12. Amonestación by Manuel de Jess Galvn Lyrics
—Oye, hijo mío –prosiguió el filántropo, después de dar a besar su diestra a Enriquillo, según lo tenía por costumbre–. Desde anoche has clavado en mi corazón una espina de pesar y de inquietud. He visto en ti, en primer lugar, una tibieza y una displicencia tales, al hablarme de los señores Virreyes, que he llegado a recelar que tu alma fuera capaz de dar albergue a la ingratitud; pues que tanto el Almirante como su esposa te colmaron de agasajos y de bondades, y no puede estarte bien, corresponderles con desvío.
—En segundo lugar, he creído ver también síntomas de orgullo excesivo, de diabólica soberbia, en el desagrado que manifestaste porque la señora Virreina, deseosa de tu bien, te propusiese hacerte paje de su casa. ¿No fue paje el mismo Don Diego Colón, hoy Gobernador y Almirante, en el palacio de los Reyes Católicos?
—Debo corregir, ¡oh Enriquillo!, en tu propio interés, esas veleidades de altanería que no sientan bien ni a tu natural docilidad, sencillez y benevolencia, ni a tu especial condición y estado. Porque es preciso que sepas, hijo mío, que hasta el día ha sido para ti la Providencia sumamente benigna, deparándote desde la infancia desinteresados bienhechores, que velan sobre ti en el presente, y se esfuerzan en prepararte un dichoso porvenir; pero ninguno de tus protectores, ni el capitán Diego Velázquez, ni los señores Virreyes, ni yo que te hablo, el más humilde de todos, tenemos en nuestras manos ese porvenir, ni conocemos los arcanos que encierra, o las pruebas a que en sus impenetrables designios quiera someterte esa misma Providencia que todo lo rige. Por eso tenemos el deber de prepararte a todo evento, armándote con el fuerte escudo de la virtud, de la paciencia y la resignación, contra las penas y los trabajos que son el cortejo habitual de la vida humana, y de los que, por más que hiciéramos, es seguro que no podrás libertarte en absoluto, tú, que aunque príncipe o cacique, eres vástago de una raza desdichada, y te conviene por tanto estar dispuesto a todas las pruebas del dolor y de la humillación.
—Y por eso, hijo mío, he temblado; mi corazón se ha desgarrado al entrever esos signos de debilidad en tu carácter; que debilidad, y no otra cosa, son el orgullo vidrioso y la necia soberbia; así como es de fortísimo temple la virtud, que sabe sacar su dignidad y su fuerza del mismo exceso de las humillaciones y de los dolores. Este es el secreto sublime de la cruz; esto lo que debemos aprender del Cristo que adoramos.
Y Las Casas echó los brazos al cuello de Enriquillo, mirándole con intensa ternura. El cacique quiso responder, pero no pudo, porque la emoción embargaba su voz, al terminar el piadoso filántropo su discurso.
Aquella emoción lo decía todo: Enrique llegó a creerse efectivamente culpable, considerando como defectos los impulsos naturales de su alma franca y de su índole generosa y leal. Bien comprendía esto último Las Casas; pero su previsora solicitud por el bien que aquel huérfano, a quien amaba como a un hijo, recibió la voz de alerta con la confidencia que el joven le había hecho de los diversos afectos de su ánimo, sometido a dura prueba moral en casa de los Virreyes. Comprendió el sagaz protector de Enrique el peligro que para éste había en aquella susceptibilidad característica que le había de proporcionar, en su condición anómala, incalculables tropiezos y perdurable martirio; por lo que resolvió dirigirle la transcripta amonestación, que debía dar por fruto una saludable templanza en el carácter viril de su protegido, aparejándolo contra todas las eventualidades de su incierto destino.
—En segundo lugar, he creído ver también síntomas de orgullo excesivo, de diabólica soberbia, en el desagrado que manifestaste porque la señora Virreina, deseosa de tu bien, te propusiese hacerte paje de su casa. ¿No fue paje el mismo Don Diego Colón, hoy Gobernador y Almirante, en el palacio de los Reyes Católicos?
—Debo corregir, ¡oh Enriquillo!, en tu propio interés, esas veleidades de altanería que no sientan bien ni a tu natural docilidad, sencillez y benevolencia, ni a tu especial condición y estado. Porque es preciso que sepas, hijo mío, que hasta el día ha sido para ti la Providencia sumamente benigna, deparándote desde la infancia desinteresados bienhechores, que velan sobre ti en el presente, y se esfuerzan en prepararte un dichoso porvenir; pero ninguno de tus protectores, ni el capitán Diego Velázquez, ni los señores Virreyes, ni yo que te hablo, el más humilde de todos, tenemos en nuestras manos ese porvenir, ni conocemos los arcanos que encierra, o las pruebas a que en sus impenetrables designios quiera someterte esa misma Providencia que todo lo rige. Por eso tenemos el deber de prepararte a todo evento, armándote con el fuerte escudo de la virtud, de la paciencia y la resignación, contra las penas y los trabajos que son el cortejo habitual de la vida humana, y de los que, por más que hiciéramos, es seguro que no podrás libertarte en absoluto, tú, que aunque príncipe o cacique, eres vástago de una raza desdichada, y te conviene por tanto estar dispuesto a todas las pruebas del dolor y de la humillación.
—Y por eso, hijo mío, he temblado; mi corazón se ha desgarrado al entrever esos signos de debilidad en tu carácter; que debilidad, y no otra cosa, son el orgullo vidrioso y la necia soberbia; así como es de fortísimo temple la virtud, que sabe sacar su dignidad y su fuerza del mismo exceso de las humillaciones y de los dolores. Este es el secreto sublime de la cruz; esto lo que debemos aprender del Cristo que adoramos.
Y Las Casas echó los brazos al cuello de Enriquillo, mirándole con intensa ternura. El cacique quiso responder, pero no pudo, porque la emoción embargaba su voz, al terminar el piadoso filántropo su discurso.
Aquella emoción lo decía todo: Enrique llegó a creerse efectivamente culpable, considerando como defectos los impulsos naturales de su alma franca y de su índole generosa y leal. Bien comprendía esto último Las Casas; pero su previsora solicitud por el bien que aquel huérfano, a quien amaba como a un hijo, recibió la voz de alerta con la confidencia que el joven le había hecho de los diversos afectos de su ánimo, sometido a dura prueba moral en casa de los Virreyes. Comprendió el sagaz protector de Enrique el peligro que para éste había en aquella susceptibilidad característica que le había de proporcionar, en su condición anómala, incalculables tropiezos y perdurable martirio; por lo que resolvió dirigirle la transcripta amonestación, que debía dar por fruto una saludable templanza en el carácter viril de su protegido, aparejándolo contra todas las eventualidades de su incierto destino.