11. Una por otra by Manuel de Jess Galvn Lyrics
La nave que debía conducir al Viejo Mundo las cartas, y, cifradas en ellas, las aspiraciones y esperanzas de todos aquellos personajes, se hizo efectivamente a la mar en la noche del día siguiente. Los oficiales reales no se atrevieron a estorbar su salida, y cuanto hicieron fue retardar durante el día las formalidades del despacho marítimo, para tener tiempo de escribir por aquella misma ocasión a sus amigos y valedores en España.
El señor Valenzuela y Enrique se habían puesto en camino por la mañana al rayar el sol en el horizonte. Hicieron rápidamente sus preparativos de marcha durante la noche, y el mayor trabajo que tuvieron fue aplacar la terrible cólera que arrebató a Tamayo, al saber que el matrimonio se había frustrado y que se volvían a la Maguana sin Mencía. Pocas palabras de sus amos bastaron para enterarle de todo lo ocurrido, y dejarle penetrar que el señor Mojica era el verdadero motor de tal fracaso; con lo cual el bravo indio, fiel hasta la exageración, hizo juramento de no salir de Santo Domingo sin tomar señalada venganza de aquel malvado, aunque él mismo se perdiera para siempre. Consiguieron al fin que aparentemente entrara en razón, amenazándolo Enrique con no tenerlo junto a sí más, si no enfrenaba sus furibundos ímpetus. Convínose, pues, en que Tamayo, al frente de toda la recua de criados y animales, se pondría en marcha en seguimiento de sus superiores, tan pronto como se acabara de arreglar el equipaje.
Pero cuando una idea se había introducido en aquel cerebro de hierro, era muy difícil hacerla abandonar el sitio sin llevar a cabo el propósito, por descabellado que fuese. No bien desaparecieron por la primera esquina los dos jinetes, Valenzuela y Enrique, que salían a escape de la ciudad, cuando Tamayo se volvió a los otros criados y les dijo con voz agria:
—Ahora mando yo aquí, y al que no haga lo que yo le diga, le rompo la cabeza como si fuera un higüero.
—Sí, cacique –contestaron los indios de la recua.
—Tú eres aquí el mayoral –agregó otro criado, bruto como el que más de los gallegos, aunque era andaluz.
—Bueno –repuso Tamayo–; haced lo que os diga; arreglad esas cargas y estad listos: por una mujer hemos venido, y una mujer nos llevaremos.
Y sin más explicación echó a andar hacia la Iglesia mayor, donde las campanas tocaban a misa. Los primeros rayos del sol doraban los techos de las casas y los sencillos chapiteles del templo, situado a corta distancia de la comenzada construcción de la catedral, cuyos cimientos adelantaban rápidamente desde el día en que Diego Colón, poco antes de emprender su viaje a España, puso la primera piedra de aquel augusto edificio, que durante mucho tiempo después dio sombra digna a su sepulcro, y donde todavía reposan, a despecho de sofísticas negaciones, los restos mortales de su egregio progenitor. Los obreros y peones indios comenzaban a llegar en cuadrillas de a cinco y de a diez hombres al lugar de la construcción, y recibían las órdenes de los sobrestantes, alguno de los cuales, después de dar breves instrucciones a sus subalternos, se dirigía a oír misa confundiéndose con los demás devotos que afluían de todas partes a la iglesia.
Tamayo, con mirada febril, examinaba los semblantes de todas las mujeres que iban apareciendo en la extensa plaza. Al efecto se había situado a corta distancia del pórtico del templo, y disimulaba su espera como contemplando el movimiento de los trabajadores. Hubo un momento en que se distrajo efectivamente de su objeto: un pobre indio, flaco y descolorido, cumplió mal o torpemente la orden de apartar hacia un lado una enorme piedra, y el bárbaro capataz descargó un varazo en la desnuda espalda del infeliz enfermo, que rodó por tierra. Tamayo, sin poderse contener, saltó como un tigre sobre el flagelador, arrebató la flexible vara de sus manos, y rápido como el rayo le golpeó la cara con ella. –¡Bien hecho! –exclamó un sobrestante viejo que miraba el lance con faz severa a pocos pasos de distancia.
