21. Compendio by Manuel de Jess Galvn Lyrics
No cederemos a la tentación vehementísima de narrar los interesantes episodios de esa lucha célebre, emprendida con asombrosa fe y heroica perseverancia por uno de los varones más insignes que ha producido España, para reivindicar los fueros de la libertad y la justicia, en favor de una gran porción del linaje humano, condenada a cruel tiranía y horrenda matanza por la impiedad y torpeza de inexorable codicia.
Al surcar de nuevo las ondas del Atlántico, Bartolomé de las Casas llevaba a Europa la convicción íntima, inquebrantable, profundamente arraigada en su conciencia, de que para salvar a la raza india de la opresión que diariamente la diezmaba no había otro medio que acabar de una vez con el sistema fatal de las encomiendas. En vez de los repartimientos que entregaban a la merced de explotadores sin entrañas y en calidad de siervos los naturales de las Indias, “para que los doctrinasen en la fe cristiana e hiciesen trabajar”, fórmula que en concepto de Las Casas equivalía a entregar manadas de carneros bajo la guarda de carniceros lobos, él quería combinar la verdadera utilidad del Estado con las más humanitarias nociones de derecho natural y político, tratando de hacer prácticas sus teorías sobre la mejor manera de fundar establecimientos europeos para regir y civilizar a los indios; teorías que hoy merecen el aplauso de los hombres buenos y de los sabios, por la grande analogía que guardan con los principios más acreditados de la ciencia económica; pero que en aquel siglo y entre la gente que manejaba y aprovechaba las riquezas del Nuevo Mundo parecían utopías ridículas y monstruosas.
Las Casas se encontraba armado de su fe, su perseverancia y su talento, enfrente de poderosos adversarios que contaban con autoridad, influencia, riquezas, y sobre todo, con la fuerza del hábito y de los intereses creados. Muerta la egregia y magnánima reina Isabel, las Indias quedaron abandonadas muy temprano por la fría política de Fernando el Católico a la explotación y el lucro. Para aquel Monarca egoísta los descubrimientos no tenían más valor que el de las ventajas materiales que pudieran producir a la corona; y de aquí provino que echaran hondas raíces en el régimen del Nuevo Mundo las ideas de Conchillos, Fonseca, Pasamonte y compañía. Con tales hombres y contra tales ventajas, la lucha de Las Casas y los pobres frailes sus amigos fue desigual, ruda, violenta; y más de una vez cayó el apóstol abrumado por el número y los poderosos recursos de sus adversarios; pero sin desalentarse jamás, pudo glorificarse de no haber sucumbido en la descomunal contienda, y de haber conseguido al cabo hacer triunfar la verdad y la justicia, con tanta mayor gloria, cuanto más trabajoso fue el triunfo.
Pasemos por alto las peripecias del combate; su habilidad y tesón para encontrar nuevos auxiliares, una vez muerto el gran cardenal Cisneros, en la corte flamenca de Carlos de Austria; cómo consiguió ganarse la más alta estimación del canciller Juan Selvaggio, del ayo que fue del Rey, Mr. de Xevres, del canciller Laxao, del obispo de Badajoz y otros prelados y grandes de Castilla: dejemos aparte sus diarias disputas con letrados insignes de la época, que siempre acababan por reconocer con admiración su gran carácter y vastos talentos, poniéndose de su parte; como lo hicieron los ocho predicadores del Rey, connotados teólogos, y entre ellos el sapientísimo fray Miguel de Salamanca; y limitadamente, con el fin de dar una idea de la colosal empresa de Las Casas, y de los grandes medios intelectuales y morales que hubo de emplear para combatir a sus prepotentes enemigos, reciban valor estas humildes páginas con la narración breve de algunos rasgos salientes de aquella campaña laboriosísima, en que el filántropo desplegó las extraordinarias dotes que había recibido del Creador, como predestinado para servir y defender una de las más nobles causas que se han inscrito en el libro de oro de la Historia.
