13. El apóstol by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Corría el tiempo, y subían de punto la malignidad y desvergüenza de los enemigos de Diego Colón en Santo Domingo, no pasando un día sin una nueva vejación o injuria a la Virreina o a sus más allegados amigos. El adelantado Don Bartolomé, clavado por la enfermedad en su lecho, se agravaba rápidamente, no pudiendo sus gastadas fuerzas resistir las terribles emociones que en su ánimo enérgico y esforzado producía cada insolencia de los oficiales reales en perjuicio de la casa y los intereses de sus sobrinos, a quienes amaba con entrañable cariño. Al cabo sucumbió, rindiendo al peso de los disgustos aquel espíritu batallador e indómito, que le había hecho en altas y duras ocasiones mostrarse digno hermano del heroico Descubridor. La Virreina cumplió como buena matrona hasta el último instante sus deberes para con el ilustre difunto; lloró sobre su cadáver tiernamente, e hizo celebrar en su honor pomposos funerales.
Llegó a Don Gonzalo de Guzmán el turno de padecer por causa de su adhesión a la casa del Almirante. Su altivez y arrogancia generosa; el desprecio con que públicamente trataba a Pasamonte y los demás émulos de Diego Colón, al defender a Doña María de Toledo contra sus indignas agresiones, tales fueron los motivos que atrajeron sobre Guzmán las iras de aquellos tiranos, dictando su orden de destierro a Cuba, para privar de tan leal apoyo a la noble señora. García de Aguilar, o por temor de que con él se obrara igual arbitrariedad, o por sugestión de su celo en el servicio de la Virreina, resolvió embarcarse por el mismo tiempo para España, llevando al Almirante y sus amigos nuevos datos y relaciones sobre los desmanes que sin cesar cometían los malos servidores del Rey en la Española, donde el poder y la influencia de la casa de Colón quedaban reducidos a huecos títulos y vana sombra. Las quejas del Almirante y su virtuosa consorte eran siempre atendidas con deferencia por el Soberano, que ordenó repetidas veces que se les guardasen todos los respetos y miramientos a que eran acreedores, siendo la Virreina próxima parienta suya, aparte de cualquier otra consideración; pero la malicia de los soberbios funcionarios desvirtuaba todas esas y otras buenas providencias, que eran siempre mal interpretadas en el despacho y peor cumplidas en Santo Domingo. Gastadas ya las fuerzas y cansado el antes vigoroso espíritu del Rey Fernando, los intrigantes validos suyos que gobernaban los asuntos de las Indias hacían de la regia autoridad un mero símbolo entre sus corrompidas manos.
Tal era el estado de las cosas en España cuando el padre Bartolomé de las Casas se presentó por primera vez en la corte, provisto de una fervorosa recomendación que para el Rey le dio el digno arzobispo de Sevilla fray Diego de Deza, a quien fue presentado por el valeroso y eficaz fray Antonio de Montesino.
En Placencia vio y habló al Rey Católico. Este escuchó al celoso sacerdote con gran bondad y mucho interés, sobre todos los puntos y arduas materias que Las Casas expuso elocuentemente a su real consideración, y le ofreció nueva audiencia; pero la carta de fray Diego de Deza pasó de las manos del Rey a las del secretario Conchillo, y allí quedó estancado el efecto de las primeras diligencias del filántropo, que comenzó a ver cumplido el pronóstico del pío fray Pedro de Córdoba al despedirse de él Las Casas en Santo Domingo: “Padre, vos no perderéis vuestros trabajos, porque Dios tendrá buena cuenta dellos; pero sed cierto que mientras el Rey viviere, no habéis de hacer cerca de lo que deseáis y deseamos, nada”.
