17. Improvisación by Manuel de Jess Galvn Lyrics
La Virreina y Las Casas habían convenido en que el matrimonio de Enrique y Mencía se efectuara tres días después de la referida visita que los dos viajeros de la Maguana hicieron con el sacerdote a la casa de Colón. Este concierto no había recibido la menor objeción de parte del principal interesado, Enriquillo, ni de Valenzuela: el primero no tenía voluntad propia cuando su protector, a quien veneraba como a un ser sobrenatural, tomaba por su cuenta lo que al cacique concernía; y el joven hidalgo tenía demasiado interés, como se ha podido ver, en no desagradar a su padre, que le había recomendado absoluta sumisión en todo a las disposiciones de Las Casas.
Éste se hallaba, pues, al día siguiente de su mencionada visita a la Virreina, muy ajeno a todo propósito de alterar el acuerdo dicho sobre la boda. Sentado ante una mesa de luciente caoba, se ocupaba en hojear y revisar las ordenanzas sobre encomiendas de indios que aún estaban vigentes en la Española, y de las cuales iba anotando en una hoja de papel aquellas disposiciones más vejatorias, y que por lo mismo reclamaban, a su juicio, con mayor urgencia el planteamiento de las reformas que los frailes jerónimos traían a su cargo, sin darse prisa de llevarlas a ejecución. La lucha estaba por consiguiente empeñada entre el fogoso filántropo y los morosos depositarios de la autoridad; y cada anotación de Las Casas iba acompañada de un monólogo expresivo, que reflejaba al exterior los movimientos de aquel espíritu generoso, cuanto inflexible para con la injusticia y la maldad.
—¡Eso es! ¡Siempre en el tema…! Que los indios de esta Española no son aplicados al trabajo… Item, que han acostumbrado siempre a holgar…Que se van huyendo a los montes por no trabajar… Veis aquí la fama que los matadores dan a sus víctimas. ¡Oh! qué terrible juicio padecerán ante Dios estos verdugos, por forjar tan grandes falsedades y mentiras, para consumir aquestos inocentes, tan afligidos, tan corridos, tan abatidos, menospreciados, tan desamparados de todos para su remedio, tan sin consuelo y sin abrigo. No huyen de los trabajos, sino de los tormentos infernales que en las minas y en las otras obras de los nuestros padecen: huyen del hambre, de los palos, de los azotes continuos, de las injurias; y denuestos, oyéndose llamar perros a cada hora; del rigoroso y aspérrimo tratamiento a que están sujetos de noche y de día.
Por este estilo eran los comentarios del pío sacerdote a todos los yerros e injusticias que iba notando en los trabajos oficiales, sobre que versaba su examen; cuando se le presentó Camacho, su indio viejo de confianza, que, como acostumbraba, le tomó gravemente la diestra y se la llevó a los labios:
—Beso la mano a vuesa merced, padre –dijo sumiso.
—El Señor te guarde, buen Camacho –contestó Las Casas desechando el mal humor que se había apoderado de un ánimo al revisar las inicuas ordenanzas–.
¿Y Enriquillo? ¿y el joven Valenzuela?
—Bien están, señor: Enriquillo aguarda en la posada a que Don Andrés regrese de la calle, para venir juntos a veros...
¿Y por qué has dejado solo, aburriéndose, al pobre muchacho? –repuso Las Casas.
—Le diré a vuesa merced –contestó Camacho–. Como el señor Don Francisco me recomendó que tuviera cuenta con los pasos de su hijo, y lo observara, y diera cuenta a vuesa merced de cualquier cosa que advirtiera en él que no estuviera en el orden, yo, que vi a Don Andrés salir anoche ya dado el toque de ánimas, le seguí a lo lejos, y le vi hablar con un sujeto que no pude conocer, y que parece que le aguardaba en la primera esquina: luego que lo vi apartarse de tal sujeto y dirigirse a casa, me volví de prisa e hice como que lo esperaba para abrirle la puerta, que él había dejado entornada; hoy, cuando observé que quiso salir solo, me fui detrás, y lo vi entrar en una casa de las Cuatro-calles, donde permaneció un buen rato. Así que salió, me esquivé de su vista, pregunté a un transeúnte quién vivía en la tal casa, y me dijeron que una señora viuda, de Castilla, que se llama Doña Alfonsa: entonces concebí una sospecha, por cierta historia que me contaron Tamayo y Anica en la Maguana. No perdí de vista la casa por buen espacio de tiempo, y al cabo vi salir de ella, caminando muy de prisa, al señor Don Pedro de Mojica.
