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Defensa de las mujeres selection by Benito Jernimo Feijo Lyrics

Genre: misc | Year: 1740

1. En grave empeño me pongo. No es ya sólo un vulgo ignorante con quien entro en la contienda: defender a todas las mujeres, viene a ser lo mismo que ofender a casi todos los hombres: pues raro hay que no se interese en la precedencia de su sexo con desestimación del otro. A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres, que apenas admite en ellas cosa buena. En lo moral las llena de defectos, y en lo físico de imperfecciones. Pero donde más fuerza hace, es en la limitación de sus entendimientos. Por esta razón, después de defenderlas con alguna brevedad sobre otros capítulos, discurriré más largamente sobre su aptitud para todo género de ciencias, y conocimientos sublimes.

4. No niego los vicios de muchas. ¡Mas ay! Si se aclarara la genealogía de sus desórdenes, ¡cómo se hallaría tener su primer origen en el porfiado impulso de individuos de nuestro sexo! Quien quisiere hacer buenas a todas las mujeres, convierta a todos los hombres. Puso en ellas la naturaleza por antemural la vergüenza contra todas las baterías del apetito, y rarísima vez se le abre a esta muralla la brecha por la parte interior de la plaza.

5. Las declamaciones que contra las mujeres se leen en algunos Escritores sagrados, se deben entender dirigidas a las perversas, que no es dudable las hay. Y aun cuando miráran en común al sexo, nada se prueba de ahí, porque declaman los Médicos de las almas contra las mujeres, como los Médicos de los cuerpos contra las frutas, que siendo en sí buenas, útiles, y hermosas, el abuso las hace nocivas. Fuera de que no se ignora la extensión que admite la Oratoria en ponderar el riesgo, cuando es su intento desviar el daño.

6. Y díganme los que suponen más vicios en aquel sexo que en el nuestro, ¿cómo componen esto con darle la Iglesia a aquel con especialidad el epíteto de devoto? ¿Cómo con lo que dicen gravísimos Doctores, que se salvarán más mujeres que hombres, aun atendida la proporción a su mayor número? Lo cual no fundan, ni pueden fundar en otra cosa, que en la observación de ver en ellas más inclinación a la piedad.

20. La robustez, que es prenda del cuerpo, puede considerarse contrapesada con la hermosura, que también lo es. Y aun muchos le concederán a ésta el exceso. Tendrían razón, si el precio de las prendas se hubiese de determinar precisamente por la lisonja de los ojos. Pero debiendo hacer más peso en el buen juicio, para decidir esta ventaja, la utilidad pública, pienso debe ser preferida la robustez a la hermosura. La robustez de los hombres trae al mundo esencialísimas utilidades en las tres columnas que sustentan toda República, Guerra, Agricultura, y Mecánica. De la hermosura de las mujeres, no sé qué fruto importante se saque, sino es que sea por accidente. Algunos la argüirán de que bien lejos de traer provechos, acarrea gravísimos daños en amores desordenados que enciende, competencias que suscita, cuidados, inquietudes, y recelos que ocasiona en los que están encargados de su custodia.

21. Pero esta acusación es mal fundada, como originada de falta de advertencia. En caso que todas las mujeres fuesen feas, en las de menos deformidad se experimentaría tanto atractivo como ahora en las hermosas; y por consiguiente harían el mismo estrago. La menos fea de todas, puesta en Grecia, sería incendio de Troya, como Helena: y puesta en el Palacio del Rey D. Rodrigo, sería ruina de España, como la Caba. En los Países donde las mujeres son menos agraciadas, no hay menos desórdenes que en aquellos donde las hay de más gentileza, y proporción. Y aun en Moscovia, que excede en copia de mujeres bellas a todos los demás Reinos de Europa, no está tan desenfrenada la incontinencia, como en otros Países; y la fe conyugal se observa con mucha mayor exactitud.

22. No es, pues, la hermosura por sí misma autora de los males que le atribuyen. Pero en el caso de la cuestión doy mi voto a favor de la robustez, la cual juzgo prenda mucho más apreciable que la hermosura. Y así, en cuanto a esta parte se ponen de bando mayor los hombres. Quédales empero a salvo a las mujeres replicar, valiéndose de la sentencia de muchos doctos, y recibida de toda una ilustre Escuela, que reconoce la voluntad por potencia más noble que el entendimiento, la cual favorece su partido; pues si la robustez, como más apreciable, logra mejor lugar en el entendimiento, la hermosura, como más amable, tiene mayor imperio en la voluntad.

27. Sobre las buenas calidades expresadas, resta a las mujeres la más hermosa, y más transcendente de todas, que es la vergüenza: gracia tan característica de aquel sexo, que aun en los cadáveres no le desampara, si es verdad lo que dice Plinio, que los de los hombres anegados fluctúan boca arriba, y los de las mujeres boca abajo: Veluti pudori defunctarum parcente natura {(a)Lib. 7 cap. 17.}.

