12. Persuasión by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Veamos entretanto cuál era la situación en el campo de Guaroa. Su gente, regularmente provista de subsistencia para algunos días, gracias a la deserción de los indios de Pedernales del campo español, comenzaba a avezarse a la vida nómada y azarosa que había emprendido. Ya sabían aquellos hijos de las selvas, gracias a las lecciones y el ejemplo de su caudillo, improvisar barracas con ramas de árboles, para resguardarse de la intemperie: ya cada uno de los fugitivos, además del recio arco de mangle con cuerda de cabuya y saetas de guaconejo, sabía manejar con destreza y agilidad una pesada macana, o estaca de ácano, madera tan dura y pesada como el hierro; y los más atrevidos hablaban de no permanecer más tiempo a la defensiva, sino acechar a sus perseguidores, y causarles todo el daño posible.
Pero el prudente Guaroa no aspiraba a tanto: su plan, como ya dijimos, se reducía a irse sustrayendo con su tribu de la persecución, cambiando continuamente de sitio, y no pelear hasta no verse en el último aprieto; contando con la posibilidad de hallar un escondite en aquellas breñas, bastante oculto e inaccesible para que los españoles perdieran hasta la memoria de que había indios alzados.
Esto ofrecía varias dificultades, y principalmente la de no abundar los jagüeyes, o charcas de agua, en aquellas alturas. El indio previsor, cada vez que mudaba de sitio, se aplicaba a hacer cavar hondas fosas en los vallejuelos o barrancos que separaban una eminencia de otra, en aquella intrincada aglomeración de montañas; logrando así reforzar sus defensas, y en las frecuentes lluvias que atrae la sierra, estancar crecidas cantidades de agua.
Guarocuya seguía siendo el objeto de todos los cuidados, y el ídolo de aquella errante multitud de indios. Su gracia infantil, su humor igual y benévolo, sus juegos, todo interesaba altamente a los pobres fugitivos, que cifraban en aquel niño esperanzas supersticiosas. Corría, saltaba con imponderable agilidad; seguía a pie, sin fatiga ni embarazo, a su vigoroso tío, por los caminos más ásperos; hasta que, admirado de tanta fortaleza en tan tiernos años, Guaroa lo hacía llevar en hombros de algún recio indio, sin que el niño mostrara en ello satisfacción o alegría.
El joven jaragüeño, de veinticuatro años de edad, que había estado al servicio del célebre alcalde mayor Roldán, cuando éste se rebeló contra Colón en jaragua, era el que con más frecuencia llevaba sobre sus espaldas al infantil cacique. Su amo le había impuesto el nombre español de Tamayo, por haber encontrado semejanza entre algunos rasgos de la fisonomía del indio con los de otro criado de raza morisca que tenía ese nombre y se le había muerto a poco de llegar de España a la colonia. El antiguo escudero de Roldán parecía haber heredado el aliento indómito de aquel caudillo, primer rebelde que figura en la historia de Santo Domingo. Manejaba bien las armas españolas; llevaba espada y daga que logró hurtar al escaparse a las montañas, y hallaba singular placer en hacer esgrimir esas armas a su pupilo Guarocuya, que por esta causa, y por conformarse Tamayo a todos sus gustos y caprichos de niño, lo amaba con predilección. Siendo el único que podía decirse armado entre los indios, Tamayo era tal vez por lo mismo el más osado y más fogoso de todos. Un día, seguido del niño Guarocuya, descendió de la montaña un buen trecho alejándose del campamento: vagaba a la ventura buscando iguanas, nidos de aves y frutas silvestres, cuando advirtió que se acercaban haciéndole señas dos indios, precediendo a un hombre blanco, uno de los temidos españoles. Este, sin embargo, nada tenía de temible en su aspecto ni en su equipo. Iba vestido de negro, y su única arma era un bastón, que le daba el aire pacífico de un pastor o un peregrino.
Tamayo miró con sorpresa a los viajeros; pero sin inmutarse, desenvainó su espada, se puso en guardia y preguntó a los indios qué buscaban.