Con el auxilio que le prestó el confesor del Rey, fray Tomás de Matienzo, obtuvo por último de aquél la promesa de volver a ser oído en Sevilla, para donde iba a partir la corte en aquellos días, los últimos del año 1515; y entretanto, por consejo del mismo fray Tomás, conferenció con Lope de Conchillo y el obispo Fonseca. El primero, como astuto cortesano, trató de ganarse y poner en sus intereses a Las Casas, a cuyo fin le hizo brillantes proposiciones que, como era de suponer, fueron desdeñosamente desechadas por el esforzado defensor de los indios. Fonseca oyó en silencio la lúgubre exposición de atrocidades que Las Casas le relató con todos sus pormenores, hasta que al cabo, como incomodado de que tan rudamente se tocara a las puertas de su ensordecida conciencia, respondió con desprecio al narrador: ¡Mirad qué donoso necio! ¿qué se me da a mí, y qué se le da al Rey? Indignado Las Casas al oír tan extraño como vergonzoso concepto, alzó la voz con energía, y dijo al empedernido ministro: “Que ni a vuestra señoría ni al Rey de que mueran aquellas ánimas no se da nada? ¡Oh, gran Dios eterno! ¿y a quién se le ha de dar algo?”. Y salió de allí en seguida, más firme que nunca en la generosa resolución de luchar contra todos los obstáculos para redimir de su dura servidumbre a los indios.
De Placencia partió para Sevilla, a esperar allí la llegada del Rey; pero faltó el efecto, pues en el camino se agravaron los achaques y dolencias de Fernando el Católico, y en un pobre mesón de Madrigalejos rindió el espíritu aquel soberano que señoreaba dos mundos, el más afortunado político y más poderoso Monarca de su tiempo.
Este suceso no desalentó a Las Casas, que haciendo inmediatamente sus preparativos para ir a Flandes, si fuere necesario, a continuar sus representaciones ante el sucesor de la corona, Don Carlos de Austria, pasó a Madrid, asiento entonces de la Regencia encomendada al cardenal Jiménez de Cisneros, asistido del embajador del príncipe heredero, el manso y benigno Adriano, deán de Lovaina (después cardenal, y sumo pontífice). Las Casas, en prosecución de su obra redentora, escribió una larga exposición en castellano para Cisneros, y otra en latín para el embajador, que no entendía el romance.
El resultado fue sumamente favorable a los fines del filántropo. Adriano se horrorizó con el relato de las inhumanidades que asolaban a las Indias, al leer el memorial de Las Casas, y avistándose al punto con el cardenal, pues ambos moraban en el mismo palacio, le comunicó las impresiones que acababa de recibir. El eminente ministro, que ya sabía demasiado de aquellos escándalos, por informes de los frailes de su orden, corroboró la exposición de Las Casas, diciendo a su compañero que aun había muchos más daños que reparar; y por último, acordaron hacer comparecer al piadoso viajero, que tan esforzadamente acometía la ardua empresa de hacer reformar el desgobierno y la desventura del Nuevo Mundo. Francisco Jiménez de Cisneros y Bartolomé de las Casas, eran dos almas gigantes capaces de comprenderse y compenetrarse mutuamente. El humilde sacerdote halló gracia en la presencia del poderoso purpurado, y desde el punto en que éste conoció a aquel extraordinario modelo de caridad e inteligencia, le notificó que no debía pensar en seguir viaje a Flandes, porque en Madrid mismo hallaría el remedio que con tanto ahínco procuraba en bien de la humanidad.
Alcanzó, pues, en esa época grande autoridad y crédito Las Casas en el Consejo real de Indias, consiguiendo hacer partícipes de sus opiniones y elevadas miras a los consejeros más renombrados por su ciencia y por la probidad de su carácter. Sobre todos ellos se captó sus mayores simpatías el doctor Palacios Rubios, que por su gran talento e instrucción, como por sus bellas prendas morales era muy adecuado para identificarse con Las Casas. Entre estos dos generosos consultores y el no menos digno e ilustrado fray Antonio de Montesino, que muy pronto fue a reunirse en Madrid con su compañero de viaje y de combates contra la tiranía colonial, guiaron segura y certeramente las decisiones del gran cardenal y del consejo de Indias, a despecho de los codiciosos intrigantes y especialmente del obispo Fonseca, a quien Cisneros se cuidó de hacer excluir de las deliberaciones sobre la suerte de los naturales del Nuevo Mundo; señalado triunfo del generoso defensor de la oprimida raza contra el soberbio que lo había menospreciado.
