18. Explicaciones by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Una hora más tarde, el cacique, Valenzuela y Camacho estaban en su posada, recapacitando sobre los inesperados sucesos de aquella mañana, a tiempo que el infatigable Las Casas celebraba su importante conferencia con el padre Manzanedo, en las casas de contratación, donde estaban hospedados los padres jerónimos.
Estos habían llegado ya en sus relaciones con el filántropo a ese período embarazoso y difícil en que apenas puede disimularse el desabrimiento y malestar que produce la presencia de un antagonista. Las Casas no contaba ciertamente entre sus virtudes una excesiva humildad; porque pensaba, y creemos que tenía razón, que ser humilde con los soberbios sólo sirve para engreír y empedernir a este género de pecadores, a quienes conviene, al contrario, abrirles la vía del arrepentimiento haciéndoles sentir lo que ellos hacen padecer a otros. Es un caso moral que el gran filántropo (y nosotros con él), no definía acaso con perfecto arreglo a la doctrina cristiana; lo cierto es que tenía especial complacencia en mortificar la vanidad de los presuntuosos, y dar tártagos, como él los llamaba, a sus poderosos y altaneros adversarios.
Toda su humildad, toda su caridad, toda su ternura las tenía reservadas para los pobres y los pequeñuelos; para los míseros, los afligidos y oprimidos. Eran los que en verdad necesitaban el bálsamo consolador de aquellas virtudes.
Llegó, pues, el padre Las Casas, según él mismo nos lo ha hecho saber, a la fea presencia del padre Manzanedo y después de un “Dios os guarde” dado y recibido recíprocamente con la entonación y el cariño de un “el diablo os lleve”, entró en materia el sacerdote, diciendo:
—Aquí me ha traído, padre Manzanedo, el deber de daros cuenta de un acto consumado hoy por mí, a fin de que no haya lugar a ningún quid pro quo, ni falso informe.
—Hablad, padre Las Casas –dijo lacónicamente el padre feo.
—Hoy he celebrado el santo sacramento del matrimonio y dado la bendición nupcial, en el oratorio de la señora Virreina, a los nombrados Enrique, cacique del Bahoruco, y Doña Mencía de Guevara.
—¡Qué decís! –saltó muy alborotado el fraile jerónimo: ese matrimonio no debía celebrarse. Había un impedimento dirimente.
Las Casas se sonrió de un modo significativo, al oír esa declaración; y replicó moviendo la cabeza de arriba abajo, con gran sorna:
—Ya sabía yo que algo se fraguaba; bien conozco a Mojica.
—¿Mojica? Eso es –repuso el fraile–: ved aquí su escrito haciendo oposición al matrimonio, en su calidad de tío de la doncella. Esta misma mañana me lo han entregado, y se me encargó por mis compañeros entender en este negocio.
Las Casas tomó el papel y lo leyó rápidamente para sí.
—Esto no es sino un tejido de infames calumnias –dijo devolviendo el documento al padre Manzanedo.
—Sí –contestó éste–, será lo que queráis; pero habéis de convenir en que una información minuciosa sobre esos hechos era necesaria, antes de proceder al matrimonio, y vos habéis incurrido en grave responsabilidad con vuestra precipitación.
—No lo creáis, padre –replicó fríamente Las Casas–, antes bien, por presumir que no faltaría algún enredo de esa especie me apresuré a terminar el tal matrimonio.
—¡Sois un hombre terrible, padre Bartolomé! –exclamó colérico el fraile–. ¿Con qué facultad habéis procedido de ese modo?
—Vedla aquí –dijo Las Casas sacando del bolsillo un pliego sellado con las armas del cardenal Cisneros–. Aquí se me confiere facultad privativa y exclusiva para entender en ese matrimonio y arreglar todas las dificultades que a él pudieran suscitarse; efecto de una precaución acertada de mi parte; porque
habéis de saber, padre, que ya pasa de rancia la oposición de Mojica, cuyas intrigas han retardado antes de ahora el suceso, con fines nada santos.
—Parece que destinaba otro esposo a su sobrina –dijo el fray Bernardino dulcificando la voz, a vista del formidable diploma, que ya tenía en las manos; y leyendo su contenido.
—Estáis en regla, padre Las Casas –agregó, devolviéndole la credencial–; pero ¿qué os costaba habernos informado de esto desde el principio? Hubiéramos investigado con tiempo la conducta del cacique, vuestro protegido.
—Por eso mismo, padre, lo dispuse de otro modo: haced enhorabuena la investigación, y ya veréis cuánto y cuán gravemente ha mentido el protervo Mojica, al suponer que Enriquillo haya faltado en lo más mínimo a la honestidad. Harto sabe el malvado que quedará mal; pero quería ganar tiempo para seguir enredando: ya todas sus bellaquerías son inútiles, y la última voluntad de la madre de Mencía queda cumplida.
En resumen, fray Bernardino acabó por convenir en que la boda estaba bien hecha; concibió vehementes sospechas de que Mojica era un bribón, y solamente pidió a Las Casas que le hiciera venir de la Maguana, bajo la firma del señor Valenzuela y de los regidores de aquel Ayuntamiento, una declaración jurada de que la conducta de Enriquillo era irreprensible, y de todo punto falso que él se hubiera llevado en calidad de manceba a Anica en su viaje anterior a Santo Domingo, que tal fue el cargo denunciado por Mojica para evitar la boda de su amada sobrina. Entre tanto no llegara a poder de los padres jerónimos ese informe justificativo, el cacique debía permanecer en Santo Domingo, sin usar de ninguno de sus derechos como esposo de Mencía.