Larespuesta le tranquilizó completamente, y más el rostro afable, para él muy conocido, de Las Casas, que no era otro el compañero de los guías indios. Estos contestaron a Tamayo indicándole al emisario español, y diciéndole en su lengua que venía a hablar con el jefe de los alzados.
Antes que acabaran de explicarse, Guarocuya, reconociendo a Las Casas, había corrido a él con los brazos abiertos, dando muestra del más vivo júbilo: el español lo recibió con bondadosa sonrisa, se inclinó a él, le beso cariñosamente en la mejilla, y le dijo:
—Mucho bien te hace el aire de las montañas, muchacho. Volvió a la vaina Tamayo su aguzada tizona, y quitándose el sombrero que a usanza española llevaba, se acercó a Las Casas y le besó la mano.
Éste lo miró como quien evoca un recuerdo. –¿Quién eres? Me parece conocertele dijo.
—Sí, señor –contestó el joven indio–; vuestra merced me ha visto primero en Santo Domingo, hace un año, sirviendo a mi señor Roldán, cuando lo embarcaron para España. Poco después mi nuevo amo me trataba muy mal, y me vine a mi tierra a servir a mi señora Anacaona, hasta el día de la desgracia.
—Cierto –repuso Las Casas–. Guíanos a donde está tu jefe.
—En el camino Tamayo explicó a Las Casas la razón del respeto afectuoso que manifestaba hacia su persona. Siempre le vio sonreír y consolar a los pobres indios; en jaragua presenció su dolor y desesperación al ver la matanza de los caciques.
En cuanto al niño, la alegría que experimentó al ver aquel hombre de los ojos expresivos, de semblante benévolo, se explica por los agasajos y pequeños regalos que recibiera de Las Casas en los cortos días que mediaron entre la llegada de éste con Ovando a jaragua, y la sangrienta ejecución de los caciques. El niño se hallaba a su lado, en la plaza, en el acto de la salvaje tragedia, y fue el bondadoso Las Casas quien lo tomó en brazos, y arrastrando a Higuemota, helada de terror, puso a ambos en momentánea seguridad, velando después sobre ellos, hasta que Ovando dio cabida a un sentimiento compasivo; oyó quizás la voz del remordimiento y les acordó protección y asistencia. La criatura pagaba al filantrópico español los beneficios que su inocencia no alcanzaba a comprender, demostrándole la más afectuosa y espontánea simpatía.
Las Casas fue recibido con respeto y cordialidad por el jefe indio. Habló a éste largamente: le pintó con vivos colores la miseria de su estado actual, lo inminente de su ruina, el daño que estaba causando a los mismos de su raza, y la bondad con que Velázquez se ofrecía a recibirlo otra vez bajo la obediencia de las leyes, cuyo amparo le aseguraba, prometiéndole obtener para él y los suyos un completo perdón del gobernador Ovando. Al oír este nombre aborrecido, Guaroa contestó estas palabras. “Pero yo no perdono al gobernador, y si he de vivir sometido a él, mejor quiero morir”. ¡Notable concepto, que denotaba la irrevocable resolución de aquel generoso cacique! bien es verdad que los sentimientos heroicos eran cosa muy común en los indios de la sojuzgada Quisqueya, raza que se distinguió entre todas las del Nuevo Mundo por sus nobles cualidades, como lo atestiguan Colón y los primitivos historiadores de la conquista; y como lo probaron Caonabo, Guarionex, Mayobanex, Hatuey y otros más, cuyos nombres recogió cuidadosamente la adusta Clío.
De los argumentos de Las Casas hubo sin embargo uno que hizo gran fuerza en el ánimo del cacique; tal fue el reproche de estar causando la ruina de su raza. La recta conciencia de aquel indio se sublevó al ver delante de sí erguida la responsabilidad moral de tantas desdichas. Al punto reunió en torno suyo a todos sus compañeros; y les dijo lo que ocurría; les trasmitió las observaciones de Las Casas, y los exhortó a acogerse a la benignidad de la clemencia de los conquistadores. Todos o los más estaban convencidos; bajaron la cabeza, y aguardaron la señal de partir. Una voz preguntó a Guaroa. –Y tú, ¿qué harás? –Permaneceré solo en los bosques –dijo sencillamente el caudillo–; y mil gritos y sollozos protestaron contra esa inesperada resolución.
