20. Residencia by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Una nueva prueba como la que había producido Las Casas ante Manzanedo, del alto aprecio en que el gran cardenal tenía su celo generoso en favor de los indios, era poco a propósito para restablecer la confianza y la cordialidad entre los padres jerónimos y el ilustre filántropo. El tesón y la entereza con que éste reclamaba la perentoria ejecución de las provisiones que tenían en su poder los tres frailes, para la reforma de los repartimientos, chocaban de lleno con la predisposición que los interesados en la servidumbre de los indios habían hecho concebir a los inexpertos religiosos respecto del carácter y las nobles intenciones de Las Casas. Veían en él a un hombre altanero y dominante, y prestaban oídos complacientes a cuanto la codicia maligna y feroz inventaba para herir la fama y dignidad de aquel varón eminente, en quien rivalizaba la alteza de pensamientos, con los móviles de la más sublime abnegación.
Los padres comisarios no pudieron sustraerse a la preocupación que hasta nuestros días parece haber sido ley común a la mayor parte de los gobernadores coloniales, de exagerar el respeto a los intereses creados, por injustos, ilegítimos y escandalosos que fueran. La facilidad con que el espíritu de lucro, puesto como base fundamental a la creación de colonias, degenera en desenfrenada codicia, y se engríe convencido de que todos los sentimientos del hombre deben estar subordinados a la sórdida utilidad, es causa de que se difunda en la atmósfera moral de las sociedades así constituidas una especie de niebla mefítica que ofusca la razón, y la convierte en cámara oscura, donde los objetos se reflejan falazmente, en sentido inverso del que realmente tienen: de esta especie de fascinación sólo pueden librarse las conciencias privilegiadas por un temple exquisito, cuya rectitud resiste sin torcerse a todas las aberraciones, a todas las sugestiones del interés o del temor. Rara avis.
Sometido el juicio a esa fascinación, las leyes morales subvertidas no sublevan el espíritu de justicia; la iniquidad parece cosa aceptable y hasta necesaria y se llega a temblar ante la idea de los desastres imaginarios que ha de traer consigo el reponer los elementos sociales sobre las bases eternas, sacrosantas, inviolables, aunque frecuentemente violadas, de la naturaleza y el derecho.
Fue, por lo mismo, fácil y hacedero quitar a los ausentes y residentes en Castilla los indios que tenían encomendados y en usufructo en la Española; porque el factor Juan de Ampiés, hechura de Pasamonte, iba a ser beneficiado con el depósito en su poder de aquellos infelices, teniendo a su cargo comprar las haciendas en que trabajaban, con el dinero de sus Altezas, para que de ellas fuesen mantenidos los depositados. Contra estas providencias no había en la isla ningún interesado que pudiera alzar el grito. Mas no así con respecto a los indios mal habidos por personas residentes en Santo Domingo y constituidas en autoridad. En poder de Pasamonte y sus satélites, incluso el mismo factor Juan de Ampiés, como en poder de otras personas influyentes, se hallaban los indios robados o salteados años atrás en las islas Lucayas, y recientemente en Trinidad. Los últimos, para mayor escándalo, se los habían repartido los mismos jueces de apelaciones y el de residencia Lebrón, dejando completamente impunes y hasta favorecidos a los infames piratas que, al apresarlos y reducirlos a esclavitud, se habían hecho culpables de los más feos delitos.
Ese escándalo, no obstante, subsistía a ciencia y paciencia de los padres jerónimos, que traían comisión especial de castigar con toda la severidad de las leyes aquellos hechos criminales, y devolver su libertad a las tristes víctimas de tales atentados. Los jueces y oficiales reales estaban, pues, a la cabeza de todos los encomenderos, para obstruir el juicio y entorpecer la razón de los comisarios, alzando hasta las nubes el alarido de los intereses que iban a ser lastimados con el cumplimiento de los capítulos de las provisiones relativas a la libertad de los indios. Y así, intimidados sus ánimos, y alarmadas sus conciencias con el delicado escrúpulo de causar la ruina e indigencia de aquellos pobrecitos y honrados funcionarios y colonos, si cometían la injusticia de quitarles los despreciables siervos que en santa y bendita esclavitud tenían, los buenos religiosos desistieron absolutamente de cumplir sus instrucciones, y solicitaron del cardenal su reforma en muchos puntos, por el bien de sus Altezas los Reyes y del Estado; que en cuanto al servicio de Dios y de la humanidad nada tenía que ver en el negocio; “porque –decían explícitamente–, según lo que hasta ahora hemos alcanzado, mucha diferencia hay de ver esta tierra, o de oír hablar de ella”. Tema usual y favorito de los conservadores de esclavos en todos los tiempos.
