las confidencias. Valenzuela pudo observar los progresos de su táctica, y
lisonjearse en sus conciliábulos con Mojica de que estaba próxima su victoria sobre aquel sencillo corazón, al que pensaba tener ya envuelto en sus traidoras redes.
Pero por fortuna se equivocaba. Un día creyó llegada la oportunidad de descorrer los velos a sus vergonzosas intenciones, y lejos de alcanzar el éxito que creía seguro, pasó por la humillación de reconocer que había perdido su tiempo. Mencía, sentada a la sombra de
dos gigantescos robles que decoraban el patio de la casa, se ocupaba en una primorosa labor de mano, con la cual se proponía obsequiar a su amiga y huésped, Doña Leonor de Castilla; ésta, blandamente acariciada por la brisa del medio día, trató en vano de resistir al sueño que iba pesando sobre sus párpados, y al cabo cedió a su influjo, quedándose profundamente dormida en una butaca de la galería, a doce o quince pasos de la joven bordadora. Los criados
estaban lejos, ocupados en sus varias faenas; Enrique no había regresado todavía del campo; el silencio era absoluto, y la joven se hallaba entregada a sí misma completamente sola. Al extremo de la galería se abrió sigilosamente una puerta, y en su dintel apareció Valenzuela, que tras breve observación se dio cuenta de todas las circunstancias del lugar y del momento. Adelantóse sin hacer ruido, y a dos pasos de Mencía, que atenta a su trabajo
no había advertido la presencia del hidalgo, la saludó con trémula voz, en estos términos:
—Bendita sea esa labor, y bendita la mano que tan lindas cosas hace.
—¡Ah, señor Valenzuela! –exclamó con sorpresa la joven–. ¿Estabais ahí?
—Aquí estaba, absorto ante tanta hermosura –respondió Valenzuela.
—De poco os admiráis, señor –replicó sencillamente Mencía–, tengo para mis bordados dibujos aun más bonitos que este.
—Pero ninguno será tan precioso como vos, Mencía, –dijo audazmente el mancebo.
—Hablamos de dibujos –repuso riéndose la joven–. Si de hermosura de personas fuera, vos sabéis que Elvira Pimentel es mucho más…
—Dejemos a Elvira –interrumpió vivamente Valenzuela–. Ni ella, ni mujer alguna, puede comparar su belleza con la vuestra… Es preciso que lo sepáis de una vez, Mencía; quien llegó a ver el resplandor de vuestra hermosura, quien sintió arder su alma al fuego de vuestros
ojos divinos, queda ofuscado, ciego, e incapaz de amar o admirar otro objeto.
La joven miró sorprendida a su interlocutor, al oír en sus labios tan inusitado lenguaje. Viendo aquel rostro enardecido, aquellas facciones animadas por el incendio de una vehemente y desordenada pasión, Mencía tembló espantada, y por un movimiento maquinal se puso instantáneamente en pie.
—¡Qué decía!… –exclamó balbuceante–. ¡No entiendo lo que queréis decir, señor Valenzuela!
—Lo que digo –insistió éste con mal comprimida vehemencia, y percibiéndose en su voz los silbos de la serpiente– lo que quiero decir es que os amo; que mi corazón está consagrado
a vuestra adoración, y que sin la esperanza de poseer vuestro amor, ya hubiera muerto de pena. Lo que digo es que un despreciable cacique no merece tanta dicha, un tesoro de tan inmenso valor como es Mencía de Guevara...
—¡Basta, hombre vil! –dijo con severa dignidad la joven, repuesta ya de su primera turbación–. El despreciable, el infame sois vos, engañoso traidor. Salid al punto de aquí, si no queréis que publique a voces este oprobio.
Y alzó efectivamente la voz al pronunciar su enérgica increpación, con la majestad imperiosa de una reina ofendida.
Valenzuela hizo un ademán de inquietud volviéndose a mirar hacia donde yacía
entregada al sueño Doña Leonor. La irritada joven dio dos o tres pasos en la misma dirección.
—Escuchadme una palabra, Mencía –le dijo con voz sorda Valenzuela–; olvidad lo que acaba de pasar; cuidad de no referirlo a nadie; y menos que a nadie, a Enriquillo: así os conviene.