—¡Mojica está aquí! –exclamó Las Casas con un movimiento de sorpresa.
—Sin ninguna duda –respondió Camacho– ha debido venir pisándonos las huellas; pues quedaba en San Juan cuando nosotros salimos para acá. Por cierto que la última vez que se incomodó el señor Don Francisco con su hijo fue porque supo que Don Andrés andaba a caballo por los campos, en compañía de aquél mal hombre, a quien de muerte aborrece…
Pero ya Las Casas no prestaba atención a su criado, y poniéndose el manteo precipitadamente, decía como hablando consigo mismo:
—¡Aquí ese malvado! Claro está; ha venido a ver si puede estorbar la boda. Pero a fe mía que todos sus ardides no han de valerle conmigo. Aunque fuera el diablo en persona, juro que esta vez no será como la pasada.
Y seguido de Camacho, que con trabajo guardaba la distancia, el activo sacerdote se dirigió velozmente a la posada de Enrique y Valenzuela, a quienes halló en amistosa conversación,
esperando la hora de almorzar.
—A ver, muchachos –les dijo Las Casas sin preámbulos–, vestíos vuestros mejores sayos, y vamos en seguida a almorzar con la señora Virreina.
—¿Es posible… ? –comenzó a preguntar Valenzuela.
—Todo es posible –interrumpió con fuerza Las Casas– ¡vivos, a vestirse, y en marcha!
Nadie osó replicar, y los jóvenes entraron en su aposento a mudarse de traje: Camacho ayudó en esta operación a Valenzuela, que por usar vestidos más ricos y complicados necesitaba ese auxilio. En cuanto a Enrique, a pesar de las exhortaciones de Don Francisco a que se proveyera nuevamente de vestidos de lujo, persistió en el propósito que había formado cuando se frustró su boda el año anterior, de no alterar en ningún caso su traje sencillo de costumbre, que se componía de calzas atacadas y jubón de paño oscuro de Navarra, con cuello vuelto de tela blanca fina llamada cendal, y un capellar de terciopelo, con gorra del mismo género. Medias de seda negra y calzado a la moda italiana completaban el equipo del cacique, cuyo aspecto gentil y distinguido no perdía nada con la modestia y la severidad de aquellos arreos.
Pronto estuvo terminado el atavío de los dos mancebos, y Las Casas pareció satisfecho al examinar el de Enrique. Salieron sin demora y a buen paso los tres, y en pos de ellos Camacho, que había recibido de su amo la orden de seguirle.
Ya en casa de la Virreina, Las Casas hizo pasar recado anunciando su presencia: la señora estaba en el comedor, a punto de sentarse con su familia a almorzar. A este acto la acompañaba regularmente el otro tío de su marido, llamado como él, Don Diego, hombre de carácter simple y apocado, muy devoto, y que vivía sumamente retraído en Santo Domingo, más metido en la iglesia que en su casa. Acompañaba también a la Virreina el capellán de la casa, clérigo anciano que, fuera de sus funciones sagradas, reducidas a decir la misa todas las mañanas y el rosario todas las noches, era una especie de mueble de adorno, que todo lo veía como si no tuviera alma, indiferente y taciturno.
Las Casas pasó al comedor por invitación de María de Toledo, dejando en el salón principal a sus compañeros.
—¿Nos haréis merced de almorzar con nosotros? –le dijo la Virreina con su genial naturalidad.
—Admiraos de mi atrevimiento, señora –respondió riendo el interpelado–. He venido espontáneamente a almorzar con Vueseñoría; y no es esto lo peor, sino que he traído conmigo, por mi cuenta y riesgo, dos convidados más.
