16. Disimulo by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Enrique observó, como los demás, que Andrés de Valenzuela se había enamorado de Elvira; y su corazón se alivió de un gran peso con este descubrimiento. Conocía algunas calaveradas del turbulento joven, cuyos desarreglos en la Maguana eran causa de gran pena y disgusto para su honrado padre, que por lo mismo le ataba cuan corto podía en todas ocasiones; pero esa ligereza y volubilidad con que el mozo tomaba y abandonaba una tras otra las muchachas del contorno, que en realidad no poseían las dotes y cualidades necesarias para fijar a un mancebo de las condiciones de Andrés, entraban por no escasa parte en las nebulosidades que aquejaban el espíritu de Enrique, entreviendo en la liviandad del joven hidalgo un formidable peligro para la paz de su matrimonio. Los ejemplos que a su alrededor veía de casos análogos eran innumerables, siendo muy equívoco el miramiento que los corrompidos señores profesaban a las uniones legítimas de los caciques sus encomendados. Y aunque él, Enrique, excepción en todo de la regla general, esperaba alcanzar mayor respeto, siempre sentía en su conciencia un aguijón de inquietud cuando pasaba en revista una a una todas las circunstancias de su situación.
No fue, por consiguiente, pequeña la alegría que experimentó al ver el ceremonioso cumplimiento con que el hidalgo llegó a saludar a Mencía, y la indiferencia con que pareció mirar su esplendorosa hermosura; ni fue menor la satisfacción del cacique cuando muy en breve se persuadió de que Andrés de Valenzuela estaba enamorado de Elvira Pimentel.
Esa persuasión quedó del todo ratificada en un expansivo diálogo que trabaron los dos compañeros de viaje, al volver a encontrarse solos en la posada donde los había instalado Las Casas.
—Hermosa es tu novia, Enrique –dijo con aire distraído y frío, como por decir algo, Valenzuela.
—Hay entre aquellas damas muchas tan hermosas como ella –contestó Enrique.
—Sí, a fe mía –insistió con calor el hidalgo–; aquella Doña Elvira me ha parecido un querubín bajado del cielo.
—Es muy graciosa efectivamente, Don Andrés –dijo el cacique.
—Me casaré con ella, si mi padre me da licencia –agregó el hidalgo.
Pero la alegría y satisfacción de Enriquillo se habrían trocado en espanto, si dos horas más tarde hubiera podido asistir a este coloquio que el mismo Valenzuela, saliendo bajo pretexto de ir a tomar el fresco, entabló con un individuo que, embazado hasta las cejas, lo aguardaba en la esquina próxima a la posada.
—¿La habéis visto? –preguntó el embozado.
—Sí, y es bella como el Sol. Si lográis desbaratar la boda de Enrique, tomaré al punto el lugar de éste –contestó Andrés.
—Estoy trabajando y tengo buenas esperanzas –repuso el embozado–. Vos tenéis la culpa de que el tiempo me haya faltado: yo contaba con que interceptaríais la carta del endiablado clérigo como las otras, y la dejasteis pasar.
—Fue muy de mañana, y yo dormía –dijo con humildad Valenzuela.
—Cuando se quiere conseguir la doncella más linda y acaudalada de la Española, no se duerme, señor Andrés –volvió a decir con ironía el embozado.
—Yo la conseguiré, ¡voto al diablo! –replicó Valenzuela con ímpetu–; aunque tenga que matar a disgustos a Enriquillo.
—A tarde lo aplazáis, Don Andrés.
—No quiero dar motivo a mi padre para desheredarme –contestó el mozo–, como me ha dicho que lo hará, legando sus bienes a los frailes, si vuelvo a incurrir en su desagrado; y sobre todo, me amenaza con su enojo si ofendo en algo al cacique.
—¿Tanto ama a Enriquillo? –preguntó con interés el recatado interlocutor.
—Más que a mí, que soy su hijo –respondió Andrés–. Pero cuando él muera, que será pronto, lo arreglaremos todo vos y yo, si no podemos arreglarlo ahora.
—No olvidéis vuestro papel de enamorado de otra; conviene para todo evento este disimulo –agregó el desconocido.
Y el hijo infame se despidió del infame Pedro de Mojica, que no era otro el misterioso consejero de Andrés de Valenzuela.
No fue, por consiguiente, pequeña la alegría que experimentó al ver el ceremonioso cumplimiento con que el hidalgo llegó a saludar a Mencía, y la indiferencia con que pareció mirar su esplendorosa hermosura; ni fue menor la satisfacción del cacique cuando muy en breve se persuadió de que Andrés de Valenzuela estaba enamorado de Elvira Pimentel.
Esa persuasión quedó del todo ratificada en un expansivo diálogo que trabaron los dos compañeros de viaje, al volver a encontrarse solos en la posada donde los había instalado Las Casas.
—Hermosa es tu novia, Enrique –dijo con aire distraído y frío, como por decir algo, Valenzuela.
—Hay entre aquellas damas muchas tan hermosas como ella –contestó Enrique.
—Sí, a fe mía –insistió con calor el hidalgo–; aquella Doña Elvira me ha parecido un querubín bajado del cielo.
—Es muy graciosa efectivamente, Don Andrés –dijo el cacique.
—Me casaré con ella, si mi padre me da licencia –agregó el hidalgo.
Pero la alegría y satisfacción de Enriquillo se habrían trocado en espanto, si dos horas más tarde hubiera podido asistir a este coloquio que el mismo Valenzuela, saliendo bajo pretexto de ir a tomar el fresco, entabló con un individuo que, embazado hasta las cejas, lo aguardaba en la esquina próxima a la posada.
—¿La habéis visto? –preguntó el embozado.
—Sí, y es bella como el Sol. Si lográis desbaratar la boda de Enrique, tomaré al punto el lugar de éste –contestó Andrés.
—Estoy trabajando y tengo buenas esperanzas –repuso el embozado–. Vos tenéis la culpa de que el tiempo me haya faltado: yo contaba con que interceptaríais la carta del endiablado clérigo como las otras, y la dejasteis pasar.
—Fue muy de mañana, y yo dormía –dijo con humildad Valenzuela.
—Cuando se quiere conseguir la doncella más linda y acaudalada de la Española, no se duerme, señor Andrés –volvió a decir con ironía el embozado.
—Yo la conseguiré, ¡voto al diablo! –replicó Valenzuela con ímpetu–; aunque tenga que matar a disgustos a Enriquillo.
—A tarde lo aplazáis, Don Andrés.
—No quiero dar motivo a mi padre para desheredarme –contestó el mozo–, como me ha dicho que lo hará, legando sus bienes a los frailes, si vuelvo a incurrir en su desagrado; y sobre todo, me amenaza con su enojo si ofendo en algo al cacique.
—¿Tanto ama a Enriquillo? –preguntó con interés el recatado interlocutor.
—Más que a mí, que soy su hijo –respondió Andrés–. Pero cuando él muera, que será pronto, lo arreglaremos todo vos y yo, si no podemos arreglarlo ahora.
—No olvidéis vuestro papel de enamorado de otra; conviene para todo evento este disimulo –agregó el desconocido.
Y el hijo infame se despidió del infame Pedro de Mojica, que no era otro el misterioso consejero de Andrés de Valenzuela.