Tamayo fue el primero que se obstinó en acompañarle; otros cien siguieron su ejemplo, y pronto el efecto de los discursos de Las Casas y del mismo Guaroa fue a perderse ante el exceso de abnegación de los indios, y su adhesión al honrado jefe que les enseñó el amor a la libertad.
El español dijo entonces con entereza:
—Pues bien; tenéis el derecho a vivir como las fieras; de comprometer vuestra existencia, de haceros cazar de día y de noche por estos montes; pero no tenéis el derecho de sacrificar a vuestros caprichos a este pobre niño, que no sabe lo que hace, ni tiene voluntad propia. Yo me lo llevaré para que sea feliz, y algún día ampare y proteja a los que de vosotros queden con vida, en su temeraria rebelión contra los que sólo quieren haceros conocer al verdadero Dios.
Este lenguaje arroja la confusión en las filas. Tamayo y otros muchos juran que no dejarán que se llevaran al niño cacique, y Las Casas deplora el mal éxito de su misión, cuando Guaroa interviene, diciendo: Tiene razón el español; no debemos sacrificar a Guarocuya: que se vaya con él, y que lo acompañen todos. Así conviene, porque entonces no será difícil que me permitan permanecer en paz en mis montañas; pero si somos muchos, no me lo permitirán.
Presentando así bajo una nueva fase el asunto, el generoso Guaroa sólo se propuso determinar sus compañeros a abandonarle y salvarse sin él. Y realmente lo consiguió: Las Casas emprendió el regreso al campamento español seguido de Tamayo, que dejó sus armas a Guaroa, y llevaba en brazos al niño; en pos de éste iba la mayor parte de los indios alza- dos: unos pocos se quedaron con su jefe, ofreciendo presentarse al día siguiente, lo que no cumplieron, sin duda por más desconfiados, o por causas de ellos solos sabidas.
Al percibir la multitud de los rendidos, Velázquez, en la embriaguez del entusiasmo, estrechó en sus brazos a Las Casas, felicitándole por el buen resultado de su empresa, y besó afectuosamente a Guarocuya, diciendo que desde aquel momento se constituía su padrino y protector; los indios sometidos fueron tratados con agasajo y dulzura, y durante tres días la paz y el contento reinaron en la vega afortunada que el Pedernales riega y fertiliza con sus rumorosas corrientes; el triunfo de los sentimientos humanos sobre las pasiones sanguinarias y destructoras parecía que era celebrado por la madre naturaleza mundo intertropical.
Pero el prudente Guaroa no aspiraba a tanto: su plan, como ya dijimos, se reducía a irse sustrayendo con su tribu de la persecución, cambiando continuamente de sitio, y no pelear hasta no verse en el último aprieto; contando con la posibilidad de hallar un escondite en aquellas breñas, bastante oculto e inaccesible para que los españoles perdieran hasta la memoria de que había indios alzados.
Esto ofrecía varias dificultades, y principalmente la de no abundar los jagüeyes, o charcas de agua, en aquellas alturas. El indio previsor, cada vez que mudaba de sitio, se aplicaba a hacer cavar hondas fosas en los vallejuelos o barrancos que separaban una eminencia de otra, en aquella intrincada aglomeración de montañas; logrando así reforzar sus defensas, y en las frecuentes lluvias que atrae la sierra, estancar crecidas cantidades de agua.
Guarocuya seguía siendo el objeto de todos los cuidados, y el ídolo de aquella errante multitud de indios. Su gracia infantil, su humor igual y benévolo, sus juegos, todo interesaba altamente a los pobres fugitivos, que cifraban en aquel niño esperanzas supersticiosas. Corría, saltaba con imponderable agilidad; seguía a pie, sin fatiga ni embarazo, a su vigoroso tío, por los caminos más ásperos; hasta que, admirado de tanta fortaleza en tan tiernos años, Guaroa lo hacía llevar en hombros de algún recio indio, sin que el niño mostrara en ello satisfacción o alegría.