Promovióse el consiguiente alboroto; acudió la gente al sitio, y un alguacil puso sus manos en Tamayo, diciéndole: “Date preso”.
Tamayo no opuso resistencia, y ya salía de la plaza conducido por el oficial de justicia, cuando el referido sobrestante se aproximó a éste, y le dijo:
—Mal cumples con tu deber, Antón Robles: ¿por qué no informas de lo sucedido? Quizá este hombre no tenga culpa, y te salga caro prender a un servidor de Don Francisco de Valenzuela.
El alguacil miró espantado a su interlocutor; ya lo hemos dicho que Valenzuela era conocido y respetado en toda la Española.
—Estoy tan aturdido, maese Martínez –respondió el esbirro—, que no pensé en aclarar el hecho. ¿Me podréis vos, decir lo que ha pasado?
El sobrestante era un hombre justo y honrado: explicó al corchete lo ocurrido desde el principio, y añadió que si Tamayo no se hubiera interpuesto, él se disponía a hacer castigar al capataz agresor, a causa de la dureza con que había golpeado al pobre indio, sin haber dado motivo justificado para ello, pues la falta de fuerza no es un delito.
El alguacil, recibida esta explicación, y zumbándole todavía en los oídos el imponente nombre de Valenzuela, dio libertad a Tamayo, encareciéndole que se reportara en lo sucesivo, e hizo una breve amonestación al cuadrillero, para que no fuese otra vez tan duro con los encomendados de la Iglesia.
Retirábase Tamayo del grupo de curiosos que lo rodeaba, y todo mohíno iba a tomar la dirección de su posada, desistiendo ya del proyecto que lo había conducido a la plaza, cuando la casualidad pareció ponerse de su parte, pues una mujer, una joven muy morena, pero de notable hermosura, pronunció su nombre en alta voz, llamándole con acento familiar.
El valeroso indio depuso el ceño, dio un grito de alegría al divisar a la joven que lo llamaba, y se acercó de un salto a ella.
—Anica –le dijo–; por ti he venido a este lugar, y he hecho el mal encuentro que a poco más da conmigo en la cárcel.
—Ya te vi, Tamayo, vengar a nuestro pobre hermano, tan flaco que más bien debiera estar curándose en el hospital, y no en tanto trabajo. Mientras tú disputabas, yo me llegué a él, y le regalé todo el dinero que Don Pedro me dio anoche.
—Bueno, Anica –repuso Tamayo–; pero ahora es preciso que vengas conmigo; Enriquillo lo quiere así, y te espera puesto ya en camino.
—¡No te entiendo! –dijo sorprendida la joven–; y además, yo voy a oír misa ahora, y Doña Alfonsa me espera para que prepare el desayuno: bien sabes que está en cama...
—Lo sé, Anica –replicó Tamayo con precipitación–; pero no se trata de eso ahora. La Doña Alfonsa con su fluxión y su reuma; Don Pedro que no sale a sus enredos sino después de almorzar y acicalarse; todo lo he observado. Es preciso que me sigas, porque Enriquillo me ha dado ese encargo; lo he convencido de que debe corresponderte; ya no se casa con su prima, y el señor Valenzuela ha consentido en que te vayas a vivir conmigo a la Maguana, pues le he dicho que soy tu tío.
—¿Y no me castigarán por dejar a Doña Alfonsa? –preguntó vacilante la joven.
—¡Quién va a atreverse con el señor Valenzuela, muchacha! –contestó el astuto indio–.
Ya has visto como a mí me han dejado en libertad ahora poco, por respeto de mi señor Don Francisco. Sígueme nada te hará falta; y no perdamos el tiempo.
—Así como así –dijo la Anica–, no me pesa dejar burlado a ese Don Pedro: sólo por ser Doña Alfonsa tan dura conmigo…
—No te excuses, muchacha; lo sé todo: vamos pronto de aquí.
Y Tamayo echó a andar seguido de la joven india; llegó a su posada, donde ya sus compañeros tenían listas las cargas, y se pusieron todos en marcha a pie, llevando del cabestro los animales y a Anica en el medio y conversando con naturalidad, para no llamar la atención.