—Una mujer honrada no tiene secretos para su marido –respondió con acento aún más enérgico y resuelto Mencía, alejándose siempre de Valenzuela, y ya a pocos pasos de la galería. Doña Leonor despertó sobresaltada, al herir su oído las últimas palabras de la joven, y pudo percibir esta réplica del audaz mancebo:
—¡Si lo decís, sois perdida!
—¡Qué escucho! –exclamó la buena señora interviniendo–. ¡Andrés! ¿vos aquí? Ese lenguaje; ese aspecto amenazador… ¿Qué significa esto?
Valenzuela comenzaba a improvisar una explicación; pero Mencía se le anticipó
vivamente diciendo:
—Este hombre ha tenido la osadía de requerirme de amores.
—¡Cielos! –dijo consternada Doña Leonor–. ¿Es posible, Andrés...? ¡Ah, sí! ¡Demasiado sé que es posible; y harto desconfiaba de vuestra enmienda…!
—Señora –replicó bruscamente el joven–, ¿con qué derecho os atrevéis a reprenderme, como si fuera hijo vuestro?
—Os amo desde niño como si lo fueseis, y me pesa que os hagáis odioso con vuestras maldades –le dijo severamente la digna matrona.
—¿Y quién os dice que yo he intentado nada contra Mencía? –respondió con descaro Valenzuela–. Ella se equivoca; ha interpretado mal mis palabras, engañada por su vanidad, que la hace ver en cada hombre un enamorado…
—Callad, señor Andrés –dijo indignada Doña Leonor–, yo misma he oído vuestra amenaza a Mencía… ¿Por qué le imponíais silencio?
—Por evitar las consecuencias de su error. No quiero que me desacredite injustamente… –contestó el hipócrita.
—¡Desacreditaros! –repuso con irónica sonrisa la viuda– ¡buen crédito es el vuestro!
—Pensad lo que os parezca, señora –dijo altivamente Valenzuela–, pero si queréis evitar grandes disgustos a vuestra protegida, que también lo es mía, como a su esposo, haced por persuadirla a que sea discreta, y que no haga ruido con esas visiones suyas.
—Ella callará este suceso, pues que a su propia fama no le conviene otra cosa –contestó la prudente señora–. ¿Lo ofrecéis así, Mencía?…
La joven se había retirado aparte, y estaba sentada con aire distraído y desdeñoso en el mismo asiento que poco antes ocupaba Doña Leonor.
A la interpelación de ésta respondió secamente sin moverse, ni mirar a Valenzuela:
—Que ese hombre se quite de mi presencia; que no vuelva aquí durante el poco tiempo que aun estemos en esta casa, y nada diré a Enrique.
Se levantó en seguida, y tomando del brazo a Doña Leonor se alejó con ella de aquel sitio, dirigiéndose al interior de la casa.
Valenzuela, inmóvil, fija la torva mirada en las dos damas mientras las tuvo a la vista, permaneció buen espacio pesaroso y meditabundo, hasta que al fin pareció haber adoptado un partido; sus ojos brillaron con siniestra expresión, y exclamó entre dientes, en son de
amenaza, con la mano extendida hacia la puerta por donde habían desaparecido la joven esposa y su compañera.
—¡No importa! ¡Pese al cielo y al infierno, será mía!
exponía Enrique para dudar en este punto era que los indios de La Higuera, por ser los únicos de aquellos contornos en quienes hasta la fecha habían tenido cumplimiento las ordenanzas favorables a la libertad de los encomendados, más parecía que lo debieran al beneplácito del mismo Don Francisco de Valenzuela, que a la eficacia de dichas ordenanzas; y en prueba de ello ningún otro colono de San Juan había constituido sus repartimientos en pueblos; ni siquiera había podido conseguir el mismo Enrique que los indios de su tribu encomendados al señor Francisco Hernández, participaran de la policía, el régimen y los beneficios de los encomendados a Valenzuela.
Esta carta llegó a poder de Las Casas, habiéndosela dirigido el cacique con las necesarias precauciones, para que no fuera interceptada por Mojica, a quien veía en San Juan con legítimo recelo. Mas el protector de los indios, empeñado en sus acaloradas disputas con los padres jerónimos y con los empedernidos colonos, precisamente por la misma causa que deseaba Enrique ver definida, no tuvo igual cautela con su contestación, la cual, en vez de llegar al cacique a quien iba destinada, cayó en manos de Andrés de Valenzuela.