El joven jaragüeño, de veinticuatro años de edad, que había estado al servicio del célebre alcalde mayor Roldán, cuando éste se rebeló contra Colón en jaragua, era el que con más frecuencia llevaba sobre sus espaldas al infantil cacique. Su amo le había impuesto el nombre español de Tamayo, por haber encontrado semejanza entre algunos rasgos de la fisonomía del indio con los de otro criado de raza morisca que tenía ese nombre y se le había muerto a poco de llegar de España a la colonia. El antiguo escudero de Roldán parecía haber heredado el aliento indómito de aquel caudillo, primer rebelde que figura en la historia de Santo Domingo. Manejaba bien las armas españolas; llevaba espada y daga que logró hurtar al escaparse a las montañas, y hallaba singular placer en hacer esgrimir esas armas a su pupilo Guarocuya, que por esta causa, y por conformarse Tamayo a todos sus gustos y caprichos de niño, lo amaba con predilección. Siendo el único que podía decirse armado entre los indios, Tamayo era tal vez por lo mismo el más osado y más fogoso de todos. Un día, seguido del niño Guarocuya, descendió de la montaña un buen trecho alejándose del campamento: vagaba a la ventura buscando iguanas, nidos de aves y frutas silvestres, cuando advirtió que se acercaban haciéndole señas dos indios, precediendo a un hombre blanco, uno de los temidos españoles. Este, sin embargo, nada tenía de temible en su aspecto ni en su equipo. Iba vestido de negro, y su única arma era un bastón, que le daba el aire pacífico de un pastor o un peregrino.
Tamayo miró con sorpresa a los viajeros; pero sin inmutarse, desenvainó su espada, se puso en guardia y preguntó a los indios qué buscaban.
Larespuesta le tranquilizó completamente, y más el rostro afable, para él muy conocido, de Las Casas, que no era otro el compañero de los guías indios. Estos contestaron a Tamayo indicándole al emisario español, y diciéndole en su lengua que venía a hablar con el jefe de los alzados.
Antes que acabaran de explicarse, Guarocuya, reconociendo a Las Casas, había corrido a él con los brazos abiertos, dando muestra del más vivo júbilo: el español lo recibió con bondadosa sonrisa, se inclinó a él, le beso cariñosamente en la mejilla, y le dijo:
—Mucho bien te hace el aire de las montañas, muchacho. Volvió a la vaina Tamayo su aguzada tizona, y quitándose el sombrero que a usanza española llevaba, se acercó a Las Casas y le besó la mano.
Éste lo miró como quien evoca un recuerdo. –¿Quién eres? Me parece conocertele dijo.
—Sí, señor –contestó el joven indio–; vuestra merced me ha visto primero en Santo Domingo, hace un año, sirviendo a mi señor Roldán, cuando lo embarcaron para España. Poco después mi nuevo amo me trataba muy mal, y me vine a mi tierra a servir a mi señora Anacaona, hasta el día de la desgracia.
—Cierto –repuso Las Casas–. Guíanos a donde está tu jefe.
—En el camino Tamayo explicó a Las Casas la razón del respeto afectuoso que manifestaba hacia su persona. Siempre le vio sonreír y consolar a los pobres indios; en jaragua presenció su dolor y desesperación al ver la matanza de los caciques.
En cuanto al niño, la alegría que experimentó al ver aquel hombre de los ojos expresivos, de semblante benévolo, se explica por los agasajos y pequeños regalos que recibiera de Las Casas en los cortos días que mediaron entre la llegada de éste con Ovando a jaragua, y la sangrienta ejecución de los caciques. El niño se hallaba a su lado, en la plaza, en el acto de la salvaje tragedia, y fue el bondadoso Las Casas quien lo tomó en brazos, y arrastrando a Higuemota, helada de terror, puso a ambos en momentánea seguridad, velando después sobre ellos, hasta que Ovando dio cabida a un sentimiento compasivo; oyó quizás la voz del remordimiento y les acordó protección y asistencia. La criatura pagaba al filantrópico español los beneficios que su inocencia no alcanzaba a comprender, demostrándole la más afectuosa y espontánea simpatía.