29. Diráse que es la vergüenza un insigne preservativo de ejecuciones exteriores, mas no de internos consentimientos; y así, siempre le queda al vicio camino abierto para sus triunfos, por medio de los invisibles asaltos, que no puede estorbar la muralla del rubor. Aun cuando ello fuese así, siempre sería la vergüenza un preservativo preciosísimo, por cuanto por lo menos precave infinitos escándalos, y sus funestas consecuencias. Pero si se hace atenta reflexión, se hallará que defiende, si no en un todo, en gran parte, aun de esas escaladas silenciosas, que no salen de los ocultos senos de la alma; porque son muy raros los consentimientos internos, cuando no los acompañan las ejecuciones, que son las que radican los afectos criminales en el alma, las que aumentan, y fortalecen las propensiones viciosas. Faltando éstas, es verdad que una, u otra vez se introduce la torpeza en el espíritu; pero no se aloja en él como doméstica, mucho menos como señora; sí sólo como peregrina.

30. Las pasiones, sin aquel alimento que las nutre, yacen muy débiles, y obran muy tímidas; mayormente cuando en las personas muy ruborosas es tan franco el comercio entre el pecho, y el semblante, que pueden recelar salga a la plaza pública del rostro cuanto maquinan en la retirada oficina del pecho. De hecho se les pintan a cada paso en las mejillas los más escondidos afectos: que el color de la vergüenza es el único que sirve a formar imágenes de objetos invisibles. Y así, aun para atajar tropiezos del deseo, puede ser rienda en las mujeres el miedo de que se lea en el rostro lo que se imprime en el ánimo.

31. A que se añade, que en muchas sube a tal punto el rubor, que le tienen de sí mismas. Este heroico primor de la vergüenza, de que trató el ingeniosísimo P. Vieira en uno de sus Sermones, no es puramente ideal, como juzgan algunos espíritus groseros, sino practico, y real en los sujetos de índole más noble. Así lo conoció Demetrio Phalereo, cuando instruyendo la juventud de Atenas, les decía que dentro de casa tuviesen vergüenza de sus padres, fuera de ella de todos los que los viesen, y en la soledad cada uno de sí propio.
32. Pienso haber señalado tales ventajas de parte de las mujeres, que equilibran, y aun acaso superan las calidades en que exceden los hombres. ¿Quién pronunciará la sentencia en este pleito? Si yo tuviese autoridad para ello, acaso daría un corte, diciendo que las calidades en que exceden las mujeres, conducen para hacerlas mejores en sí mismas: las prendas en que exceden los hombres, los constituyen mejores, esto es, más útiles para el público. Pero como yo no hago oficio de Juez, sino de Abogado, se quedará el pleito por ahora indeciso.

34. Es así, digo, que en varios individuos de nuestro sexo se observan, aunque no con la misma frecuencia, las bellas cualidades que ennoblecen al otro. Pero esto en ninguna manera inclina a nuestro favor la balanza, porque hacen igual peso por la otra parte las perfecciones, de que se jactan los hombres, comunicadas a muchas mujeres.

152. Concluyo este Discurso, satisfaciendo a un reparo que se podrá formar sobre el asunto; y es, que persuadir al género humano la igualdad de ambos sexos en las prendas intelectuales, no parece que trae utilidad alguna al Público, antes bien le ocasionará algún daño, por cuanto fomenta en las mujeres su presunción, y orgullo.

154. Pero mucho más pretendo, y es, que la máxima que hemos establecido, no sólo no puede ocasionar en lo moral daño alguno, sino que puede traer mucho provecho. Considérese a cuantos hombres la imaginada superioridad de talentos los hace osados para emprender sobre el otro sexo criminales conquistas. En cualquiera lid la confianza, o desconfianza de la fuerza propia, hace mucho para ganar, o perder la batalla. El hombre en fe de la ventaja en el discurso, propone con valentía; la mujer, juzgándose inferior, escucha con respeto. ¿Quién puede negar aquí una gran disposición para que él venza, y ella se rinda?

155. Sepan, pues, las mujeres, que no son en el conocimiento inferiores a los hombres: con eso entrarán confiadamente a rebatir sus sofismas, donde se disfrazan con capa de razón las sinrazones. Si a la mujer la persuaden, que el hombre, respecto de ella, es un oráculo, a la más indigna propuesta prestará atento el oído, y reverenciará como verdad infalible la falsedad más notoria. Bien se sabe a qué torpezas han reducido los Herejes, que llamamos Molinistas, a muchas mujeres antecedentemente muy virtuosas. ¿De qué nació la perversión, sino de haber imaginado en ellos unos hombres de superiores luces, y de haber desconfiado con demasía del propio entendimiento, cuando les estaba representando bien claramente la falsedad de aquellos venenosos dogmas?

156. Otra consideración hay que hacer muy importante en esta materia. Es cierto que cualquiera cede más fácilmente a aquel en quien reconoce alguna notable ventaja. