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10. Recursos by Manuel de Jess Galvn Lyrics

Genre: misc | Year: 1882

Aquella misma tarde, el licenciado Lebrón puso en movimiento a las autoridades de Justicia, y les ordenó la prisión de Valenzuela; pero no bien llegó esta nueva a oídos del tesorero Pasamonte, que metía la mano en todas las intrigas contra la casa de Colón, cuando acudió presuroso a verse con el juez Lebrón, y le dijo:

—¿Estáis en vos, Licenciado? ¡Ordenar la prisión de un hombre como Valenzuela! Es lo mismo que hacer sublevar toda la colonia contra nosotros. Más nos valiera mandar prender al Adelantado Don Bartolomé Colón, que tal vez sería menos sonado el hecho en la Española. Además, Valenzuela tiene parientes poderosos en la Corte, entre ellos Don Hernando de Vega, del Consejo real…

—No hablemos más de ello, señor Pasamonte –dijo vivamente Lebrón–. Olvídese el caso: perdonar las injurias es deber de todo buen cristiano.

—Y propio de los varones magnánimos –agregó con sarcástica sonrisa el astuto aragonés, burlándose de la forzada generosidad del Licenciado Lebrón.

Por consiguiente, la venganza de éste no pasó de proyecto: recogiéronse las órdenes dadas para prender al rebelde y formar la causa de desacato, y nadie habló más del asunto.

Don Francisco de Valenzuela llegó como hemos dicho, a su posada, y alterado todavía por la indignación refirió a Enriquillo el mal despacho de su demanda.

El joven le escuchó sin manifestar el menor abatimiento o disgusto, y solamente expresó su pesar de que por su causa y contra sus previsiones, el buen anciano hubiera ido a molestarse en una diligencia vana, que le había expuesto a tan penosa vejación. –Pero no os impacientéis, mi amado padrino –concluyó el juicioso mancebo—, yo presiento que esta pesadumbre no ha de durarnos mucho tiempo, y que venceremos al cabo todas las dificultades que el señor Mojica nos viene suscitando.

—¡Mojica! Tienes razón, hijo mío –replicó Valenzuela–. Había olvidado decirte que no me queda duda de que ese malvado es el autor de la intriga. El mismo Licenciado Lebrón lo dijo al terminar su impertinente discurso.

—Yo lo habría jurado, aún antes de saberlo con certeza, si el jurar no fuera vicio –agregó Enrique.

—¿Sabes lo que más suspenso y admirado me tiene, Enriquillo? –volvió a decir Valenzuela–. Es verte a ti tan sereno, tan en calma como si fueras simple espectador de este contratiempo. Se diría que no amas a tu prometida, ni deseas verla convertida en esposa tuya.

—A decir verdad, señor –contestó el joven–, yo no estoy contento con lo sucedido; pero tampoco siento aflicción ni despecho. Estoy tan acostumbrado a reprimir mis deseos, y a mirar frente a frente mi estado y mi condición, que cuantos enojos y contratiempos puedan sobrevenirme por consecuencia de ellos ya los tengo previstos, y no me pueden causar la impresión de lo inesperado.
—¡El cielo te bendiga, noble y discreta criatura! –dijo enternecido Valenzuela–; y sean confundidos cuantos te quieran mal y te hagan padecer.

—¡Bendito seáis vos, mi bondadoso Don Francisco! –respondió el cacique conmovido a su vez–. Jamás olvidaré vuestros beneficios, y los de aquellos que se os parecen en la bondad del corazón. Decidme ahora, señor, si os place, ¿qué pensáis hacer en este caso?

—Escribir hoy mismo a España; ir esta noche a despedirnos de la señora Virreina, del Adelantado y su casa, y que nos volvamos a la Maguana a guardar tranquilamente el resultado de nuestras cartas y de las diligencias de nuestros amigos en la Corte. ¿Tienes algo que observar?

—Nada, señor, absolutamente. Lo que vos disponéis siempre está bien dispuesto, y a mí sólo me toca cumplirlo con buena voluntad –respondió el cacique humildemente.

A poco rato les sirvieron la comida, que uno y otro gustaron con tristeza de corazón y escaso apetito. Valenzuela estaba despechado con haber de volverse sin alcanzar el objeto de su largo y penoso viaje. A Enrique le mortificaba ver que sus protectores sufrían aquel vejamen por consecuencia del interés que tomaban en su destino y bienestar: se consideraba como culpable, aunque involuntariamente, del disgusto y la pena de tan buenos y para él tan solícitos amigos. Esta mortificación se aumentaba con la sorda impaciencia de su amor propio de veinte años, que se sentía desairado y deprimido por haber venido de San Juan a casarse, y volver para San Juan soltero; su amor, tan ardiente como casto, a la bella criatura que le estaba destinada por esposa; amor que vestía, de luto ante la frustrada esperanza de una posesión inmediata.