—Mucho me place la feliz ocurrencia, padre Las Casas –repuso Doña María–, pues gracias a ella, sin faltar a mi duelo por la larga ausencia de mi esposo, voy a tener a mi mesa tan grata compañía.
—Permitidme, señora –agregó Las Casas–; os pido que deis orden de que no sea admitido mensaje, ni persona extraña a vuestra presencia, mientras no terminemos el importante asunto que nos conduce hoy a esta casa.
—Me asustáis, padre; mas lo haré como pedís.
—Sé que vais a alegraros, señora –volvió a decir Las Casas.
Y mientras la Virreina ordenaba a un mayordomo que fuera a establecer la consigna de no admisión, Las Casas decía al viejo capellán:
—De quien más necesitamos ahora es de vos, padre capellán.
—Estoy pronto a serviros –respondió éste.
Entonces Las Casas refirió a la Virreina en descubrimiento de que Mojica se hallaba en Santo Domingo, intrigando sin duda para volver a enredar la boda de Enrique y Mencía.
—¿Y qué pensáis hacer? –preguntó la Virreina cuando estuvo enterada de todo.
—Lo más sencillo del mundo, señora –contestó con la mayor frescura Las Casas–. Ahora mismo se casan nuestros protegidos, y laus Deo.
No dejó de sorprenderse la Virreina con esta súbita resolución; pero reconoció su conveniencia en seguida, y se alegró de poder burlar alguna vez la malignidad de sus enemigos: el capellán se mostró más reacio y moroso, y mirando con ojos turbados a los dos interlocutores,
comenzó a rumiar excusas:
—Pero… yo no puedo –decía–, así de repente… ¿Y si hay oposición… como la pasada?
—¡Hum, padre capellán! –exclamó con vehemencia Las Casas–. Mal me huelen esos reparos de vuesamerced. ¿Estáis o no estáis al servicio de esta casa?
—Sí estoy, padre –contestó con humildad el capellán–; pero los oficiales del Rey…
—Esos no mandan aquí ¿lo entendéis? –replicó Las Casas con voz tonante–. Yo me encargo de todo: ¿haréis o no haréis el matrimonio?
—Yo haré lo que me mande mi señora la Virreina –volvió a decir el pobre hombre–; pero el señor Pasamonte…
—¡Dale! –dijo el impaciente Las Casas–. ¡Ea! Venid conmigo; voy a arreglar esto a gusto de todos.
Y tomando del brazo al capellán, casi lo arrastró por fuerza hasta el oratorio de la
casa.
—Mandad a este infeliz –dijo a la Virreina que les había seguido sin saber qué decir ni qué pensar, entre risueña y cuidadosa–; mandadle que permanezca aquí tranquilo viendo todo lo que pasa.
En seguida abrió un grande armario que servía para guardar los sagrados ornamentos, sacó de él sobrepelliz, estola y bonete, y volviéndose a la noble dama, le dijo:
—Ordenad que venga la novia, como quiera que esté; y venga el señor Don Diego, y el mayordomo, y toda vuestra casa… Capellán, ¿qué tenéis que decir?
—Que yo no respondo de nada –balbuceó el atontado viejo.
—Pues venga el breviario, que yo respondo de todo –repuso Las Casas.
La Virreina salió del salón, y a poco volvió a entrar con Mencía de la mano, y seguida del anciano Don Diego, Elvira, sus damas y toda la servidumbre.
Enrique y Valenzuela, sorprendidos, siguieron al mayordomo que fue a requerirles de parte de Las Casas que pasaran al oratorio: cuando vieron aquel aparato y al sacerdote revestido con sus ornamentos, ambos jóvenes palidecieron.
—No os asustéis, muchachos –les dijo sonriendo el ministro del altar–, no se trata de excomulgaros.
Y advirtiendo a cada cual lo que convenía para el mejor orden de la ceremonia, indicándoles la colocación correspondiente, manejándolos, en fin, como un instructor de táctica a sus reclutas, el denodado Las Casas comenzó y acabó las fórmulas del sacramento matrimonial, haciendo de acólito el viejo Camacho; dio la bendición nupcial a los contrayentes, arrodillados, y concluyó con una sentida exhortación a las virtudes conyugales, usando de términos tan afectuosos y elocuentes, que todos los circunstantes se enternecieron, y las damas llevaron más de una vez el bordado pañuelo a los ojos.
