11. El consejo by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Tan pronto como Diego Velázquez recibió las fuerzas que aguardaba en Lago Dulce, emprendió su nueva expedición al centro de las montañas, concertando su movimiento con el comandante de Pedernales, según las instrucciones de Ovando, para que, siguiendo el curso del río, aguas arriba, con las debidas precauciones, fuera ocupando cuantos víveres y mantenimientos hallara al paso en aquellas riberas, que eran precisamente las más cultivadas; tanto para aumentar las provisiones de los expedicionarios, cuanto para privar de ese recurso a los indios. De este modo contaba Velázquez con que, marchando con rumbo directo al Sur desde el Lago, hasta llegar al río, y siguiendo aguas abajo, no podría menos de encontrarse a los dos o tres días con la tropa procedente de la sierra para impeler los indios hacia la parte menos escabrosa, en dirección a la boca del río, donde lograría desbaratarlos fácilmente.
La primera parte de este plan salió conforme a los cálculos del jefe español, por cuanto al tercer día de su marcha se encontró con los de Pedernales acampados en un recodo del río al pie de la montaña, en un punto en que ésta se yergue brusca y casi perpendicularmente desde la misma ribera, mientras que las límpidas aguas fluviales sirven de orla a la verde y amenísima llanura que se extiende a la margen occidental. Pero en lo que del plan respectaba a los alzados indios no salió tan acertado; porque al empezar el ojeo, después de algunas horas de descanso, se hallaron señales ciertas de que habían abandonado su último campamento, inmediato a las siembras de Pedernales, y volvían a esconderse en las inaccesibles alturas.
He aquí lo que había sucedido. Mientras la tropa reposaba, algunos de los indios que llevaban en hombros las provisiones se evadieron con su carga en busca de sus compatriotas, a quienes prestaron el doble servicio de proveerles de alimentos para muchos días, y de advertirles la proximidad de los perseguidores.
La exasperación de Diego Velázquez llegó al colmo cuando se convenció de que los indios se le escurrían de entre las manos, después de tan penosas diligencias para dar con ellos; pero con esa constancia invencible que fue el carácter distintivo de los hombres de hierro que acometieron la conquista del mundo revelado por el genio de Colón, el jefe español dio nuevas órdenes y disposiciones para llegar al objeto que hacia ya casi tres meses estaba persiguiendo inútilmente.
Dispónganse, pues, los españoles a levantar el campo, cuando Bartolomé de Las Casas, que acompañaba al comandante de la costa, sin armas, vestido con jubón y ferreruelo negro (lo que le daba un aspecto extraño entre aquellos hombres equipados militarmente), y llevando en la mano un nudoso bastón rústico, que le servía de apoyo en los pasos difíciles del río y las montañas, se acercó familiarmente a Velázquez y le dijo sonriendo:
—Señor Diego, frustre laboras; en vano trabaja vuestra merced: los indios se escaparán de vuestras manos en lo sucesivo, como vienen haciéndolo hasta aquí, y nuestras armas van a quedar deslucidas en esta campaña contra un adversario invisible, que no nos ataca, que evita hasta las ocasiones de resistirnos, y no hace más guerra que huir, para salvar su miserable existencia.
— ¿Qué queréis decir, señor Bartolomé?
—Quiero decir que sien vez de proseguir vuestra merced organizando cacerías contra esos infelices seres inofensivos, procurarais hacerles entender que no se trata de matarlos, ni de hacerles daño, ellos se darían a partido, con grande gloria vuestra y salud de vuestra ánima.
Diego Velázquez no era un malvado: impresionable, como todos los de su raza; imbuido en las falsas ideas religiosas y políticas de su tiempo, seguía el impulso fatal que movía a todos los conquistadores, queriendo someter a fuego y sangre los cuerpos y las almas de los desgraciados indios; pero su generosidad se manifestaba tan pronto como una ocasión cualquiera, una reflexión oportuna detenía sus ímpetus belicosos, y la razón recobraba su imperio. El lenguaje de Las Casas, diestramente impregnado de sentimientos compasivos, disípalas prevenciones sanguinarias del guerrero español, como la luz solar disipa las nieblas de una mañana de otoño.
—Pero ¿quién persuadirá a los indios de que pueden entregarse bajo seguro? —preguntó Velázquez a Las Casas.