Salieron en este orden de la ciudad, y a corta distancia de ella acomodaron a la muchacha en el mejor caballo, y siguieron viaje a buen paso. La venganza de Tamayo estaba consumada, pues la graciosa Anica era, más bien por fuerza que por su gusto, el regalo y el embeleso de Don Pedro de Mojica, que la quería como a las torvas niñas de sus ingratos ojos.
El señor Valenzuela y Enrique se habían puesto en camino por la mañana al rayar el sol en el horizonte. Hicieron rápidamente sus preparativos de marcha durante la noche, y el mayor trabajo que tuvieron fue aplacar la terrible cólera que arrebató a Tamayo, al saber que el matrimonio se había frustrado y que se volvían a la Maguana sin Mencía. Pocas palabras de sus amos bastaron para enterarle de todo lo ocurrido, y dejarle penetrar que el señor Mojica era el verdadero motor de tal fracaso; con lo cual el bravo indio, fiel hasta la exageración, hizo juramento de no salir de Santo Domingo sin tomar señalada venganza de aquel malvado, aunque él mismo se perdiera para siempre. Consiguieron al fin que aparentemente entrara en razón, amenazándolo Enrique con no tenerlo junto a sí más, si no enfrenaba sus furibundos ímpetus. Convínose, pues, en que Tamayo, al frente de toda la recua de criados y animales, se pondría en marcha en seguimiento de sus superiores, tan pronto como se acabara de arreglar el equipaje.
Pero cuando una idea se había introducido en aquel cerebro de hierro, era muy difícil hacerla abandonar el sitio sin llevar a cabo el propósito, por descabellado que fuese. No bien desaparecieron por la primera esquina los dos jinetes, Valenzuela y Enrique, que salían a escape de la ciudad, cuando Tamayo se volvió a los otros criados y les dijo con voz agria:
—Ahora mando yo aquí, y al que no haga lo que yo le diga, le rompo la cabeza como si fuera un higüero.
—Sí, cacique –contestaron los indios de la recua.
—Tú eres aquí el mayoral –agregó otro criado, bruto como el que más de los gallegos, aunque era andaluz.
—Bueno –repuso Tamayo–; haced lo que os diga; arreglad esas cargas y estad listos: por una mujer hemos venido, y una mujer nos llevaremos.
Y sin más explicación echó a andar hacia la Iglesia mayor, donde las campanas tocaban a misa. Los primeros rayos del sol doraban los techos de las casas y los sencillos chapiteles del templo, situado a corta distancia de la comenzada construcción de la catedral, cuyos cimientos adelantaban rápidamente desde el día en que Diego Colón, poco antes de emprender su viaje a España, puso la primera piedra de aquel augusto edificio, que durante mucho tiempo después dio sombra digna a su sepulcro, y donde todavía reposan, a despecho de sofísticas negaciones, los restos mortales de su egregio progenitor. Los obreros y peones indios comenzaban a llegar en cuadrillas de a cinco y de a diez hombres al lugar de la construcción, y recibían las órdenes de los sobrestantes, alguno de los cuales, después de dar breves instrucciones a sus subalternos, se dirigía a oír misa confundiéndose con los demás devotos que afluían de todas partes a la iglesia.
Tamayo, con mirada febril, examinaba los semblantes de todas las mujeres que iban apareciendo en la extensa plaza. Al efecto se había situado a corta distancia del pórtico del templo, y disimulaba su espera como contemplando el movimiento de los trabajadores. Hubo un momento en que se distrajo efectivamente de su objeto: un pobre indio, flaco y descolorido, cumplió mal o torpemente la orden de apartar hacia un lado una enorme piedra, y el bárbaro capataz descargó un varazo en la desnuda espalda del infeliz enfermo, que rodó por tierra. Tamayo, sin poderse contener, saltó como un tigre sobre el flagelador, arrebató la flexible vara de sus manos, y rápido como el rayo le golpeó la cara con ella. –¡Bien hecho! –exclamó un sobrestante viejo que miraba el lance con faz severa a pocos pasos de distancia.
Promovióse el consiguiente alboroto; acudió la gente al sitio, y un alguacil puso sus manos en Tamayo, diciéndole: “Date preso”.