Por efecto, pues, de aquel humanitario concierto de voluntades enérgicas, se dictaron providencias nuevas para el régimen de los indios, y para castigar los abusos cometidos y consentidos por las autoridades de la isla Española. A este fin fueron nombrados, con activa intervención de Las Casas, tres venerables frailes de la orden de San Jerónimo para ejercer de mancomún la real y pública autoridad en la mencionada isla y demás Indias de Occidente; Las Casas fue a sacarlos de sus conventos, y los exhortó a aceptar el meritorio encargo, llevándoselos consigo a Madrid, donde los alojó en una buena posada y los sustentó a su costa. Pero con toda esta diligencia, los artificiosos agentes de la tiranía, que con no menos afán y eficacia trabajaban por contrariar la obra de justicia y reparación, a fuerza de sobornos, mentiras y calumnias, lograron sorprender el ánimo sencillo de los padres jerónimos, e infundirles desconfianza contra su recto inspirador, por lo que acordaron mudarse a otro alojamiento, evitando la compañía del Licenciado y entregándose con ciega fe a sus adversarios.
Tan inesperado revés no desanimó al intrépido atleta. Avisó de la novedad a su amigo Palacios Rubios, y ambos, recelando con justicia lo peor de parte de los inexpertos y mal aconsejados frailes, recabaron del cardenal la reforma de sus poderes, limitándolos a la ejecución de órdenes precisas respecto de las encomiendas de indios. Para todo lo demás que concernía al buen orden y gobierno de la Española, reforma de abusos, desagravio del Almirante, y castigo de delitos, fue nombrado juez de residencia el íntegro y prudente licenciado Alonso Zuazo, natural de Segovia, buen amigo del padre Las Casas, con lo que creemos haber escrito su mejor elogio.
En lo relativo al regreso del Almirante a la Española, Las Casas, que desde el principio instó vivamente en favor de los intereses de la casa de Colón, se convenció muy pronto de que el cardenal no cedería en ese punto, persuadido como estaba de que era preciso extirpar previamente el espíritu de bandería y parcialidades que imperaba en la Española, para que el Almirante pudiera ejercer con quietud y buen fruto su gobierno. Por lo demás, y mientras las nuevas autoridades llenaban ese importante cometido. Diego Colón fue siempre objeto de la mayor consideración y de las más cumplidas distinciones por parte de Cisneros y Adriano, asistiendo constantemente con voz y voto preponderante al Consejo real de Indias.
Y receloso todavía el cardenal ministro de que sus deseos acerca del bien de los indios fueran desvirtuados por la impericia de los jerónimos, ordenó al padre Las Casas que fuese con ellos al Nuevo Mundo, y los instruyera e informara respecto de todo lo que debían hacer en favor de aquella raza hasta entonces desvalida. Al efecto le dio amplio poder y credencial, por cédula que firmaron el mismo cardenal, y Adriano, embajador, mandando a los gobernadores y justicias de Indias que prestaran fe y acatamiento a todos los actos del Protector, tocante a la libertad y buen tratamiento y salud de las ánimas y cuerpos de los dichos indios.
Igual buena voluntad halló, por conclusión, Las Casas cuando se propuso allanar todos los reparos que artificiosamente habían suscitado los oficiales reales de la Española para impedir el matrimonio de Mencía de Guevara y el cacique Enrique. Las providencias más terminantes fueron dictadas contra esa maligna oposición.
Pero aún después de conquistados todos esos importantes acuerdos, tuvo el filántropo que poner en ejercicio su incansable tesón para remover la estudiada inercia con que los pertinaces enemigos de la reforma diferían los despachos. Todo dormía o afectaba dormir en cuanto el cardenal volvía su atención a otros grandes negocios de Estado que de su prudencia y acierto dependían. Fue preciso que el gran ministro instado por Las Casas y Palacios Rubios, llegara a fruncir sus olímpicas cejas para que la intriga, acobardada al fin, abandonara la arena. Esta primera campaña política del protector de los indios duró un año.
Los padres jerónimos y Las Casas se embarcaron en Sevilla, en dos naves distintas, pues aquellos protestaron que era muy pequeña la suya, para no hacer el viaje junto con el peligroso Licenciado. Alonso Zuazo tuvo que diferir su partida por motivos privados. Después de una próspera navegación, los distinguidos viajeros descansaron unos días en la bellísima isla de Puerto Rico, tierra de bendición, que parece una sonrisa de la naturaleza.