Después, volviéndose a la Virreina y a Valenzuela, que hacían de padrinos, y fijando su penetrante mirada en el sombrío y meditabundo semblante del joven hidalgo, pronunció Las Casas estas palabras con acento solemne y voz vibrante:
—Nada tengo que encarecer a la madrina, que ha sido una verdadera madre para la contrayente. Vos, señor padrino, no descuidéis jamás la obligación, que más que nadie tenéis, de velar por el honor y la felicidad de vuestros ahijados. Si así lo cumpliereis, el Señor de los cielos derrame sobre vos sus bendiciones; mas si faltáis a esta obligación, que os falte la gracia divina y seáis castigado con todo el rigor que en el mundo y en la otra vida, merecen los perjuros.
Luego, como para borrar la impresión de sus últimas palabras, agregó, haciendo el signo de la cruz sobre toda la concurrencia: El Señor os bendiga a todos –y quitándose la estola y los demás ornamentos sacerdotales dijo con franca sonrisa a la Virreina:
–Dignaos, noble dama, proseguir ahora vuestro interrumpido almuerzo, y os acompañaremos. Será el banquete de bodas.
Así se hizo en efecto; y el improvisado matrimonio fue celebrado por todos –excepto uno–con la más expansiva alegría. Valenzuela, que era la excepción, hizo cuanto pudo por disimular el despecho de su derrota, exagerando sus finezas y galanterías para con la bella Elvira.
Cuando el capellán pronunciaba la oración de gracias, se presentó un criado, y dijo a la Virreina que el padre Manzanedo, uno de los comisarios de gobierno, había estado a visitarla, y que habiéndosele dicho que la Virreina no podía recibirle en aquel momento, se retiró ofreciendo volver por la tarde.
No sin emoción comunicó la señora este incidente a Las Casas, que al punto dio por sentado que el fraile jerónimo iba con intención de poner algún impedimento a la boda.
–Ved si hemos obrado con acierto dando un corte decisivo al asunto –dijo Las Casas–.
Por lo demás, no tenéis que inquietaros; de aquí me iré a ver a los padres jerónimos, y les mostraré las provisiones en cuya virtud he procedido en este caso. Todo quedará terminado satisfactoriamente.
Éste se hallaba, pues, al día siguiente de su mencionada visita a la Virreina, muy ajeno a todo propósito de alterar el acuerdo dicho sobre la boda. Sentado ante una mesa de luciente caoba, se ocupaba en hojear y revisar las ordenanzas sobre encomiendas de indios que aún estaban vigentes en la Española, y de las cuales iba anotando en una hoja de papel aquellas disposiciones más vejatorias, y que por lo mismo reclamaban, a su juicio, con mayor urgencia el planteamiento de las reformas que los frailes jerónimos traían a su cargo, sin darse prisa de llevarlas a ejecución. La lucha estaba por consiguiente empeñada entre el fogoso filántropo y los morosos depositarios de la autoridad; y cada anotación de Las Casas iba acompañada de un monólogo expresivo, que reflejaba al exterior los movimientos de aquel espíritu generoso, cuanto inflexible para con la injusticia y la maldad.
—¡Eso es! ¡Siempre en el tema…! Que los indios de esta Española no son aplicados al trabajo… Item, que han acostumbrado siempre a holgar…Que se van huyendo a los montes por no trabajar… Veis aquí la fama que los matadores dan a sus víctimas. ¡Oh! qué terrible juicio padecerán ante Dios estos verdugos, por forjar tan grandes falsedades y mentiras, para consumir aquestos inocentes, tan afligidos, tan corridos, tan abatidos, menospreciados, tan desamparados de todos para su remedio, tan sin consuelo y sin abrigo. No huyen de los trabajos, sino de los tormentos infernales que en las minas y en las otras obras de los nuestros padecen: huyen del hambre, de los palos, de los azotes continuos, de las injurias; y denuestos, oyéndose llamar perros a cada hora; del rigoroso y aspérrimo tratamiento a que están sujetos de noche y de día.