Mientras que Enrique aguardaba con impaciencia aquella carta, el pérfido y astuto Mojica la hacía servir como arma venenosa contra el joven cacique. Era éste generalmente querido en toda la Maguana por cuantos le conocían y habían tenido ocasión de apreciar sus bellas prendas; pero los colonos encomenderos amaban infinitamente más sus intereses, y estaban por lo mismo aferrados a la servidumbre de los indios. Mojica, con la carta que le había provisto Andrés de Valenzuela, se fue diligentemente a ver a aquellos vecinos de San Juan y de sus campos haciéndoles leer lo que el padre Las Casas, que era ya para los encomenderos lo que la cruz para el diablo, decía a Enrique en contestación a la consulta de éste. El protector de los
indios exhortaba al cacique a mantenerse con el joven Valenzuela en los términos de afectuosa deferencia en que se hallaban, pues que no podía aspirarse a más, según el mismo Enrique
lo manifestaba, “y en cuanto a los indios que tiene el señor Francisco Hernández –agregaba el Protector– aunque son de los repartidos en cabeza tuya, deja las cosas como se están por ahora; que su remedio, como el de todos los que como ellos son tenidos fuera del orden que está mandado, eso es lo que yo con más ahínco estoy procurando”.
El tenor de esta carta de Las Casas, sazonado con los malignos comentarios de Mojica, mató instantáneamente las simpatías que inspiraba Enriquillo a casi todos los habitantes ricos de la Maguana. Desde que vieron aquella prueba de que no descuidaba los intereses de sus hermanos de raza, y trataba de su libertad con el hombre que había consagrado los poderosos recursos de su talento y de su actividad a la protección de los indios, concibieron contra el joven cacique mortal aborrecimiento, considerándolo como un criminal con objeto de arrebatarles su
hacienda y de reducirlos a la indigencia. Juzgaban en él como imperdonable ingratitud aquella injerencia en la cuestión de los repartimientos; porque mirando con los ojos de su egoísmo, los
colonos se figuraban que Enriquillo, bien tratado y atendido en su persona, debía gozar de su propio bienestar, sin cuidarse poco ni mucho de la suerte de los otros encomendados.
Esta nube de animadversiones era para Enriquillo tanto más peligrosa cuanto que la causa que la producía no se manifestaba claramente, ni él podía en manera alguna adivinarla. Mojica y Andrés de Valenzuela consiguieron plenamente su objeto. El cacique estaba
malquisto en la opinión de sus antiguos estimadores, y cuando llegara el día de proceder contra él abiertamente podrían hacerlo sin temor de que ningún vecino principal de la Maguana saliera a su defensa. Los malvados no descuidaban la más minuciosa precaución para asegurar el buen éxito de sus planes.
Al mismo tiempo Valenzuela redoblaba sus solícitas atenciones respecto de Enrique y su esposa, con refinada perfidia. Bajo un pretexto u otro iba con harta frecuencia a la casa de el Hato; revolvía los muebles y papeles que su difunto padre había dejado en la estancia mortuoria, y espiaba las ocasiones de encontrarse con Mencía cuando ésta bajaba del piso principal, que era donde los esposos tenían sus aposentos, mientras que Doña Leonor de Castilla, acompañada de Anica y sus criadas de confianza, ocupaba todo el resto de la casa en el piso bajo. La presencia de esta señora, a quien Andrés de Valenzuela aparentaba tratar
con el respeto y la afectuosa familiaridad que un hijo a su madre, alejaba todo asomo de recelo o desconfianza respecto de las intenciones del joven hidalgo al multiplicar y prolongar sus visitas a la casa de que era, además, propietario y señor.
Los asuntos que servían de tema a las conversaciones de éste, siempre que Mencía formaba parte de su auditorio, no podían ser ni menos ofensivos ni más agradables a los oídos del cacique y de su inocente consorte. Versaban casi siempre sobre la necesidad y conveniencia del matrimonio, de esa unión santa que hace de dos uno, y que es el estado único en que puede hallarse la felicidad en esta vida. Así, a lo menos, lo decía el hipócrita mancebo con aire de profunda convicción, y si ocurría que la buena Doña Leonor le preguntara maliciosamente que desde cuándo se había convertido a tan sanas ideas, contestaba que era un milagro del
amor, porque en su último viaje a Santo Domingo había aprendido a amar verdaderamente, de un modo muy distinto de las distracciones y pasatiempos que hasta entonces habían
ocupado sus ocios, para no sucumbir al fastidio de aquellos campos.