Allí comenzaron los jerónimos a ver y palpar los efectos de la iniquidad que había de convertir en fúnebres osarios las islas encantadoras, en que se recreó con deleite la imaginación soñadora y poética del gran Descubridor. Un tal Juan Bonó, a quien Las Casas había apellidado Juan el Malo, había hecho lo que entonces llamaban un salto contra la isla Trinidad, y se volvió para Puerto Rico y la Española a vender sus infelices prisioneros. Los padres comisarios, siguiendo las inspiraciones con que salieron de España, ni en Puerto Rico ni en Santo Domingo quisieron atender a las reclamaciones de Las Casas en favor de los indios salteados, de los que muchos se hallaban en poder de los jueces y oficiales reales; lo que fue desde luego causa para que entre los condescendientes comisarios y el inflexible protector de los indios la desavenencia se hiciera radical y profunda.
Llegó a Don Gonzalo de Guzmán el turno de padecer por causa de su adhesión a la casa del Almirante. Su altivez y arrogancia generosa; el desprecio con que públicamente trataba a Pasamonte y los demás émulos de Diego Colón, al defender a Doña María de Toledo contra sus indignas agresiones, tales fueron los motivos que atrajeron sobre Guzmán las iras de aquellos tiranos, dictando su orden de destierro a Cuba, para privar de tan leal apoyo a la noble señora. García de Aguilar, o por temor de que con él se obrara igual arbitrariedad, o por sugestión de su celo en el servicio de la Virreina, resolvió embarcarse por el mismo tiempo para España, llevando al Almirante y sus amigos nuevos datos y relaciones sobre los desmanes que sin cesar cometían los malos servidores del Rey en la Española, donde el poder y la influencia de la casa de Colón quedaban reducidos a huecos títulos y vana sombra. Las quejas del Almirante y su virtuosa consorte eran siempre atendidas con deferencia por el Soberano, que ordenó repetidas veces que se les guardasen todos los respetos y miramientos a que eran acreedores, siendo la Virreina próxima parienta suya, aparte de cualquier otra consideración; pero la malicia de los soberbios funcionarios desvirtuaba todas esas y otras buenas providencias, que eran siempre mal interpretadas en el despacho y peor cumplidas en Santo Domingo. Gastadas ya las fuerzas y cansado el antes vigoroso espíritu del Rey Fernando, los intrigantes validos suyos que gobernaban los asuntos de las Indias hacían de la regia autoridad un mero símbolo entre sus corrompidas manos.
Tal era el estado de las cosas en España cuando el padre Bartolomé de las Casas se presentó por primera vez en la corte, provisto de una fervorosa recomendación que para el Rey le dio el digno arzobispo de Sevilla fray Diego de Deza, a quien fue presentado por el valeroso y eficaz fray Antonio de Montesino.
En Placencia vio y habló al Rey Católico. Este escuchó al celoso sacerdote con gran bondad y mucho interés, sobre todos los puntos y arduas materias que Las Casas expuso elocuentemente a su real consideración, y le ofreció nueva audiencia; pero la carta de fray Diego de Deza pasó de las manos del Rey a las del secretario Conchillo, y allí quedó estancado el efecto de las primeras diligencias del filántropo, que comenzó a ver cumplido el pronóstico del pío fray Pedro de Córdoba al despedirse de él Las Casas en Santo Domingo: “Padre, vos no perderéis vuestros trabajos, porque Dios tendrá buena cuenta dellos; pero sed cierto que mientras el Rey viviere, no habéis de hacer cerca de lo que deseáis y deseamos, nada”.
Con el auxilio que le prestó el confesor del Rey, fray Tomás de Matienzo, obtuvo por último de aquél la promesa de volver a ser oído en Sevilla, para donde iba a partir la corte en aquellos días, los últimos del año 1515; y entretanto, por consejo del mismo fray Tomás, conferenció con Lope de Conchillo y el obispo Fonseca. El primero, como astuto cortesano, trató de ganarse y poner en sus intereses a Las Casas, a cuyo fin le hizo brillantes proposiciones que, como era de suponer, fueron desdeñosamente desechadas por el esforzado defensor de los indios. Fonseca oyó en silencio la lúgubre exposición de atrocidades que Las Casas le relató con todos sus pormenores, hasta que al cabo, como incomodado de que tan rudamente se tocara a las puertas de su ensordecida conciencia, respondió con desprecio al narrador: ¡Mirad qué donoso necio! ¿qué se me da a mí, y qué se le da al Rey? Indignado Las Casas al oír tan extraño como vergonzoso concepto, alzó la voz con energía, y dijo al empedernido ministro: “Que ni a vuestra señoría ni al Rey de que mueran aquellas ánimas no se da nada? ¡Oh, gran Dios eterno! ¿y a quién se le ha de dar algo?”. Y salió de allí en seguida, más firme que nunca en la generosa resolución de luchar contra todos los obstáculos para redimir de su dura servidumbre a los indios.