Por este estilo eran los comentarios del pío sacerdote a todos los yerros e injusticias que iba notando en los trabajos oficiales, sobre que versaba su examen; cuando se le presentó Camacho, su indio viejo de confianza, que, como acostumbraba, le tomó gravemente la diestra y se la llevó a los labios:
—Beso la mano a vuesa merced, padre –dijo sumiso.
—El Señor te guarde, buen Camacho –contestó Las Casas desechando el mal humor que se había apoderado de un ánimo al revisar las inicuas ordenanzas–.
¿Y Enriquillo? ¿y el joven Valenzuela?
—Bien están, señor: Enriquillo aguarda en la posada a que Don Andrés regrese de la calle, para venir juntos a veros...
¿Y por qué has dejado solo, aburriéndose, al pobre muchacho? –repuso Las Casas.
—Le diré a vuesa merced –contestó Camacho–. Como el señor Don Francisco me recomendó que tuviera cuenta con los pasos de su hijo, y lo observara, y diera cuenta a vuesa merced de cualquier cosa que advirtiera en él que no estuviera en el orden, yo, que vi a Don Andrés salir anoche ya dado el toque de ánimas, le seguí a lo lejos, y le vi hablar con un sujeto que no pude conocer, y que parece que le aguardaba en la primera esquina: luego que lo vi apartarse de tal sujeto y dirigirse a casa, me volví de prisa e hice como que lo esperaba para abrirle la puerta, que él había dejado entornada; hoy, cuando observé que quiso salir solo, me fui detrás, y lo vi entrar en una casa de las Cuatro-calles, donde permaneció un buen rato. Así que salió, me esquivé de su vista, pregunté a un transeúnte quién vivía en la tal casa, y me dijeron que una señora viuda, de Castilla, que se llama Doña Alfonsa: entonces concebí una sospecha, por cierta historia que me contaron Tamayo y Anica en la Maguana. No perdí de vista la casa por buen espacio de tiempo, y al cabo vi salir de ella, caminando muy de prisa, al señor Don Pedro de Mojica.
—¡Mojica está aquí! –exclamó Las Casas con un movimiento de sorpresa.
—Sin ninguna duda –respondió Camacho– ha debido venir pisándonos las huellas; pues quedaba en San Juan cuando nosotros salimos para acá. Por cierto que la última vez que se incomodó el señor Don Francisco con su hijo fue porque supo que Don Andrés andaba a caballo por los campos, en compañía de aquél mal hombre, a quien de muerte aborrece…
Pero ya Las Casas no prestaba atención a su criado, y poniéndose el manteo precipitadamente, decía como hablando consigo mismo:
—¡Aquí ese malvado! Claro está; ha venido a ver si puede estorbar la boda. Pero a fe mía que todos sus ardides no han de valerle conmigo. Aunque fuera el diablo en persona, juro que esta vez no será como la pasada.
Y seguido de Camacho, que con trabajo guardaba la distancia, el activo sacerdote se dirigió velozmente a la posada de Enrique y Valenzuela, a quienes halló en amistosa conversación,
esperando la hora de almorzar.
—A ver, muchachos –les dijo Las Casas sin preámbulos–, vestíos vuestros mejores sayos, y vamos en seguida a almorzar con la señora Virreina.
—¿Es posible… ? –comenzó a preguntar Valenzuela.
—Todo es posible –interrumpió con fuerza Las Casas– ¡vivos, a vestirse, y en marcha!
Nadie osó replicar, y los jóvenes entraron en su aposento a mudarse de traje: Camacho ayudó en esta operación a Valenzuela, que por usar vestidos más ricos y complicados necesitaba ese auxilio. En cuanto a Enrique, a pesar de las exhortaciones de Don Francisco a que se proveyera nuevamente de vestidos de lujo, persistió en el propósito que había formado cuando se frustró su boda el año anterior, de no alterar en ningún caso su traje sencillo de costumbre, que se componía de calzas atacadas y jubón de paño oscuro de Navarra, con cuello vuelto de tela blanca fina llamada cendal, y un capellar de terciopelo, con gorra del mismo género. Medias de seda negra y calzado a la moda italiana completaban el equipo del cacique, cuyo aspecto gentil y distinguido no perdía nada con la modestia y la severidad de aquellos arreos.
