19. Salvamento by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Conmovidos como estaban todos los ánimos a favor de Colón, cuyos grandes trabajos e infortunios eran en aquel tiempo el tema favorito de los discursos y las conversaciones en La Española, la noticia de su arribo al puerto fue sabida con universal regocijo. A porfía acudieron solícitos a recibir al grande hombre todos los moradores de la ciudad primada de las Indias, así personas constituidas en autoridad como los simples particulares; y tanto sus más íntimos amigos como los que con mayor fiereza le habían hostilizado en los días de su poder. Ovando el primero, sea por efecto de disimulo y de su política cortesana, o bien porque realmente se sintiera conducido por el torrente de la simpatía general, a sentimientos más dignos y elevados de los que antes dejara ver respecto al ilustre navegante, se apresuró a prodigarle las más rendidas muestras de respeto y deferencia. Un oficial de su casa fue a la rada en un bote ricamente equipado, a invitar a Colón en nombre del Gobernador a entrar con sus naves en el puerto del Ozama. La fresca brisa del mediodía era favorable ‘a esa entrada, que los dos bajeles efectuaron a todas velas, y con tal celeridad y gallardía que se les hubiera creído animados del deseo de responder a la impaciencia de los numerosos espectadores que guarnecían toda la ribera derecha del caudaloso Ozama.
Cuando los bajeles arriaron sus velas y detuvieron su marcha, una inmensa aclamación llenó el espacio, vitoreando al Descubridor y Almirante; vítores que Ovando sancionó, subyugado por las circunstancias, alzando de la cabeza el birrete de terciopelo negro con lujosa presilla, en señal de cortesía al glorioso nombre de Colón. Apareció éste sobre la alta popa de su nave, apoyándose trabajosamente en el brazo de un joven adolescente de simpática fisonomía, su hijo natural y más tarde su historiador, Fernando Colón, el cual le había acompañado a despecho de su juvenil edad, en todas las rudas pruebas de aquel terrible viaje. Muy en breve recibió la falúa del gobernador, decorada con gran magnificencia, a los hermanos, el Almirante y Don Bartolomé Colón, y al joven Fernando. El entusiasmo de la multitud llegaba a su colmo; pero al desembarcar el Almirante, la expresión de ese entusiasmo cambió de súbito, y de regocijada y ruidosa que era se tomó en silenciosa y patética. Los trabajos, las privaciones y las angustias del alma habían impreso su devastadora huella en aquel semblante venerable, y encorvado penosamente aquel cuerpo macilento que todos habían conocido erguido y recio como un busto de antiguo emperador romano: su frente, acostumbrada a recibir la luz del cielo investigando los secretos del horizonte e interrogando la marcha de los astros, se inclinaba ahora tristemente hacia la tierra, como aspirando ya al descanso del sepulcro... Las lágrimas brotaron de todos los ojos y rodaron por todas las mejillas al contemplar la viviente ruina, y muchos sollozos se oyeron entre la multitud. Las Casas acudió el primero a estrechar profundamente conmovido la diestra del grande hombre, y Ovando se adelantó entonces vivamente a recibirle, celoso en esto, como en todo, de la primacía de su cargo. Colón correspondió con afectuosa sonrisa a esta demostración, y el Gobernador le estrechó entre sus brazos, compungido y lloroso como si fuera el mejor amigo de aquel hombre, cuyos sufrimientos e infortunios había él agravado con su maligna y estudiada indolencia. Así, la hipocresía y la ambición han caminado siempre juntas.
Los Colones se alojaron en la misma casa del Gobernador, que a nadie quiso ceder la honra de hospedarles; colmó de agasajos al Almirante, y todo marchó en paz y armonía durante los días que éste destinó al descanso y a restaurar sus fuerzas; pero cuando después llegó el caso de arreglar y dirimir las cuestiones de intereses y de atribuciones jurisdiccionales de las autoridades respectivas, hallándose muy confusas y mal definidas por las ordenanzas e instrucciones de la corona las que competían a Colón como Almirante de la Indias, y a Ovando como Gobernador de La Española, ocurrieron desde luego quejas y disidencias profundas entre ambos. El Gobernador puso en libertad a Porras, el más culpable de los sediciosos de Jamaica, y quiso formar causa a los que, peleando por sostener la autoridad de Colón, habían dado muerte a los rebeldes cómplices de aquel traidor. Para proceder así invocaba Ovando sus prerrogativas que se extendían expresamente a Jamaica; mientras que Colon alegaba títulos mucho más terminantes, que le daban mando autoridad absoluta sobre todas las personas que pertenecían a su expedición, hasta el regreso a España. Su firmeza impidió la formación del mencionado proceso.