Las Casas fue recibido con respeto y cordialidad por el jefe indio. Habló a éste largamente: le pintó con vivos colores la miseria de su estado actual, lo inminente de su ruina, el daño que estaba causando a los mismos de su raza, y la bondad con que Velázquez se ofrecía a recibirlo otra vez bajo la obediencia de las leyes, cuyo amparo le aseguraba, prometiéndole obtener para él y los suyos un completo perdón del gobernador Ovando. Al oír este nombre aborrecido, Guaroa contestó estas palabras. “Pero yo no perdono al gobernador, y si he de vivir sometido a él, mejor quiero morir”. ¡Notable concepto, que denotaba la irrevocable resolución de aquel generoso cacique! bien es verdad que los sentimientos heroicos eran cosa muy común en los indios de la sojuzgada Quisqueya, raza que se distinguió entre todas las del Nuevo Mundo por sus nobles cualidades, como lo atestiguan Colón y los primitivos historiadores de la conquista; y como lo probaron Caonabo, Guarionex, Mayobanex, Hatuey y otros más, cuyos nombres recogió cuidadosamente la adusta Clío.
De los argumentos de Las Casas hubo sin embargo uno que hizo gran fuerza en el ánimo del cacique; tal fue el reproche de estar causando la ruina de su raza. La recta conciencia de aquel indio se sublevó al ver delante de sí erguida la responsabilidad moral de tantas desdichas. Al punto reunió en torno suyo a todos sus compañeros; y les dijo lo que ocurría; les trasmitió las observaciones de Las Casas, y los exhortó a acogerse a la benignidad de la clemencia de los conquistadores. Todos o los más estaban convencidos; bajaron la cabeza, y aguardaron la señal de partir. Una voz preguntó a Guaroa. –Y tú, ¿qué harás? –Permaneceré solo en los bosques –dijo sencillamente el caudillo–; y mil gritos y sollozos protestaron contra esa inesperada resolución.
Tamayo fue el primero que se obstinó en acompañarle; otros cien siguieron su ejemplo, y pronto el efecto de los discursos de Las Casas y del mismo Guaroa fue a perderse ante el exceso de abnegación de los indios, y su adhesión al honrado jefe que les enseñó el amor a la libertad.
El español dijo entonces con entereza:
—Pues bien; tenéis el derecho a vivir como las fieras; de comprometer vuestra existencia, de haceros cazar de día y de noche por estos montes; pero no tenéis el derecho de sacrificar a vuestros caprichos a este pobre niño, que no sabe lo que hace, ni tiene voluntad propia. Yo me lo llevaré para que sea feliz, y algún día ampare y proteja a los que de vosotros queden con vida, en su temeraria rebelión contra los que sólo quieren haceros conocer al verdadero Dios.
Este lenguaje arroja la confusión en las filas. Tamayo y otros muchos juran que no dejarán que se llevaran al niño cacique, y Las Casas deplora el mal éxito de su misión, cuando Guaroa interviene, diciendo: Tiene razón el español; no debemos sacrificar a Guarocuya: que se vaya con él, y que lo acompañen todos. Así conviene, porque entonces no será difícil que me permitan permanecer en paz en mis montañas; pero si somos muchos, no me lo permitirán.
Presentando así bajo una nueva fase el asunto, el generoso Guaroa sólo se propuso determinar sus compañeros a abandonarle y salvarse sin él. Y realmente lo consiguió: Las Casas emprendió el regreso al campamento español seguido de Tamayo, que dejó sus armas a Guaroa, y llevaba en brazos al niño; en pos de éste iba la mayor parte de los indios alza- dos: unos pocos se quedaron con su jefe, ofreciendo presentarse al día siguiente, lo que no cumplieron, sin duda por más desconfiados, o por causas de ellos solos sabidas.
Al percibir la multitud de los rendidos, Velázquez, en la embriaguez del entusiasmo, estrechó en sus brazos a Las Casas, felicitándole por el buen resultado de su empresa, y besó afectuosamente a Guarocuya, diciendo que desde aquel momento se constituía su padrino y protector; los indios sometidos fueron tratados con agasajo y dulzura, y durante tres días la paz y el contento reinaron en la vega afortunada que el Pedernales riega y fertiliza con sus rumorosas corrientes; el triunfo de los sentimientos humanos sobre las pasiones sanguinarias y destructoras parecía que era celebrado por la madre naturaleza mundo intertropical.