—¿De modo que pronto os casaréis, según eso? –decía Doña Leonor en tono incrédulo.
—No lo dudéis –replicaba el joven–. En cuanto termine los arreglos de la sucesión, vuelvo a Santo Domingo a pedir la mano de mi amada.
Poco a poco fue, por estos términos, ganándose la confianza de la inexperta Mencía, que no podía dudar de que Valenzuela amaba sinceramente a su amiga Elvira Pimentel. La complacencia con que oía todo lo que le recordaba su género de vida y sus compañeras en el palacio de Diego Colón, era causa de que la candorosa joven se acostumbrara muy pronto a aquellas conversaciones que iban adquiriendo gradualmente el encanto de la intimidad y el abandono de las confidencias. Valenzuela pudo observar los progresos de su táctica, y
lisonjearse en sus conciliábulos con Mojica de que estaba próxima su victoria sobre aquel sencillo corazón, al que pensaba tener ya envuelto en sus traidoras redes.
Pero por fortuna se equivocaba. Un día creyó llegada la oportunidad de descorrer los velos a sus vergonzosas intenciones, y lejos de alcanzar el éxito que creía seguro, pasó por la humillación de reconocer que había perdido su tiempo. Mencía, sentada a la sombra de
dos gigantescos robles que decoraban el patio de la casa, se ocupaba en una primorosa labor de mano, con la cual se proponía obsequiar a su amiga y huésped, Doña Leonor de Castilla; ésta, blandamente acariciada por la brisa del medio día, trató en vano de resistir al sueño que iba pesando sobre sus párpados, y al cabo cedió a su influjo, quedándose profundamente dormida en una butaca de la galería, a doce o quince pasos de la joven bordadora. Los criados
estaban lejos, ocupados en sus varias faenas; Enrique no había regresado todavía del campo; el silencio era absoluto, y la joven se hallaba entregada a sí misma completamente sola. Al extremo de la galería se abrió sigilosamente una puerta, y en su dintel apareció Valenzuela, que tras breve observación se dio cuenta de todas las circunstancias del lugar y del momento. Adelantóse sin hacer ruido, y a dos pasos de Mencía, que atenta a su trabajo
no había advertido la presencia del hidalgo, la saludó con trémula voz, en estos términos:
—Bendita sea esa labor, y bendita la mano que tan lindas cosas hace.
—¡Ah, señor Valenzuela! –exclamó con sorpresa la joven–. ¿Estabais ahí?
—Aquí estaba, absorto ante tanta hermosura –respondió Valenzuela.
—De poco os admiráis, señor –replicó sencillamente Mencía–, tengo para mis bordados dibujos aun más bonitos que este.
—Pero ninguno será tan precioso como vos, Mencía, –dijo audazmente el mancebo.
—Hablamos de dibujos –repuso riéndose la joven–. Si de hermosura de personas fuera, vos sabéis que Elvira Pimentel es mucho más…
—Dejemos a Elvira –interrumpió vivamente Valenzuela–. Ni ella, ni mujer alguna, puede comparar su belleza con la vuestra… Es preciso que lo sepáis de una vez, Mencía; quien llegó a ver el resplandor de vuestra hermosura, quien sintió arder su alma al fuego de vuestros
ojos divinos, queda ofuscado, ciego, e incapaz de amar o admirar otro objeto.
La joven miró sorprendida a su interlocutor, al oír en sus labios tan inusitado lenguaje. Viendo aquel rostro enardecido, aquellas facciones animadas por el incendio de una vehemente y desordenada pasión, Mencía tembló espantada, y por un movimiento maquinal se puso instantáneamente en pie.
—¡Qué decía!… –exclamó balbuceante–. ¡No entiendo lo que queréis decir, señor Valenzuela!