Halló en el mayor desorden y abandono sus rentas e intereses de La Española. Lo que con mucho trabajo pudo recoger alcanzaba apenas para equipar los buques que debían conducirlo a España. No menor pesadumbre le causó el estado de devastación en que halló a la raza india, en su mayor parte exterminada, y lo que de ella quedaba sometido a dura servidumbre. Para evitar o corregir tan lamentables desórdenes habían sido ineficaces los esfuerzos de la magnánima reina Isabel la Católica en favor de Colón, instada por las quejas de Antonio Sánchez de Carvajal, su apoderado y administrador, y en favor de los indios; excitada su indignación por la noticia de las crueldades de Ovando, y especialmente por la matanza de Jaragua y la ejecución de la desdichada Anacaona. Colón vertió lágrimas sobre’ el fin de esta princesa y sobre la suerte de la isla que era objeto de su predilección. Horrorizado de cuantos testimonios se acumulaban a sus ojos para convencerle del carácter feroz y sanguinario que fatalmente había asumido la conquista, llegó a arrepentirse de su gloria, y a acusarse, como de un desmesurado crimen contra la Naturaleza, de haber arrebatado sus secretos al Océano; sacrílega hazaña que había abierto tan anchos espacios al infernal espíritu de destrucción y de rapiña.
El Licenciado Las Casas, cuya amistad se estrechó íntimamente con el Almirante y su hermano Don Bartolomé en aquel tiempo, les hizo saber que Higuemota residía en Santo Domingo, y los dos hermanos quisieron ver por última vez a aquel vástago de la desgraciada familia real de Jaragua. Recibióles la joven india con el afecto de una hija, acostumbrada como estaba desde la niñez ala festiva afabilidad del ‘Adelantado. Al ver a éste recordó la infeliz los días de su pasada prosperidad, cuando inocente y dichosa, en el regazo materno y rodeada del cariño de Bohechio y sus súbditos, conoció a Don Bartolomé, que por primera vez conducía la hueste española a aquellas deliciosas comarcas. Lloró amargamente, como lloraba todos los días, sobre la memoria de su infortunada madre, sobre su amor desgraciado y sobre el porvenir incierto de su tierna hija. Los ilustres viajeros se esforzaron en consolar a aquella interesante víctima de tantas adversidades, y Colón, elogiando el desvelo de Las Casas por el bienestar de la madre y de la hija, no solamente le exhortó a continuar ejerciendo sus benéficos cuidados sino que se ofreció a ayudarle con todas sus fuerzas y su poder en tan buena obra, haciendo obligación de su casa y herederos la alta protección sobre aquella familia de caciques y especialmente respecto a la suerte y estado de la niña Mencía, cuya ideal hermosura se realzaba con la plácida expresión de su agraciado semblante, al recibir las paternales caricias de los venerables extranjeros; como si su infantil instinto le revelara todo el precio de aquella tutelar solicitud. El Adelantado, con su carácter franco y jovial, decía a su hermano: —Si yo tuviera un hijo, le destinaría esta linda criatura por esposa.
— ¡Es muy hermosa, Bartolomé; será muy desdichada! —respondió a media voz el Almirante, con el acento de profunda convicción que le era habitual.
Cuando los bajeles arriaron sus velas y detuvieron su marcha, una inmensa aclamación llenó el espacio, vitoreando al Descubridor y Almirante; vítores que Ovando sancionó, subyugado por las circunstancias, alzando de la cabeza el birrete de terciopelo negro con lujosa presilla, en señal de cortesía al glorioso nombre de Colón. Apareció éste sobre la alta popa de su nave, apoyándose trabajosamente en el brazo de un joven adolescente de simpática fisonomía, su hijo natural y más tarde su historiador, Fernando Colón, el cual le había acompañado a despecho de su juvenil edad, en todas las rudas pruebas de aquel terrible viaje. Muy en breve recibió la falúa del gobernador, decorada con gran magnificencia, a los hermanos, el Almirante y Don Bartolomé Colón, y al joven Fernando. El entusiasmo de la multitud llegaba a su colmo; pero al desembarcar el Almirante, la expresión de ese entusiasmo cambió de súbito, y de regocijada y ruidosa que era se tomó en silenciosa y patética. Los trabajos, las privaciones y las angustias del alma habían impreso su devastadora huella en aquel semblante venerable, y encorvado penosamente aquel cuerpo macilento que todos habían conocido erguido y recio como un busto de antiguo emperador romano: su frente, acostumbrada a recibir la luz del cielo investigando los secretos del horizonte e interrogando la marcha de los astros, se inclinaba ahora tristemente hacia la tierra, como aspirando ya al descanso del sepulcro... Las lágrimas brotaron de todos los ojos y rodaron por todas las mejillas al contemplar la viviente ruina, y muchos sollozos se oyeron entre la multitud. Las Casas acudió el primero a estrechar profundamente conmovido la diestra del grande hombre, y Ovando se adelantó entonces vivamente a recibirle, celoso en esto, como en todo, de la primacía de su cargo. Colón correspondió con afectuosa sonrisa a esta demostración, y el Gobernador le estrechó entre sus brazos, compungido y lloroso como si fuera el mejor amigo de aquel hombre, cuyos sufrimientos e infortunios había él agravado con su maligna y estudiada indolencia. Así, la hipocresía y la ambición han caminado siempre juntas.