La insistencia con que Las Casas reclamaba que se llevaran a efecto las próvidas disposiciones de que él había sido el principal inspirador y colaborador en Castilla, sólo le dio por fruto la enemistad de los comisarios y la saña más violenta de parte de los encomenderos. Sus buenos amigos los frailes dominicos, llegando a temer por la vida y seguridad del fogoso protector de los indios, lo instaron vivamente a que tomara precauciones contra la exasperación de sus adversarios, y consiguieron que fuera a residir con ellos a su convento. Allí estaba, sin cejar un punto en sus reclamaciones y pedimentos a los jerónimos, cuando llegó al cabo a Santo Domingo Alonso Zuazo, a quien con tanta impaciencia aguardaba Las Casas. Entonces, apurada ya la vía de las instancias y exhortaciones, el valeroso filántropo fue mucho más lejos, y puso demanda a los jueces y oficiales reales ante el nuevo juez de residencia, formulando contra ellos los más terribles cargos por sus prevaricaciones y conclusiones contra los infelices caribeños.
Zuazo, varón íntegro y recto, acogió la demanda y comenzó a instruir los procesos; pero los malvados, con el apoyo de los obcecados jerónimos, enviaron a un procurador a España con numerosos artificios y embustes contra los actos de Las Casas, a quien los padres comisarios acusaron ante el cardenal como hombre violento, indiscreto y perturbador de fue sorprendido y dio crédito a los falsos y maliciosos informes. El licenciado Zuazo recibió orden de sobreseer en las causas, cualquiera que fuese el estado de los procesos, a tiempo que ya estaban plenamente convictos de prevaricadores y concusionarios todos los oficiales del Rey y los jueces de la Española.
Las Casas entonces, en el colmo de su generosa indignación, acordó con Alonso Zuazo y el padre fray Pedro de Córdoba, volver a España para restablecer en su punto la verdad y la justicia. Zuazo lo participó a los frailes jerónimos, en la forma que había convenido con el mismo Las Casas y fray Pedro; lo cual oído por aquellos, el prior de la Mejorada, fray Luis de Figueroa, exclamó muy alterado: “No vaya, porque es una candela que todo lo encenderá”. A esto respondió el juez: “Mi fe, padres, ¿quién le osará impedir su ida siendo
clérigo, mayormente teniendo cédula del Rey en que le da facultad para cada y cuando que bien visto le fuere pueda tornar a informar al Rey, y hacer en el cargo que trajo lo que quisiere?”.
Provisto, pues, Las Casas de cartas de crédito y recomendación, del pío y santo fray Pedro de Córdoba y los principales frailes dominicos y franciscanos, para el cardenal y el Rey, fue a despedirse de los padres jerónimos, que disimulando sus zozobras lo trataron con mucha cortesía, y se embarcó para España, adonde llegó con próspero viaje y en breves días. Los jerónimos resolvieron que fuera en pos de él, para defenderse y combatirlo en la Corte, uno de ellos, el ya conocido fray Bernardino de Manzanedo: era lo mismo que echar en el circo un pesado camello a luchar con un ágil y poderoso león; era como pretender que la torpe avestruz pudiera combatir con el águila, reina de las aves y de las cumbres.
Los padres comisarios no pudieron sustraerse a la preocupación que hasta nuestros días parece haber sido ley común a la mayor parte de los gobernadores coloniales, de exagerar el respeto a los intereses creados, por injustos, ilegítimos y escandalosos que fueran. La facilidad con que el espíritu de lucro, puesto como base fundamental a la creación de colonias, degenera en desenfrenada codicia, y se engríe convencido de que todos los sentimientos del hombre deben estar subordinados a la sórdida utilidad, es causa de que se difunda en la atmósfera moral de las sociedades así constituidas una especie de niebla mefítica que ofusca la razón, y la convierte en cámara oscura, donde los objetos se reflejan falazmente, en sentido inverso del que realmente tienen: de esta especie de fascinación sólo pueden librarse las conciencias privilegiadas por un temple exquisito, cuya rectitud resiste sin torcerse a todas las aberraciones, a todas las sugestiones del interés o del temor. Rara avis.
Sometido el juicio a esa fascinación, las leyes morales subvertidas no sublevan el espíritu de justicia; la iniquidad parece cosa aceptable y hasta necesaria y se llega a temblar ante la idea de los desastres imaginarios que ha de traer consigo el reponer los elementos sociales sobre las bases eternas, sacrosantas, inviolables, aunque frecuentemente violadas, de la naturaleza y el derecho.
Fue, por lo mismo, fácil y hacedero quitar a los ausentes y residentes en Castilla los indios que tenían encomendados y en usufructo en la Española; porque el factor Juan de Ampiés, hechura de Pasamonte, iba a ser beneficiado con el depósito en su poder de aquellos infelices, teniendo a su cargo comprar las haciendas en que trabajaban, con el dinero de sus Altezas, para que de ellas fuesen mantenidos los depositados. Contra estas providencias no había en la isla ningún interesado que pudiera alzar el grito. Mas no así con respecto a los indios mal habidos por personas residentes en Santo Domingo y constituidas en autoridad. En poder de Pasamonte y sus satélites, incluso el mismo factor Juan de Ampiés, como en poder de otras personas influyentes, se hallaban los indios robados o salteados años atrás en las islas Lucayas, y recientemente en Trinidad. Los últimos, para mayor escándalo, se los habían repartido los mismos jueces de apelaciones y el de residencia Lebrón, dejando completamente impunes y hasta favorecidos a los infames piratas que, al apresarlos y reducirlos a esclavitud, se habían hecho culpables de los más feos delitos.
Ese escándalo, no obstante, subsistía a ciencia y paciencia de los padres jerónimos, que traían comisión especial de castigar con toda la severidad de las leyes aquellos hechos criminales, y devolver su libertad a las tristes víctimas de tales atentados. Los jueces y oficiales reales estaban, pues, a la cabeza de todos los encomenderos, para obstruir el juicio y entorpecer la razón de los comisarios, alzando hasta las nubes el alarido de los intereses que iban a ser lastimados con el cumplimiento de los capítulos de las provisiones relativas a la libertad de los indios. Y así, intimidados sus ánimos, y alarmadas sus conciencias con el delicado escrúpulo de causar la ruina e indigencia de aquellos pobrecitos y honrados funcionarios y colonos, si cometían la injusticia de quitarles los despreciables siervos que en santa y bendita esclavitud tenían, los buenos religiosos desistieron absolutamente de cumplir sus instrucciones, y solicitaron del cardenal su reforma en muchos puntos, por el bien de sus Altezas los Reyes y del Estado; que en cuanto al servicio de Dios y de la humanidad nada tenía que ver en el negocio; “porque –decían explícitamente–, según lo que hasta ahora hemos alcanzado, mucha diferencia hay de ver esta tierra, o de oír hablar de ella”. Tema usual y favorito de los conservadores de esclavos en todos los tiempos.
La insistencia con que Las Casas reclamaba que se llevaran a efecto las próvidas disposiciones de que él había sido el principal inspirador y colaborador en Castilla, sólo le dio por fruto la enemistad de los comisarios y la saña más violenta de parte de los encomenderos. Sus buenos amigos los frailes dominicos, llegando a temer por la vida y seguridad del fogoso protector de los indios, lo instaron vivamente a que tomara precauciones contra la exasperación de sus adversarios, y consiguieron que fuera a residir con ellos a su convento. Allí estaba, sin cejar un punto en sus reclamaciones y pedimentos a los jerónimos, cuando llegó al cabo a Santo Domingo Alonso Zuazo, a quien con tanta impaciencia aguardaba Las Casas. Entonces, apurada ya la vía de las instancias y exhortaciones, el valeroso filántropo fue mucho más lejos, y puso demanda a los jueces y oficiales reales ante el nuevo juez de residencia, formulando contra ellos los más terribles cargos por sus prevaricaciones y conclusiones contra los infelices caribeños.
Zuazo, varón íntegro y recto, acogió la demanda y comenzó a instruir los procesos; pero los malvados, con el apoyo de los obcecados jerónimos, enviaron a un procurador a España con numerosos artificios y embustes contra los actos de Las Casas, a quien los padres comisarios acusaron ante el cardenal como hombre violento, indiscreto y perturbador de fue sorprendido y dio crédito a los falsos y maliciosos informes. El licenciado Zuazo recibió orden de sobreseer en las causas, cualquiera que fuese el estado de los procesos, a tiempo que ya estaban plenamente convictos de prevaricadores y concusionarios todos los oficiales del Rey y los jueces de la Española.
Las Casas entonces, en el colmo de su generosa indignación, acordó con Alonso Zuazo y el padre fray Pedro de Córdoba, volver a España para restablecer en su punto la verdad y la justicia. Zuazo lo participó a los frailes jerónimos, en la forma que había convenido con el mismo Las Casas y fray Pedro; lo cual oído por aquellos, el prior de la Mejorada, fray Luis de Figueroa, exclamó muy alterado: “No vaya, porque es una candela que todo lo encenderá”. A esto respondió el juez: “Mi fe, padres, ¿quién le osará impedir su ida siendo
clérigo, mayormente teniendo cédula del Rey en que le da facultad para cada y cuando que bien visto le fuere pueda tornar a informar al Rey, y hacer en el cargo que trajo lo que quisiere?”.
Provisto, pues, Las Casas de cartas de crédito y recomendación, del pío y santo fray Pedro de Córdoba y los principales frailes dominicos y franciscanos, para el cardenal y el Rey, fue a despedirse de los padres jerónimos, que disimulando sus zozobras lo trataron con mucha cortesía, y se embarcó para España, adonde llegó con próspero viaje y en breves días. Los jerónimos resolvieron que fuera en pos de él, para defenderse y combatirlo en la Corte, uno de ellos, el ya conocido fray Bernardino de Manzanedo: era lo mismo que echar en el circo un pesado camello a luchar con un ágil y poderoso león; era como pretender que la torpe avestruz pudiera combatir con el águila, reina de las aves y de las cumbres.