Bajo estas impresiones se levantó Enrique de la mesa, y se puso a escribir una sentida y breve carta a su principal protector, el padre Las Casas: una vez terminada la leyó al anciano, que aprobó su tenor como inmejorable. Después el mismo Enrique escribió dos cartas más, bajo el dictado y la firma de Valenzuela: una muy lacónica al Almirante Diego Colón, de cumplido, y refiriéndose a las de la Virreina y del Adelantado Don Bartolomé; otra a Las Casas, explicándole sucintamente lo ocurrido, y terminando con esta exhortación: “Muchas veces he querido templar
vuestro ardimiento, y moderar vuestro virtuoso celo; hoy os digo que hagáis todo esfuerzo por confundir cuanto antes a estos perversos envidiosos, que tanto mal hacen y tan arruinada tienen
esta isla. Venga pronto el remedio, y allanado lo del matrimonio de nuestro Enrique”.

Por último, Valenzuela escribió de su propio puño una tercera carta para Don Hernando de Vega, del consejo real. Hízolo como a íntimo deudo y pariente, recomendándole con fervor los asuntos de que iría a hablarle en nombre suyo Las Casas, e instándole porque se resolviera todo con brevedad.

Cerradas y listas estas cartas a tiempo que los últimos rayos del sol se hundían en el ocaso, Don Francisco y el cacique se encaminaron al palacio de Colón, en el que ya eran esperados, pues la Virreina los recibió inmediatamente, y se dirigió con ellos a la cámara de Don Bartolomé. Este se había calmado un tanto después de haber escrito por su parte dos larguísimas cartas llenas de amarguras quejas contra los jueces y oficiales reales, refiriendo uno por uno al rey Fernando y a su sobrino el Almirante todos los agravios y desafueros de aquellos funcionarios contra la casa y familia de Colón. El irascible Adelantado estaba seguro de que los despachos soliviarían el ánimo del Rey, y que los atentados que él denunciaba recibirían el correspondiente castigo. Esta convicción había tranquilizado su espíritu, y hasta disipó durante algunas horas su mal humor habitual. Sin embargo, las emociones del día le habían agravado sus padecimientos físicos, y sentado en su lecho fue como Don Bartolomé pudo recibir a la Virreina y sus amigos.

Valenzuela dio cuenta brevemente de su desagradable conferencia con el juez Lebrón, y fue muy celebrado por la crudeza con que había dicho al grosero personaje lo que merecía. El Adelantado rió de todo corazón, dijo que así era como debían ser tratados todos aquellos bribones, que usaban de la autoridad de sus oficios para vejar y oprimir; nunca para amparar y hacer justicia. ”Un salteador de caminos –agregó– procede más honradamente que ellos; porque los salteadores roban y ofenden con riesgo de sus personas, y en su propio nombre, y estos pillos autorizados cometen todas sus maldades sin riesgo alguno, y en nombre del Rey y de las leyes”.

La conversación duró más de una hora, y quedó convenido que la Virreina daría sus órdenes aquella misma noche para que la carabela que estaba disponible fuera avituallada y se hiciera a la mar al siguiente día, con rumbo a España, llevando las cartas referidas y las demás que la misma Virreina y sus deudos tuviesen a bien escribir a la Corte. Al salir del aposento de Don Bartolomé, Valenzuela y Enrique fueron a despedirse de Mencía y las damas de la casa, por haber fijado a la mañana del siguiente día su partida de regreso a la Maguana. Valenzuela quería ahorrarse la mortificación de otras visitas de despedida en tan desfavorables circunstancias. Enrique habló pocas palabras con su prometida, sin deponer su gravedad y compostura características.

—Dios no ha permitido todavía que tú seas mi compañera –le dijo–. Me resigno a su voluntad, y espero en él. Te amo, Mencía, y pensaré siempre en ti: algunas veces te escribiré. Escríbeme tú, piensa en mí, y no olvides que mi única dicha en la tierra es tu amor.

—Así lo haré, Enrique –respondió la joven conmovida–; yo te amo; a nadie amo como a ti; te escribiré y rogaré a Dios por tu felicidad.
A imitación de Valenzuela, el cacique besó la mano que le tendía la Virreina, y fue estrechando una por una las que le ofrecían cordialmente las doncellas en señal de despedida: tomó la diestra a Mencía con igual tímido acatamiento, cuando intervino la entusiasta Elvira diciéndole:

—Si yo fuera prima vuestra, Enrique, me ofendería de vuestro desvío. La señora Virreina, no os llevará a mal que os despidáis de vuestra prometida con un beso. ¿Es cierto, señora?

—Muy cierto –contestó sonriéndose la bondadosa Virreina.

Enrique posó entonces sus labios en la frente angelical de la doncella, y haciendo mesurada cortesía al femenil concurso, salió con Valenzuela del salón.