—Lo que digo –insistió éste con mal comprimida vehemencia, y percibiéndose en su voz los silbos de la serpiente– lo que quiero decir es que os amo; que mi corazón está consagrado
a vuestra adoración, y que sin la esperanza de poseer vuestro amor, ya hubiera muerto de pena. Lo que digo es que un despreciable cacique no merece tanta dicha, un tesoro de tan inmenso valor como es Mencía de Guevara...
—¡Basta, hombre vil! –dijo con severa dignidad la joven, repuesta ya de su primera turbación–. El despreciable, el infame sois vos, engañoso traidor. Salid al punto de aquí, si no queréis que publique a voces este oprobio.
Y alzó efectivamente la voz al pronunciar su enérgica increpación, con la majestad imperiosa de una reina ofendida.
Valenzuela hizo un ademán de inquietud volviéndose a mirar hacia donde yacía
entregada al sueño Doña Leonor. La irritada joven dio dos o tres pasos en la misma dirección.
—Escuchadme una palabra, Mencía –le dijo con voz sorda Valenzuela–; olvidad lo que acaba de pasar; cuidad de no referirlo a nadie; y menos que a nadie, a Enriquillo: así os conviene.
—Una mujer honrada no tiene secretos para su marido –respondió con acento aún más enérgico y resuelto Mencía, alejándose siempre de Valenzuela, y ya a pocos pasos de la galería. Doña Leonor despertó sobresaltada, al herir su oído las últimas palabras de la joven, y pudo percibir esta réplica del audaz mancebo:
—¡Si lo decís, sois perdida!
—¡Qué escucho! –exclamó la buena señora interviniendo–. ¡Andrés! ¿vos aquí? Ese lenguaje; ese aspecto amenazador… ¿Qué significa esto?
Valenzuela comenzaba a improvisar una explicación; pero Mencía se le anticipó
vivamente diciendo:
—Este hombre ha tenido la osadía de requerirme de amores.
—¡Cielos! –dijo consternada Doña Leonor–. ¿Es posible, Andrés...? ¡Ah, sí! ¡Demasiado sé que es posible; y harto desconfiaba de vuestra enmienda…!
—Señora –replicó bruscamente el joven–, ¿con qué derecho os atrevéis a reprenderme, como si fuera hijo vuestro?
—Os amo desde niño como si lo fueseis, y me pesa que os hagáis odioso con vuestras maldades –le dijo severamente la digna matrona.
—¿Y quién os dice que yo he intentado nada contra Mencía? –respondió con descaro Valenzuela–. Ella se equivoca; ha interpretado mal mis palabras, engañada por su vanidad, que la hace ver en cada hombre un enamorado…
—Callad, señor Andrés –dijo indignada Doña Leonor–, yo misma he oído vuestra amenaza a Mencía… ¿Por qué le imponíais silencio?
—Por evitar las consecuencias de su error. No quiero que me desacredite injustamente… –contestó el hipócrita.
—¡Desacreditaros! –repuso con irónica sonrisa la viuda– ¡buen crédito es el vuestro!
—Pensad lo que os parezca, señora –dijo altivamente Valenzuela–, pero si queréis evitar grandes disgustos a vuestra protegida, que también lo es mía, como a su esposo, haced por persuadirla a que sea discreta, y que no haga ruido con esas visiones suyas.
—Ella callará este suceso, pues que a su propia fama no le conviene otra cosa –contestó la prudente señora–. ¿Lo ofrecéis así, Mencía?…
La joven se había retirado aparte, y estaba sentada con aire distraído y desdeñoso en el mismo asiento que poco antes ocupaba Doña Leonor.
A la interpelación de ésta respondió secamente sin moverse, ni mirar a Valenzuela:
—Que ese hombre se quite de mi presencia; que no vuelva aquí durante el poco tiempo que aun estemos en esta casa, y nada diré a Enrique.
Se levantó en seguida, y tomando del brazo a Doña Leonor se alejó con ella de aquel sitio, dirigiéndose al interior de la casa.
Valenzuela, inmóvil, fija la torva mirada en las dos damas mientras las tuvo a la vista, permaneció buen espacio pesaroso y meditabundo, hasta que al fin pareció haber adoptado un partido; sus ojos brillaron con siniestra expresión, y exclamó entre dientes, en son de
amenaza, con la mano extendida hacia la puerta por donde habían desaparecido la joven esposa y su compañera.
—¡No importa! ¡Pese al cielo y al infierno, será mía!