Por lo que respecta al pobrecito padre Manzanedo, apenas hizo figura ni sonó su nombre en la corte; parece que pronto se persuadió modestamente de su insuficiencia para contrarrestar al instruido y elocuente Las Casas, y fue a encerrarse en su convento de Lupiana. Mas no así el irascible y engreído Fonseca, obispo de Burgos, su protegido el cronista González de Oviedo y fray Juan de Quevedo, obispo del Darién, que fueron rudos justadores contra Las Casas, y le dieron bastante que hacer. Él, con sus réplicas vivaces y agudas, de palabra o por escrito los confundía y derrotaba en todas ocasiones. La primera vez que se encontró con fray Juan de Quevedo fue en el palacio del Rey, ya Emperador de Alemania, que tenía entonces su corte en Barcelona, no precisamente en la ciudad, donde reinaba una mortífera epidemia, sino en Molins del Rey, población inmediata muy salubre. Llegóse Las Casas a saludar al obispo, el cual, informado de que aquel sacerdote era el protector de los indios, contra quien venía desde Panamá a defender las tiranías de Pedrarias y demás gobernadores de Indias, dijo a Las Casas con arrogancia: “¡Oh!, señor Las Casas, qué sermón os traigo para predicaros!”. Picóse un tanto el filántropo, y respondió: “Por cierto, señor, también a vuestra señoría certifico que le tengo aparejados un par de sermones, que si los quisiere oír y bien considerar, valen más que los dineros que trae de las Indias”. El obispo replicó agriamente, y la disputa hubiera ido muy lejos si no la cortara el secretario del Rey, Juan de Sámano, favorecedor de Las Casas, diciendo al prelado que todos los del Consejo real, allí presentes, opinaban como el protector de los indios.
El mismo día tuvieron otro encuentro el obispo del Darién y el filántropo, en casa del doctor Mota, obispo de Badajoz, muy estimado del Monarca, y en presencia del Almirante Don Diego Colón y Don Juan de Zúñiga, noble principal. La disputa se trabó sobre haber afirmado Las Casas y negado el obispo que en la Española se podía aclimatar el cultivo del trigo; y para probarlo mostró allí mismo el primero algunos granos de excelente calidad, cogidos por él debajo de un naranjo de la huerta del convento de dominicos en Santo Domingo. El obispo, a quien duraba el pasado enojo, dijo con gran menosprecio a Las Casas:
—¿Qué sabéis vos? Esto será como los negocios que traéis: vos ¿qué sabéis de ellos?
—¿Son malos o injustos, señor, los negocios que yo traigo? –contestó modestamente Las Casas.
—¿Qué sabéis vos? –repitió el obispo–. ¿Qué letras y ciencia es la vuestra para que os atreváis a tratar esos negocios?
Entonces Las Casas, mudando de tono e irguiéndose en toda su altura, dijo con dignidad al soberbio prelado:
—Sabéis, señor obispo, que con esas pocas letras que pensáis que tengo, y quizá son menos de las que estimáis, os pondré mis negocios por conclusiones. Y la primera será: que habéis pecado mil veces, y mil y muchas más, por no haber dado vuestra ánima por vuestras ovejas, para librarlas de los tiranos que os las destruyen. Y la segunda conclusión será, que coméis carne y bebéis sangre de vuestras propias ovejas. La tercera será, que si no restituís cuanto traéis de allá, hasta el último cuadrante, no os podéis más que Judas salvar.
El obispo, abrumado por esta andanada, quiso echarlo a burla, riéndose y haciendo escarnio de lo que acababa de oír, por lo que Las Casas volvió a decirle:
—¿Os reís? Debíais llorar vuestra infelicidad y la de vuestras ovejas.
—Sí, ahí tengo las lágrimas en la bolsa –respondió con descaro el obispo.
—Bien sé –repuso Las Casas–, que tener lágrimas verdaderas de lo que conviene llorar, es don de Dios; pero debíais rogarle con suspiros que os las diese, no sólo de aquel humor a que damos ese nombre, sino de sangre, que saliesen de lo más vivo del corazón, para mejor manifestar vuestra desventura y miseria, y la de vuestras ovejas.
—¡No más, no más! –exclamó entonces el obispo de Badajoz, doctor Mota, que jugaba a las tablas con el Almirante, y parece que gozaba en la disputa, dejándola correr como desentendido de ella. Don Diego Colón y Don Juan de Zúñiga elogiaron fervorosamente a Las Casas, y el obispo de Badajoz no lo hizo sin duda por guardar cortesía y miramiento a su colega y huésped; pero el mismo día, asistiendo al Consejo real, que en aquella época se celebraba diariamente, refirió a Carlos V el altercado de Las Casas con fray Juan de Quevedo, en estos términos:
—Holgárase Vuestra Majestad de oír lo que dijo micer Bartolomé al Obispo de Tierra Firme, sobre las cosas de Indias, acusándolo que no había hecho con los indios, sus ovejas, como debía, según buen pastor y prelad.
El joven Monarca, que por la seriedad de su carácter y la aplicación a los grandes negocios de Estado se mostró digno de sus altos destinos desde que fue exaltado al imperio, prestó atento oído a las palabras del prelado, y después de meditar unos instantes, se volvió a Monsieur de Xevres, y le dijo:
—Quiero conocer y oír por mí mismo a ese valeroso clérigo de quien tantas veces me habéis hablado. Disponed lo conveniente para que, antes de tres días, comparezcan él y el obispo de Tierra firme a debatir su gran litigio en mi presencia.