De Placencia partió para Sevilla, a esperar allí la llegada del Rey; pero faltó el efecto, pues en el camino se agravaron los achaques y dolencias de Fernando el Católico, y en un pobre mesón de Madrigalejos rindió el espíritu aquel soberano que señoreaba dos mundos, el más afortunado político y más poderoso Monarca de su tiempo.
Este suceso no desalentó a Las Casas, que haciendo inmediatamente sus preparativos para ir a Flandes, si fuere necesario, a continuar sus representaciones ante el sucesor de la corona, Don Carlos de Austria, pasó a Madrid, asiento entonces de la Regencia encomendada al cardenal Jiménez de Cisneros, asistido del embajador del príncipe heredero, el manso y benigno Adriano, deán de Lovaina (después cardenal, y sumo pontífice). Las Casas, en prosecución de su obra redentora, escribió una larga exposición en castellano para Cisneros, y otra en latín para el embajador, que no entendía el romance.
El resultado fue sumamente favorable a los fines del filántropo. Adriano se horrorizó con el relato de las inhumanidades que asolaban a las Indias, al leer el memorial de Las Casas, y avistándose al punto con el cardenal, pues ambos moraban en el mismo palacio, le comunicó las impresiones que acababa de recibir. El eminente ministro, que ya sabía demasiado de aquellos escándalos, por informes de los frailes de su orden, corroboró la exposición de Las Casas, diciendo a su compañero que aun había muchos más daños que reparar; y por último, acordaron hacer comparecer al piadoso viajero, que tan esforzadamente acometía la ardua empresa de hacer reformar el desgobierno y la desventura del Nuevo Mundo. Francisco Jiménez de Cisneros y Bartolomé de las Casas, eran dos almas gigantes capaces de comprenderse y compenetrarse mutuamente. El humilde sacerdote halló gracia en la presencia del poderoso purpurado, y desde el punto en que éste conoció a aquel extraordinario modelo de caridad e inteligencia, le notificó que no debía pensar en seguir viaje a Flandes, porque en Madrid mismo hallaría el remedio que con tanto ahínco procuraba en bien de la humanidad.
Alcanzó, pues, en esa época grande autoridad y crédito Las Casas en el Consejo real de Indias, consiguiendo hacer partícipes de sus opiniones y elevadas miras a los consejeros más renombrados por su ciencia y por la probidad de su carácter. Sobre todos ellos se captó sus mayores simpatías el doctor Palacios Rubios, que por su gran talento e instrucción, como por sus bellas prendas morales era muy adecuado para identificarse con Las Casas. Entre estos dos generosos consultores y el no menos digno e ilustrado fray Antonio de Montesino, que muy pronto fue a reunirse en Madrid con su compañero de viaje y de combates contra la tiranía colonial, guiaron segura y certeramente las decisiones del gran cardenal y del consejo de Indias, a despecho de los codiciosos intrigantes y especialmente del obispo Fonseca, a quien Cisneros se cuidó de hacer excluir de las deliberaciones sobre la suerte de los naturales del Nuevo Mundo; señalado triunfo del generoso defensor de la oprimida raza contra el soberbio que lo había menospreciado.
Por efecto, pues, de aquel humanitario concierto de voluntades enérgicas, se dictaron providencias nuevas para el régimen de los indios, y para castigar los abusos cometidos y consentidos por las autoridades de la isla Española. A este fin fueron nombrados, con activa intervención de Las Casas, tres venerables frailes de la orden de San Jerónimo para ejercer de mancomún la real y pública autoridad en la mencionada isla y demás Indias de Occidente; Las Casas fue a sacarlos de sus conventos, y los exhortó a aceptar el meritorio encargo, llevándoselos consigo a Madrid, donde los alojó en una buena posada y los sustentó a su costa. Pero con toda esta diligencia, los artificiosos agentes de la tiranía, que con no menos afán y eficacia trabajaban por contrariar la obra de justicia y reparación, a fuerza de sobornos, mentiras y calumnias, lograron sorprender el ánimo sencillo de los padres jerónimos, e infundirles desconfianza contra su recto inspirador, por lo que acordaron mudarse a otro alojamiento, evitando la compañía del Licenciado y entregándose con ciega fe a sus adversarios.