Pronto estuvo terminado el atavío de los dos mancebos, y Las Casas pareció satisfecho al examinar el de Enrique. Salieron sin demora y a buen paso los tres, y en pos de ellos Camacho, que había recibido de su amo la orden de seguirle.
Ya en casa de la Virreina, Las Casas hizo pasar recado anunciando su presencia: la señora estaba en el comedor, a punto de sentarse con su familia a almorzar. A este acto la acompañaba regularmente el otro tío de su marido, llamado como él, Don Diego, hombre de carácter simple y apocado, muy devoto, y que vivía sumamente retraído en Santo Domingo, más metido en la iglesia que en su casa. Acompañaba también a la Virreina el capellán de la casa, clérigo anciano que, fuera de sus funciones sagradas, reducidas a decir la misa todas las mañanas y el rosario todas las noches, era una especie de mueble de adorno, que todo lo veía como si no tuviera alma, indiferente y taciturno.
Las Casas pasó al comedor por invitación de María de Toledo, dejando en el salón principal a sus compañeros.
—¿Nos haréis merced de almorzar con nosotros? –le dijo la Virreina con su genial naturalidad.
—Admiraos de mi atrevimiento, señora –respondió riendo el interpelado–. He venido espontáneamente a almorzar con Vueseñoría; y no es esto lo peor, sino que he traído conmigo, por mi cuenta y riesgo, dos convidados más.
—Mucho me place la feliz ocurrencia, padre Las Casas –repuso Doña María–, pues gracias a ella, sin faltar a mi duelo por la larga ausencia de mi esposo, voy a tener a mi mesa tan grata compañía.
—Permitidme, señora –agregó Las Casas–; os pido que deis orden de que no sea admitido mensaje, ni persona extraña a vuestra presencia, mientras no terminemos el importante asunto que nos conduce hoy a esta casa.
—Me asustáis, padre; mas lo haré como pedís.
—Sé que vais a alegraros, señora –volvió a decir Las Casas.
Y mientras la Virreina ordenaba a un mayordomo que fuera a establecer la consigna de no admisión, Las Casas decía al viejo capellán:
—De quien más necesitamos ahora es de vos, padre capellán.
—Estoy pronto a serviros –respondió éste.
Entonces Las Casas refirió a la Virreina en descubrimiento de que Mojica se hallaba en Santo Domingo, intrigando sin duda para volver a enredar la boda de Enrique y Mencía.
—¿Y qué pensáis hacer? –preguntó la Virreina cuando estuvo enterada de todo.
—Lo más sencillo del mundo, señora –contestó con la mayor frescura Las Casas–. Ahora mismo se casan nuestros protegidos, y laus Deo.
No dejó de sorprenderse la Virreina con esta súbita resolución; pero reconoció su conveniencia en seguida, y se alegró de poder burlar alguna vez la malignidad de sus enemigos: el capellán se mostró más reacio y moroso, y mirando con ojos turbados a los dos interlocutores,
comenzó a rumiar excusas:
—Pero… yo no puedo –decía–, así de repente… ¿Y si hay oposición… como la pasada?
—¡Hum, padre capellán! –exclamó con vehemencia Las Casas–. Mal me huelen esos reparos de vuesamerced. ¿Estáis o no estáis al servicio de esta casa?
—Sí estoy, padre –contestó con humildad el capellán–; pero los oficiales del Rey…
—Esos no mandan aquí ¿lo entendéis? –replicó Las Casas con voz tonante–. Yo me encargo de todo: ¿haréis o no haréis el matrimonio?
—Yo haré lo que me mande mi señora la Virreina –volvió a decir el pobre hombre–; pero el señor Pasamonte…
—¡Dale! –dijo el impaciente Las Casas–. ¡Ea! Venid conmigo; voy a arreglar esto a gusto de todos.
Y tomando del brazo al capellán, casi lo arrastró por fuerza hasta el oratorio de la
casa.