Tamayo no opuso resistencia, y ya salía de la plaza conducido por el oficial de justicia, cuando el referido sobrestante se aproximó a éste, y le dijo:
—Mal cumples con tu deber, Antón Robles: ¿por qué no informas de lo sucedido? Quizá este hombre no tenga culpa, y te salga caro prender a un servidor de Don Francisco de Valenzuela.
El alguacil miró espantado a su interlocutor; ya lo hemos dicho que Valenzuela era conocido y respetado en toda la Española.
—Estoy tan aturdido, maese Martínez –respondió el esbirro—, que no pensé en aclarar el hecho. ¿Me podréis vos, decir lo que ha pasado?
El sobrestante era un hombre justo y honrado: explicó al corchete lo ocurrido desde el principio, y añadió que si Tamayo no se hubiera interpuesto, él se disponía a hacer castigar al capataz agresor, a causa de la dureza con que había golpeado al pobre indio, sin haber dado motivo justificado para ello, pues la falta de fuerza no es un delito.
El alguacil, recibida esta explicación, y zumbándole todavía en los oídos el imponente nombre de Valenzuela, dio libertad a Tamayo, encareciéndole que se reportara en lo sucesivo, e hizo una breve amonestación al cuadrillero, para que no fuese otra vez tan duro con los encomendados de la Iglesia.
Retirábase Tamayo del grupo de curiosos que lo rodeaba, y todo mohíno iba a tomar la dirección de su posada, desistiendo ya del proyecto que lo había conducido a la plaza, cuando la casualidad pareció ponerse de su parte, pues una mujer, una joven muy morena, pero de notable hermosura, pronunció su nombre en alta voz, llamándole con acento familiar.
El valeroso indio depuso el ceño, dio un grito de alegría al divisar a la joven que lo llamaba, y se acercó de un salto a ella.
—Anica –le dijo–; por ti he venido a este lugar, y he hecho el mal encuentro que a poco más da conmigo en la cárcel.
—Ya te vi, Tamayo, vengar a nuestro pobre hermano, tan flaco que más bien debiera estar curándose en el hospital, y no en tanto trabajo. Mientras tú disputabas, yo me llegué a él, y le regalé todo el dinero que Don Pedro me dio anoche.
—Bueno, Anica –repuso Tamayo–; pero ahora es preciso que vengas conmigo; Enriquillo lo quiere así, y te espera puesto ya en camino.
—¡No te entiendo! –dijo sorprendida la joven–; y además, yo voy a oír misa ahora, y Doña Alfonsa me espera para que prepare el desayuno: bien sabes que está en cama...
—Lo sé, Anica –replicó Tamayo con precipitación–; pero no se trata de eso ahora. La Doña Alfonsa con su fluxión y su reuma; Don Pedro que no sale a sus enredos sino después de almorzar y acicalarse; todo lo he observado. Es preciso que me sigas, porque Enriquillo me ha dado ese encargo; lo he convencido de que debe corresponderte; ya no se casa con su prima, y el señor Valenzuela ha consentido en que te vayas a vivir conmigo a la Maguana, pues le he dicho que soy tu tío.
—¿Y no me castigarán por dejar a Doña Alfonsa? –preguntó vacilante la joven.
—¡Quién va a atreverse con el señor Valenzuela, muchacha! –contestó el astuto indio–.
Ya has visto como a mí me han dejado en libertad ahora poco, por respeto de mi señor Don Francisco. Sígueme nada te hará falta; y no perdamos el tiempo.
—Así como así –dijo la Anica–, no me pesa dejar burlado a ese Don Pedro: sólo por ser Doña Alfonsa tan dura conmigo…
—No te excuses, muchacha; lo sé todo: vamos pronto de aquí.
Y Tamayo echó a andar seguido de la joven india; llegó a su posada, donde ya sus compañeros tenían listas las cargas, y se pusieron todos en marcha a pie, llevando del cabestro los animales y a Anica en el medio y conversando con naturalidad, para no llamar la atención.
Salieron en este orden de la ciudad, y a corta distancia de ella acomodaron a la muchacha en el mejor caballo, y siguieron viaje a buen paso. La venganza de Tamayo estaba consumada, pues la graciosa Anica era, más bien por fuerza que por su gusto, el regalo y el embeleso de Don Pedro de Mojica, que la quería como a las torvas niñas de sus ingratos ojos.