Estos habían llegado ya en sus relaciones con el filántropo a ese período embarazoso y difícil en que apenas puede disimularse el desabrimiento y malestar que produce la presencia de un antagonista. Las Casas no contaba ciertamente entre sus virtudes una excesiva humildad; porque pensaba, y creemos que tenía razón, que ser humilde con los soberbios sólo sirve para engreír y empedernir a este género de pecadores, a quienes conviene, al contrario, abrirles la vía del arrepentimiento haciéndoles sentir lo que ellos hacen padecer a otros. Es un caso moral que el gran filántropo (y nosotros con él), no definía acaso con perfecto arreglo a la doctrina cristiana; lo cierto es que tenía especial complacencia en mortificar la vanidad de los presuntuosos, y dar tártagos, como él los llamaba, a sus poderosos y altaneros adversarios.
Toda su humildad, toda su caridad, toda su ternura las tenía reservadas para los pobres y los pequeñuelos; para los míseros, los afligidos y oprimidos. Eran los que en verdad necesitaban el bálsamo consolador de aquellas virtudes.
Llegó, pues, el padre Las Casas, según él mismo nos lo ha hecho saber, a la fea presencia del padre Manzanedo y después de un “Dios os guarde” dado y recibido recíprocamente con la entonación y el cariño de un “el diablo os lleve”, entró en materia el sacerdote, diciendo:
—Aquí me ha traído, padre Manzanedo, el deber de daros cuenta de un acto consumado hoy por mí, a fin de que no haya lugar a ningún quid pro quo, ni falso informe.
—Hablad, padre Las Casas –dijo lacónicamente el padre feo.
—Hoy he celebrado el santo sacramento del matrimonio y dado la bendición nupcial, en el oratorio de la señora Virreina, a los nombrados Enrique, cacique del Bahoruco, y Doña Mencía de Guevara.
—¡Qué decís! –saltó muy alborotado el fraile jerónimo: ese matrimonio no debía celebrarse. Había un impedimento dirimente.
Las Casas se sonrió de un modo significativo, al oír esa declaración; y replicó moviendo la cabeza de arriba abajo, con gran sorna:
—Ya sabía yo que algo se fraguaba; bien conozco a Mojica.
—¿Mojica? Eso es –repuso el fraile–: ved aquí su escrito haciendo oposición al matrimonio, en su calidad de tío de la doncella. Esta misma mañana me lo han entregado, y se me encargó por mis compañeros entender en este negocio.
Las Casas tomó el papel y lo leyó rápidamente para sí.
—Esto no es sino un tejido de infames calumnias –dijo devolviendo el documento al padre Manzanedo.
—Sí –contestó éste–, será lo que queráis; pero habéis de convenir en que una información minuciosa sobre esos hechos era necesaria, antes de proceder al matrimonio, y vos habéis incurrido en grave responsabilidad con vuestra precipitación.
—No lo creáis, padre –replicó fríamente Las Casas–, antes bien, por presumir que no faltaría algún enredo de esa especie me apresuré a terminar el tal matrimonio.
—¡Sois un hombre terrible, padre Bartolomé! –exclamó colérico el fraile–. ¿Con qué facultad habéis procedido de ese modo?
—Vedla aquí –dijo Las Casas sacando del bolsillo un pliego sellado con las armas del cardenal Cisneros–. Aquí se me confiere facultad privativa y exclusiva para entender en ese matrimonio y arreglar todas las dificultades que a él pudieran suscitarse; efecto de una precaución acertada de mi parte; porque
habéis de saber, padre, que ya pasa de rancia la oposición de Mojica, cuyas intrigas han retardado antes de ahora el suceso, con fines nada santos.
—Parece que destinaba otro esposo a su sobrina –dijo el fray Bernardino dulcificando la voz, a vista del formidable diploma, que ya tenía en las manos; y leyendo su contenido.
—Estáis en regla, padre Las Casas –agregó, devolviéndole la credencial–; pero ¿qué os costaba habernos informado de esto desde el principio? Hubiéramos investigado con tiempo la conducta del cacique, vuestro protegido.
—Por eso mismo, padre, lo dispuse de otro modo: haced enhorabuena la investigación, y ya veréis cuánto y cuán gravemente ha mentido el protervo Mojica, al suponer que Enriquillo haya faltado en lo más mínimo a la honestidad. Harto sabe el malvado que quedará mal; pero quería ganar tiempo para seguir enredando: ya todas sus bellaquerías son inútiles, y la última voluntad de la madre de Mencía queda cumplida.
En resumen, fray Bernardino acabó por convenir en que la boda estaba bien hecha; concibió vehementes sospechas de que Mojica era un bribón, y solamente pidió a Las Casas que le hiciera venir de la Maguana, bajo la firma del señor Valenzuela y de los regidores de aquel Ayuntamiento, una declaración jurada de que la conducta de Enriquillo era irreprensible, y de todo punto falso que él se hubiera llevado en calidad de manceba a Anica en su viaje anterior a Santo Domingo, que tal fue el cargo denunciado por Mojica para evitar la boda de su amada sobrina. Entre tanto no llegara a poder de los padres jerónimos ese informe justificativo, el cacique debía permanecer en Santo Domingo, sin usar de ninguno de sus derechos como esposo de Mencía.