10. Contraste by Manuel de Jess Galvn Lyrics
Muchos días de activas pesquisas fueron necesarios para llegar a descubrir el nuevo paradero de los indios: otros tres asaltos con igual éxito resistió Guaroa, y logró evadirse con todos los suyos como la primera vez.
Pero no consiguieron escapar de igual modo a la persecución cada vez más apremiante y activa del hambre. Entre aquellas breñas había pocas siembras: las frutas silvestres, el mamey, la guanábana, la jagua y el cacheo escaseaban de más en más; las hutías e iguanas no bastaban a las necesidades de la tribu, y era preciso buscar otra comarca más provista de víveres, o morir.
El jefe indio no vaciló: los merodeadores que pocos días antes habían logrado huir de las manos de los españoles en el campo de maíz, en las inmediaciones del río Pedernales, recibieron órdenes de ir a explorar aquel mismo contorno, para determinar el punto preciso que ocupaban los conquistadores en esa parte de la costa, y el número de sus soldados.
Las prudentes instrucciones de Guaroa, fielmente ejecutadas, dieron por resultado el regreso feliz de los exploradores al cabo de tres días: hacia la boca del río, según lo que refirieron, los españoles tenían una guardia como de veinte hombres: de éstos una ronda de ocho individuos salía todas las mañanas a recorrer los contornos; pero al anochecer regresaban a su cuartel para pasar la noche todos reunidos.
El campo indio se puso en marcha aquella misma tarde con dirección a los maizales, adonde llegaron hacia la medianoche. El maíz fue brevemente cosechado hasta no quedar una mazorca; y los indios, cargados de provisiones para algunos días, volvieron a internarse en las montañas, hacia el Este de Pedernales, aunque acamparon mucho más cerca de las siembras que cuando levantaron su campo de la víspera.
La ronda española echó de ver el despojo al día siguiente. Los pacíficos indios del contorno, interrogados por los españoles sobre la desaparición del maíz, no sabían qué responder, y, en su afán de justificarse contra toda sospecha, ayudaron a los soldados a practicar investigaciones activas que muy pronto hicieron descubrir las huellas de los nómadas nocturnos.
El oficial que tenía a su cargo el puesto de Pedernales despachó inmediatamente un correo a Diego Velázquez para advertirle lo que ocurría; pero este emisario, que era un natural del país, tardó muchos días en atravesar las montañas para llegar al campamento de los españoles, de nuevo instalados en las orillas del Lago.
Diego Velázquez había regresado a este último sitio por más fértil y cultivado, con su tropa diezmada, hambrienta y extenuada por sus penosas marchas por aquellas casi inaccesibles alturas. Dio cuenta de su situación a Ovando, que permanecía en Jaragua, habiendo hecho al fin elección de sitio y trazado el plan para la fundación de la villa de Vera Paz a corta distancia del Río Grande, y en las faldas de La Silla. El buen comendador creyó sin duda desagraviar a la Majestad Divina y descargar su conciencia del crimen de Jaragua, echando los cimientos de la iglesia y un convento de frailes franciscanos, al mismo tiempo que colocaba la primera piedra de la casa municipal de la futura villa, y ordenaba la construcción de una fortaleza, que debía dominar la población desde un punto más escarpado, al Nordeste.
En estas ocupaciones le halló la misiva de su teniente Diego Velázquez, causándole extraordinaria indignación la audacia de los rebeldes indios. Mandó al punto reforzar con cincuenta hombres a capitán español, y que fueran por mar a Pedernales otros veinte cinco, para que reunidos a la fuerza que allá estaba, cooperara enérgicamente en la nueva campaña que Velázquez emprendería entrando en la sierra por el lado del Norte. Estas fuerzas iban perfectamente equipadas, y provistas de víveres, que se embarca ron en la carabela destinada a la costa del Sur una parte, mientras que la otra acompañaba al destacamento de tierra, llevada en hombros de los indios de carga.
Cuando todo estaba listo, y la carabela acababa de recibir su cargamento, un hombre, joven aún, de porte modesto al par que digno y majestuoso, un español del séquito de Ovando, se presentó en el alojamiento de éste. Al verle, el gobernador manifestó grata sorpresa y exclamó en tono familiar y afectuoso:
—Gracias a Dios, Licenciado, que os dejáis ver después de tantos días. ¿Ha pasado ya vuestro mal humor y tristeza? Mucho lo celebraré.
El individuo tan benévolamente increpado contestó:
—Dejemos a un lado, señor, mis melancolías: de este mal sólo puede curarme la convicción de hacer todo el bien que está a mi alcance a mis semejantes. Y pues que, loado sea Dios, Vuestra Señoría está de acuerdo conmigo en que espiritual y materialmente conviene atraer con amor y dulzura estos pobres indios de Jaragua, que todavía andan llenos de terror por los montes, más bien que continuar cazándoles como bestias feroces, contra toda ley divina y todo derecho humano...