Los Colones se alojaron en la misma casa del Gobernador, que a nadie quiso ceder la honra de hospedarles; colmó de agasajos al Almirante, y todo marchó en paz y armonía durante los días que éste destinó al descanso y a restaurar sus fuerzas; pero cuando después llegó el caso de arreglar y dirimir las cuestiones de intereses y de atribuciones jurisdiccionales de las autoridades respectivas, hallándose muy confusas y mal definidas por las ordenanzas e instrucciones de la corona las que competían a Colón como Almirante de la Indias, y a Ovando como Gobernador de La Española, ocurrieron desde luego quejas y disidencias profundas entre ambos. El Gobernador puso en libertad a Porras, el más culpable de los sediciosos de Jamaica, y quiso formar causa a los que, peleando por sostener la autoridad de Colón, habían dado muerte a los rebeldes cómplices de aquel traidor. Para proceder así invocaba Ovando sus prerrogativas que se extendían expresamente a Jamaica; mientras que Colon alegaba títulos mucho más terminantes, que le daban mando autoridad absoluta sobre todas las personas que pertenecían a su expedición, hasta el regreso a España. Su firmeza impidió la formación del mencionado proceso.
Halló en el mayor desorden y abandono sus rentas e intereses de La Española. Lo que con mucho trabajo pudo recoger alcanzaba apenas para equipar los buques que debían conducirlo a España. No menor pesadumbre le causó el estado de devastación en que halló a la raza india, en su mayor parte exterminada, y lo que de ella quedaba sometido a dura servidumbre. Para evitar o corregir tan lamentables desórdenes habían sido ineficaces los esfuerzos de la magnánima reina Isabel la Católica en favor de Colón, instada por las quejas de Antonio Sánchez de Carvajal, su apoderado y administrador, y en favor de los indios; excitada su indignación por la noticia de las crueldades de Ovando, y especialmente por la matanza de Jaragua y la ejecución de la desdichada Anacaona. Colón vertió lágrimas sobre’ el fin de esta princesa y sobre la suerte de la isla que era objeto de su predilección. Horrorizado de cuantos testimonios se acumulaban a sus ojos para convencerle del carácter feroz y sanguinario que fatalmente había asumido la conquista, llegó a arrepentirse de su gloria, y a acusarse, como de un desmesurado crimen contra la Naturaleza, de haber arrebatado sus secretos al Océano; sacrílega hazaña que había abierto tan anchos espacios al infernal espíritu de destrucción y de rapiña.
El Licenciado Las Casas, cuya amistad se estrechó íntimamente con el Almirante y su hermano Don Bartolomé en aquel tiempo, les hizo saber que Higuemota residía en Santo Domingo, y los dos hermanos quisieron ver por última vez a aquel vástago de la desgraciada familia real de Jaragua. Recibióles la joven india con el afecto de una hija, acostumbrada como estaba desde la niñez ala festiva afabilidad del ‘Adelantado. Al ver a éste recordó la infeliz los días de su pasada prosperidad, cuando inocente y dichosa, en el regazo materno y rodeada del cariño de Bohechio y sus súbditos, conoció a Don Bartolomé, que por primera vez conducía la hueste española a aquellas deliciosas comarcas. Lloró amargamente, como lloraba todos los días, sobre la memoria de su infortunada madre, sobre su amor desgraciado y sobre el porvenir incierto de su tierna hija. Los ilustres viajeros se esforzaron en consolar a aquella interesante víctima de tantas adversidades, y Colón, elogiando el desvelo de Las Casas por el bienestar de la madre y de la hija, no solamente le exhortó a continuar ejerciendo sus benéficos cuidados sino que se ofreció a ayudarle con todas sus fuerzas y su poder en tan buena obra, haciendo obligación de su casa y herederos la alta protección sobre aquella familia de caciques y especialmente respecto a la suerte y estado de la niña Mencía, cuya ideal hermosura se realzaba con la plácida expresión de su agraciado semblante, al recibir las paternales caricias de los venerables extranjeros; como si su infantil instinto le revelara todo el precio de aquella tutelar solicitud. El Adelantado, con su carácter franco y jovial, decía a su hermano: —Si yo tuviera un hijo, le destinaría esta linda criatura por esposa.
— ¡Es muy hermosa, Bartolomé; será muy desdichada! —respondió a media voz el Almirante, con el acento de profunda convicción que le era habitual.