—Yo —respondió éste sencillamente—: iré con guías indios; veré a Guaroa, y espero reducirlo a buenos términos.
Velázquez se admiró de esta resolución, que revelaba una intrepidez de género desconocido para él; la intrepidez de la caridad; y como la fe es contagiosa, llegó a participar de la que alentaba el magnánimo corazón de Las Casas: avínose al buen consejo de éste, y desde entonces vislumbró un éxito completo para la pacificación que le estaba encomendada.
La primera parte de este plan salió conforme a los cálculos del jefe español, por cuanto al tercer día de su marcha se encontró con los de Pedernales acampados en un recodo del río al pie de la montaña, en un punto en que ésta se yergue brusca y casi perpendicularmente desde la misma ribera, mientras que las límpidas aguas fluviales sirven de orla a la verde y amenísima llanura que se extiende a la margen occidental. Pero en lo que del plan respectaba a los alzados indios no salió tan acertado; porque al empezar el ojeo, después de algunas horas de descanso, se hallaron señales ciertas de que habían abandonado su último campamento, inmediato a las siembras de Pedernales, y volvían a esconderse en las inaccesibles alturas.
He aquí lo que había sucedido. Mientras la tropa reposaba, algunos de los indios que llevaban en hombros las provisiones se evadieron con su carga en busca de sus compatriotas, a quienes prestaron el doble servicio de proveerles de alimentos para muchos días, y de advertirles la proximidad de los perseguidores.
La exasperación de Diego Velázquez llegó al colmo cuando se convenció de que los indios se le escurrían de entre las manos, después de tan penosas diligencias para dar con ellos; pero con esa constancia invencible que fue el carácter distintivo de los hombres de hierro que acometieron la conquista del mundo revelado por el genio de Colón, el jefe español dio nuevas órdenes y disposiciones para llegar al objeto que hacia ya casi tres meses estaba persiguiendo inútilmente.
Dispónganse, pues, los españoles a levantar el campo, cuando Bartolomé de Las Casas, que acompañaba al comandante de la costa, sin armas, vestido con jubón y ferreruelo negro (lo que le daba un aspecto extraño entre aquellos hombres equipados militarmente), y llevando en la mano un nudoso bastón rústico, que le servía de apoyo en los pasos difíciles del río y las montañas, se acercó familiarmente a Velázquez y le dijo sonriendo:
—Señor Diego, frustre laboras; en vano trabaja vuestra merced: los indios se escaparán de vuestras manos en lo sucesivo, como vienen haciéndolo hasta aquí, y nuestras armas van a quedar deslucidas en esta campaña contra un adversario invisible, que no nos ataca, que evita hasta las ocasiones de resistirnos, y no hace más guerra que huir, para salvar su miserable existencia.
— ¿Qué queréis decir, señor Bartolomé?
—Quiero decir que sien vez de proseguir vuestra merced organizando cacerías contra esos infelices seres inofensivos, procurarais hacerles entender que no se trata de matarlos, ni de hacerles daño, ellos se darían a partido, con grande gloria vuestra y salud de vuestra ánima.
Diego Velázquez no era un malvado: impresionable, como todos los de su raza; imbuido en las falsas ideas religiosas y políticas de su tiempo, seguía el impulso fatal que movía a todos los conquistadores, queriendo someter a fuego y sangre los cuerpos y las almas de los desgraciados indios; pero su generosidad se manifestaba tan pronto como una ocasión cualquiera, una reflexión oportuna detenía sus ímpetus belicosos, y la razón recobraba su imperio. El lenguaje de Las Casas, diestramente impregnado de sentimientos compasivos, disípalas prevenciones sanguinarias del guerrero español, como la luz solar disipa las nieblas de una mañana de otoño.
—Pero ¿quién persuadirá a los indios de que pueden entregarse bajo seguro? —preguntó Velázquez a Las Casas.
—Yo —respondió éste sencillamente—: iré con guías indios; veré a Guaroa, y espero reducirlo a buenos términos.
Velázquez se admiró de esta resolución, que revelaba una intrepidez de género desconocido para él; la intrepidez de la caridad; y como la fe es contagiosa, llegó a participar de la que alentaba el magnánimo corazón de Las Casas: avínose al buen consejo de éste, y desde entonces vislumbró un éxito completo para la pacificación que le estaba encomendada.