Tan inesperado revés no desanimó al intrépido atleta. Avisó de la novedad a su amigo Palacios Rubios, y ambos, recelando con justicia lo peor de parte de los inexpertos y mal aconsejados frailes, recabaron del cardenal la reforma de sus poderes, limitándolos a la ejecución de órdenes precisas respecto de las encomiendas de indios. Para todo lo demás que concernía al buen orden y gobierno de la Española, reforma de abusos, desagravio del Almirante, y castigo de delitos, fue nombrado juez de residencia el íntegro y prudente licenciado Alonso Zuazo, natural de Segovia, buen amigo del padre Las Casas, con lo que creemos haber escrito su mejor elogio.
En lo relativo al regreso del Almirante a la Española, Las Casas, que desde el principio instó vivamente en favor de los intereses de la casa de Colón, se convenció muy pronto de que el cardenal no cedería en ese punto, persuadido como estaba de que era preciso extirpar previamente el espíritu de bandería y parcialidades que imperaba en la Española, para que el Almirante pudiera ejercer con quietud y buen fruto su gobierno. Por lo demás, y mientras las nuevas autoridades llenaban ese importante cometido. Diego Colón fue siempre objeto de la mayor consideración y de las más cumplidas distinciones por parte de Cisneros y Adriano, asistiendo constantemente con voz y voto preponderante al Consejo real de Indias.
Y receloso todavía el cardenal ministro de que sus deseos acerca del bien de los indios fueran desvirtuados por la impericia de los jerónimos, ordenó al padre Las Casas que fuese con ellos al Nuevo Mundo, y los instruyera e informara respecto de todo lo que debían hacer en favor de aquella raza hasta entonces desvalida. Al efecto le dio amplio poder y credencial, por cédula que firmaron el mismo cardenal, y Adriano, embajador, mandando a los gobernadores y justicias de Indias que prestaran fe y acatamiento a todos los actos del Protector, tocante a la libertad y buen tratamiento y salud de las ánimas y cuerpos de los dichos indios.
Igual buena voluntad halló, por conclusión, Las Casas cuando se propuso allanar todos los reparos que artificiosamente habían suscitado los oficiales reales de la Española para impedir el matrimonio de Mencía de Guevara y el cacique Enrique. Las providencias más terminantes fueron dictadas contra esa maligna oposición.
Pero aún después de conquistados todos esos importantes acuerdos, tuvo el filántropo que poner en ejercicio su incansable tesón para remover la estudiada inercia con que los pertinaces enemigos de la reforma diferían los despachos. Todo dormía o afectaba dormir en cuanto el cardenal volvía su atención a otros grandes negocios de Estado que de su prudencia y acierto dependían. Fue preciso que el gran ministro instado por Las Casas y Palacios Rubios, llegara a fruncir sus olímpicas cejas para que la intriga, acobardada al fin, abandonara la arena. Esta primera campaña política del protector de los indios duró un año.
Los padres jerónimos y Las Casas se embarcaron en Sevilla, en dos naves distintas, pues aquellos protestaron que era muy pequeña la suya, para no hacer el viaje junto con el peligroso Licenciado. Alonso Zuazo tuvo que diferir su partida por motivos privados. Después de una próspera navegación, los distinguidos viajeros descansaron unos días en la bellísima isla de Puerto Rico, tierra de bendición, que parece una sonrisa de la naturaleza.
Allí comenzaron los jerónimos a ver y palpar los efectos de la iniquidad que había de convertir en fúnebres osarios las islas encantadoras, en que se recreó con deleite la imaginación soñadora y poética del gran Descubridor. Un tal Juan Bonó, a quien Las Casas había apellidado Juan el Malo, había hecho lo que entonces llamaban un salto contra la isla Trinidad, y se volvió para Puerto Rico y la Española a vender sus infelices prisioneros. Los padres comisarios, siguiendo las inspiraciones con que salieron de España, ni en Puerto Rico ni en Santo Domingo quisieron atender a las reclamaciones de Las Casas en favor de los indios salteados, de los que muchos se hallaban en poder de los jueces y oficiales reales; lo que fue desde luego causa para que entre los condescendientes comisarios y el inflexible protector de los indios la desavenencia se hiciera radical y profunda.