Al surcar de nuevo las ondas del Atlántico, Bartolomé de las Casas llevaba a Europa la convicción íntima, inquebrantable, profundamente arraigada en su conciencia, de que para salvar a la raza india de la opresión que diariamente la diezmaba no había otro medio que acabar de una vez con el sistema fatal de las encomiendas. En vez de los repartimientos que entregaban a la merced de explotadores sin entrañas y en calidad de siervos los naturales de las Indias, “para que los doctrinasen en la fe cristiana e hiciesen trabajar”, fórmula que en concepto de Las Casas equivalía a entregar manadas de carneros bajo la guarda de carniceros lobos, él quería combinar la verdadera utilidad del Estado con las más humanitarias nociones de derecho natural y político, tratando de hacer prácticas sus teorías sobre la mejor manera de fundar establecimientos europeos para regir y civilizar a los indios; teorías que hoy merecen el aplauso de los hombres buenos y de los sabios, por la grande analogía que guardan con los principios más acreditados de la ciencia económica; pero que en aquel siglo y entre la gente que manejaba y aprovechaba las riquezas del Nuevo Mundo parecían utopías ridículas y monstruosas.
Las Casas se encontraba armado de su fe, su perseverancia y su talento, enfrente de poderosos adversarios que contaban con autoridad, influencia, riquezas, y sobre todo, con la fuerza del hábito y de los intereses creados. Muerta la egregia y magnánima reina Isabel, las Indias quedaron abandonadas muy temprano por la fría política de Fernando el Católico a la explotación y el lucro. Para aquel Monarca egoísta los descubrimientos no tenían más valor que el de las ventajas materiales que pudieran producir a la corona; y de aquí provino que echaran hondas raíces en el régimen del Nuevo Mundo las ideas de Conchillos, Fonseca, Pasamonte y compañía. Con tales hombres y contra tales ventajas, la lucha de Las Casas y los pobres frailes sus amigos fue desigual, ruda, violenta; y más de una vez cayó el apóstol abrumado por el número y los poderosos recursos de sus adversarios; pero sin desalentarse jamás, pudo glorificarse de no haber sucumbido en la descomunal contienda, y de haber conseguido al cabo hacer triunfar la verdad y la justicia, con tanta mayor gloria, cuanto más trabajoso fue el triunfo.
Pasemos por alto las peripecias del combate; su habilidad y tesón para encontrar nuevos auxiliares, una vez muerto el gran cardenal Cisneros, en la corte flamenca de Carlos de Austria; cómo consiguió ganarse la más alta estimación del canciller Juan Selvaggio, del ayo que fue del Rey, Mr. de Xevres, del canciller Laxao, del obispo de Badajoz y otros prelados y grandes de Castilla: dejemos aparte sus diarias disputas con letrados insignes de la época, que siempre acababan por reconocer con admiración su gran carácter y vastos talentos, poniéndose de su parte; como lo hicieron los ocho predicadores del Rey, connotados teólogos, y entre ellos el sapientísimo fray Miguel de Salamanca; y limitadamente, con el fin de dar una idea de la colosal empresa de Las Casas, y de los grandes medios intelectuales y morales que hubo de emplear para combatir a sus prepotentes enemigos, reciban valor estas humildes páginas con la narración breve de algunos rasgos salientes de aquella campaña laboriosísima, en que el filántropo desplegó las extraordinarias dotes que había recibido del Creador, como predestinado para servir y defender una de las más nobles causas que se han inscrito en el libro de oro de la Historia.
Por lo que respecta al pobrecito padre Manzanedo, apenas hizo figura ni sonó su nombre en la corte; parece que pronto se persuadió modestamente de su insuficiencia para contrarrestar al instruido y elocuente Las Casas, y fue a encerrarse en su convento de Lupiana. Mas no así el irascible y engreído Fonseca, obispo de Burgos, su protegido el cronista González de Oviedo y fray Juan de Quevedo, obispo del Darién, que fueron rudos justadores contra Las Casas, y le dieron bastante que hacer. Él, con sus réplicas vivaces y agudas, de palabra o por escrito los confundía y derrotaba en todas ocasiones. La primera vez que se encontró con fray Juan de Quevedo fue en el palacio del Rey, ya Emperador de Alemania, que tenía entonces su corte en Barcelona, no precisamente en la ciudad, donde reinaba una mortífera epidemia, sino en Molins del Rey, población inmediata muy salubre. Llegóse Las Casas a saludar al obispo, el cual, informado de que aquel sacerdote era el protector de los indios, contra quien venía desde Panamá a defender las tiranías de Pedrarias y demás gobernadores de Indias, dijo a Las Casas con arrogancia: “¡Oh!, señor Las Casas, qué sermón os traigo para predicaros!”. Picóse un tanto el filántropo, y respondió: “Por cierto, señor, también a vuestra señoría certifico que le tengo aparejados un par de sermones, que si los quisiere oír y bien considerar, valen más que los dineros que trae de las Indias”. El obispo replicó agriamente, y la disputa hubiera ido muy lejos si no la cortara el secretario del Rey, Juan de Sámano, favorecedor de Las Casas, diciendo al prelado que todos los del Consejo real, allí presentes, opinaban como el protector de los indios.