—Mandad a este infeliz –dijo a la Virreina que les había seguido sin saber qué decir ni qué pensar, entre risueña y cuidadosa–; mandadle que permanezca aquí tranquilo viendo todo lo que pasa.
En seguida abrió un grande armario que servía para guardar los sagrados ornamentos, sacó de él sobrepelliz, estola y bonete, y volviéndose a la noble dama, le dijo:
—Ordenad que venga la novia, como quiera que esté; y venga el señor Don Diego, y el mayordomo, y toda vuestra casa… Capellán, ¿qué tenéis que decir?
—Que yo no respondo de nada –balbuceó el atontado viejo.
—Pues venga el breviario, que yo respondo de todo –repuso Las Casas.
La Virreina salió del salón, y a poco volvió a entrar con Mencía de la mano, y seguida del anciano Don Diego, Elvira, sus damas y toda la servidumbre.
Enrique y Valenzuela, sorprendidos, siguieron al mayordomo que fue a requerirles de parte de Las Casas que pasaran al oratorio: cuando vieron aquel aparato y al sacerdote revestido con sus ornamentos, ambos jóvenes palidecieron.
—No os asustéis, muchachos –les dijo sonriendo el ministro del altar–, no se trata de excomulgaros.
Y advirtiendo a cada cual lo que convenía para el mejor orden de la ceremonia, indicándoles la colocación correspondiente, manejándolos, en fin, como un instructor de táctica a sus reclutas, el denodado Las Casas comenzó y acabó las fórmulas del sacramento matrimonial, haciendo de acólito el viejo Camacho; dio la bendición nupcial a los contrayentes, arrodillados, y concluyó con una sentida exhortación a las virtudes conyugales, usando de términos tan afectuosos y elocuentes, que todos los circunstantes se enternecieron, y las damas llevaron más de una vez el bordado pañuelo a los ojos.
Después, volviéndose a la Virreina y a Valenzuela, que hacían de padrinos, y fijando su penetrante mirada en el sombrío y meditabundo semblante del joven hidalgo, pronunció Las Casas estas palabras con acento solemne y voz vibrante:
—Nada tengo que encarecer a la madrina, que ha sido una verdadera madre para la contrayente. Vos, señor padrino, no descuidéis jamás la obligación, que más que nadie tenéis, de velar por el honor y la felicidad de vuestros ahijados. Si así lo cumpliereis, el Señor de los cielos derrame sobre vos sus bendiciones; mas si faltáis a esta obligación, que os falte la gracia divina y seáis castigado con todo el rigor que en el mundo y en la otra vida, merecen los perjuros.
Luego, como para borrar la impresión de sus últimas palabras, agregó, haciendo el signo de la cruz sobre toda la concurrencia: El Señor os bendiga a todos –y quitándose la estola y los demás ornamentos sacerdotales dijo con franca sonrisa a la Virreina:
–Dignaos, noble dama, proseguir ahora vuestro interrumpido almuerzo, y os acompañaremos. Será el banquete de bodas.
Así se hizo en efecto; y el improvisado matrimonio fue celebrado por todos –excepto uno–con la más expansiva alegría. Valenzuela, que era la excepción, hizo cuanto pudo por disimular el despecho de su derrota, exagerando sus finezas y galanterías para con la bella Elvira.
Cuando el capellán pronunciaba la oración de gracias, se presentó un criado, y dijo a la Virreina que el padre Manzanedo, uno de los comisarios de gobierno, había estado a visitarla, y que habiéndosele dicho que la Virreina no podía recibirle en aquel momento, se retiró ofreciendo volver por la tarde.
No sin emoción comunicó la señora este incidente a Las Casas, que al punto dio por sentado que el fraile jerónimo iba con intención de poner algún impedimento a la boda.
–Ved si hemos obrado con acierto dando un corte decisivo al asunto –dijo Las Casas–.
Por lo demás, no tenéis que inquietaros; de aquí me iré a ver a los padres jerónimos, y les mostraré las provisiones en cuya virtud he procedido en este caso. Todo quedará terminado satisfactoriamente.