— ¿Volvéis a vuestro tema, señor Bartolomé? ¿Qué más queréis? Los indios meditaban nuestro exterminio; su inicua reina trataba de adormecernos pérfidamente para que sus vasallos nos degollaran en el seno de su mentida hospitalidad; ¿y quisierais que hubiéramos tendido el cuello a los asesinos como mansos corderos?
—Hablemos seriamente, señor me parece que sólo en chanza podéis decir eso que decís; y esa chanza cuando aún humean las hogueras de Jaragua, es más cruel todavía que vuestro juego del herrón y el signo sacrílego de tocar vuestra venera para comenzar la matanza en aquella tarde funesta.
—Basta, señor Las Casas —dijo el Gobernador frunciendo el ceño-; os estáis excediendo demasiado. Ya os he dicho que me pesa tanto como a vos la sangre vertida, la severidad que he debido desplegar; pero si os hallaseis en mi puesto, a fe mía, Licenciado, que haríais lo mismo.
Bartolomé de Las Casas se sonrió, al oír esta suposición, de un modo original; el Gobernador pareció advertirlo, y repuso con impaciencia:
—Al cabo, ¿qué deseáis? ¿Qué objeto trae vuestra visita?
—Deseo, señor, acompañar la expedición a Pedernales; allí debe haber crímenes que prevenir, lágrimas que enjugar, y mis advertencias tal vez eviten muchos remordimientos tardíos.
—Estáis bueno para fraile, señor Bartolomé.
—Ya otra vez os he dicho, señor, que pienso llegar a serlo, con la ayuda de Dios, y hago en la actualidad mi aprendizaje.
Ovando miró a su interlocutor, y algo de extraordinario halló en aquella fisonomía iluminada por una ardiente caridad; pues le dijo casi con respeto:
—Id con Dios, señor Bartolomé de Las Casas, y no creáis que tengo mal corazón.
El hombre ilustre que más tarde había de asombrar hasta a los reyes con su heroica energía en defensa de la oprimida raza india, se inclinó ligeramente al oír esta especie de justificación vergonzante, y contestó gravemente:
— ¡El Señor os alumbre el entendimiento, y os dé su gracia!
Formulado este voto salió con paso rápido, y dos horas después navegaba con viento favorable en dirección a la costa del Sur.
Pero no consiguieron escapar de igual modo a la persecución cada vez más apremiante y activa del hambre. Entre aquellas breñas había pocas siembras: las frutas silvestres, el mamey, la guanábana, la jagua y el cacheo escaseaban de más en más; las hutías e iguanas no bastaban a las necesidades de la tribu, y era preciso buscar otra comarca más provista de víveres, o morir.
El jefe indio no vaciló: los merodeadores que pocos días antes habían logrado huir de las manos de los españoles en el campo de maíz, en las inmediaciones del río Pedernales, recibieron órdenes de ir a explorar aquel mismo contorno, para determinar el punto preciso que ocupaban los conquistadores en esa parte de la costa, y el número de sus soldados.
Las prudentes instrucciones de Guaroa, fielmente ejecutadas, dieron por resultado el regreso feliz de los exploradores al cabo de tres días: hacia la boca del río, según lo que refirieron, los españoles tenían una guardia como de veinte hombres: de éstos una ronda de ocho individuos salía todas las mañanas a recorrer los contornos; pero al anochecer regresaban a su cuartel para pasar la noche todos reunidos.
El campo indio se puso en marcha aquella misma tarde con dirección a los maizales, adonde llegaron hacia la medianoche. El maíz fue brevemente cosechado hasta no quedar una mazorca; y los indios, cargados de provisiones para algunos días, volvieron a internarse en las montañas, hacia el Este de Pedernales, aunque acamparon mucho más cerca de las siembras que cuando levantaron su campo de la víspera.
La ronda española echó de ver el despojo al día siguiente. Los pacíficos indios del contorno, interrogados por los españoles sobre la desaparición del maíz, no sabían qué responder, y, en su afán de justificarse contra toda sospecha, ayudaron a los soldados a practicar investigaciones activas que muy pronto hicieron descubrir las huellas de los nómadas nocturnos.
El oficial que tenía a su cargo el puesto de Pedernales despachó inmediatamente un correo a Diego Velázquez para advertirle lo que ocurría; pero este emisario, que era un natural del país, tardó muchos días en atravesar las montañas para llegar al campamento de los españoles, de nuevo instalados en las orillas del Lago.