El mismo día tuvieron otro encuentro el obispo del Darién y el filántropo, en casa del doctor Mota, obispo de Badajoz, muy estimado del Monarca, y en presencia del Almirante Don Diego Colón y Don Juan de Zúñiga, noble principal. La disputa se trabó sobre haber afirmado Las Casas y negado el obispo que en la Española se podía aclimatar el cultivo del trigo; y para probarlo mostró allí mismo el primero algunos granos de excelente calidad, cogidos por él debajo de un naranjo de la huerta del convento de dominicos en Santo Domingo. El obispo, a quien duraba el pasado enojo, dijo con gran menosprecio a Las Casas:
—¿Qué sabéis vos? Esto será como los negocios que traéis: vos ¿qué sabéis de ellos?
—¿Son malos o injustos, señor, los negocios que yo traigo? –contestó modestamente Las Casas.
—¿Qué sabéis vos? –repitió el obispo–. ¿Qué letras y ciencia es la vuestra para que os atreváis a tratar esos negocios?
Entonces Las Casas, mudando de tono e irguiéndose en toda su altura, dijo con dignidad al soberbio prelado:
—Sabéis, señor obispo, que con esas pocas letras que pensáis que tengo, y quizá son menos de las que estimáis, os pondré mis negocios por conclusiones. Y la primera será: que habéis pecado mil veces, y mil y muchas más, por no haber dado vuestra ánima por vuestras ovejas, para librarlas de los tiranos que os las destruyen. Y la segunda conclusión será, que coméis carne y bebéis sangre de vuestras propias ovejas. La tercera será, que si no restituís cuanto traéis de allá, hasta el último cuadrante, no os podéis más que Judas salvar.
El obispo, abrumado por esta andanada, quiso echarlo a burla, riéndose y haciendo escarnio de lo que acababa de oír, por lo que Las Casas volvió a decirle:
—¿Os reís? Debíais llorar vuestra infelicidad y la de vuestras ovejas.
—Sí, ahí tengo las lágrimas en la bolsa –respondió con descaro el obispo.
—Bien sé –repuso Las Casas–, que tener lágrimas verdaderas de lo que conviene llorar, es don de Dios; pero debíais rogarle con suspiros que os las diese, no sólo de aquel humor a que damos ese nombre, sino de sangre, que saliesen de lo más vivo del corazón, para mejor manifestar vuestra desventura y miseria, y la de vuestras ovejas.
—¡No más, no más! –exclamó entonces el obispo de Badajoz, doctor Mota, que jugaba a las tablas con el Almirante, y parece que gozaba en la disputa, dejándola correr como desentendido de ella. Don Diego Colón y Don Juan de Zúñiga elogiaron fervorosamente a Las Casas, y el obispo de Badajoz no lo hizo sin duda por guardar cortesía y miramiento a su colega y huésped; pero el mismo día, asistiendo al Consejo real, que en aquella época se celebraba diariamente, refirió a Carlos V el altercado de Las Casas con fray Juan de Quevedo, en estos términos:
—Holgárase Vuestra Majestad de oír lo que dijo micer Bartolomé al Obispo de Tierra Firme, sobre las cosas de Indias, acusándolo que no había hecho con los indios, sus ovejas, como debía, según buen pastor y prelad.
El joven Monarca, que por la seriedad de su carácter y la aplicación a los grandes negocios de Estado se mostró digno de sus altos destinos desde que fue exaltado al imperio, prestó atento oído a las palabras del prelado, y después de meditar unos instantes, se volvió a Monsieur de Xevres, y le dijo:
—Quiero conocer y oír por mí mismo a ese valeroso clérigo de quien tantas veces me habéis hablado. Disponed lo conveniente para que, antes de tres días, comparezcan él y el obispo de Tierra firme a debatir su gran litigio en mi presencia.