Diego Velázquez había regresado a este último sitio por más fértil y cultivado, con su tropa diezmada, hambrienta y extenuada por sus penosas marchas por aquellas casi inaccesibles alturas. Dio cuenta de su situación a Ovando, que permanecía en Jaragua, habiendo hecho al fin elección de sitio y trazado el plan para la fundación de la villa de Vera Paz a corta distancia del Río Grande, y en las faldas de La Silla. El buen comendador creyó sin duda desagraviar a la Majestad Divina y descargar su conciencia del crimen de Jaragua, echando los cimientos de la iglesia y un convento de frailes franciscanos, al mismo tiempo que colocaba la primera piedra de la casa municipal de la futura villa, y ordenaba la construcción de una fortaleza, que debía dominar la población desde un punto más escarpado, al Nordeste.
En estas ocupaciones le halló la misiva de su teniente Diego Velázquez, causándole extraordinaria indignación la audacia de los rebeldes indios. Mandó al punto reforzar con cincuenta hombres a capitán español, y que fueran por mar a Pedernales otros veinte cinco, para que reunidos a la fuerza que allá estaba, cooperara enérgicamente en la nueva campaña que Velázquez emprendería entrando en la sierra por el lado del Norte. Estas fuerzas iban perfectamente equipadas, y provistas de víveres, que se embarca ron en la carabela destinada a la costa del Sur una parte, mientras que la otra acompañaba al destacamento de tierra, llevada en hombros de los indios de carga.
Cuando todo estaba listo, y la carabela acababa de recibir su cargamento, un hombre, joven aún, de porte modesto al par que digno y majestuoso, un español del séquito de Ovando, se presentó en el alojamiento de éste. Al verle, el gobernador manifestó grata sorpresa y exclamó en tono familiar y afectuoso:
—Gracias a Dios, Licenciado, que os dejáis ver después de tantos días. ¿Ha pasado ya vuestro mal humor y tristeza? Mucho lo celebraré.
El individuo tan benévolamente increpado contestó:
—Dejemos a un lado, señor, mis melancolías: de este mal sólo puede curarme la convicción de hacer todo el bien que está a mi alcance a mis semejantes. Y pues que, loado sea Dios, Vuestra Señoría está de acuerdo conmigo en que espiritual y materialmente conviene atraer con amor y dulzura estos pobres indios de Jaragua, que todavía andan llenos de terror por los montes, más bien que continuar cazándoles como bestias feroces, contra toda ley divina y todo derecho humano...
— ¿Volvéis a vuestro tema, señor Bartolomé? ¿Qué más queréis? Los indios meditaban nuestro exterminio; su inicua reina trataba de adormecernos pérfidamente para que sus vasallos nos degollaran en el seno de su mentida hospitalidad; ¿y quisierais que hubiéramos tendido el cuello a los asesinos como mansos corderos?
—Hablemos seriamente, señor me parece que sólo en chanza podéis decir eso que decís; y esa chanza cuando aún humean las hogueras de Jaragua, es más cruel todavía que vuestro juego del herrón y el signo sacrílego de tocar vuestra venera para comenzar la matanza en aquella tarde funesta.
—Basta, señor Las Casas —dijo el Gobernador frunciendo el ceño-; os estáis excediendo demasiado. Ya os he dicho que me pesa tanto como a vos la sangre vertida, la severidad que he debido desplegar; pero si os hallaseis en mi puesto, a fe mía, Licenciado, que haríais lo mismo.
Bartolomé de Las Casas se sonrió, al oír esta suposición, de un modo original; el Gobernador pareció advertirlo, y repuso con impaciencia:
—Al cabo, ¿qué deseáis? ¿Qué objeto trae vuestra visita?
—Deseo, señor, acompañar la expedición a Pedernales; allí debe haber crímenes que prevenir, lágrimas que enjugar, y mis advertencias tal vez eviten muchos remordimientos tardíos.
—Estáis bueno para fraile, señor Bartolomé.
—Ya otra vez os he dicho, señor, que pienso llegar a serlo, con la ayuda de Dios, y hago en la actualidad mi aprendizaje.
Ovando miró a su interlocutor, y algo de extraordinario halló en aquella fisonomía iluminada por una ardiente caridad; pues le dijo casi con respeto:
—Id con Dios, señor Bartolomé de Las Casas, y no creáis que tengo mal corazón.
El hombre ilustre que más tarde había de asombrar hasta a los reyes con su heroica energía en defensa de la oprimida raza india, se inclinó ligeramente al oír esta especie de justificación vergonzante, y contestó gravemente:
— ¡El Señor os alumbre el entendimiento, y os dé su gracia!
Formulado este voto salió con paso rápido, y dos horas después navegaba con viento favorable en dirección a la costa del Sur.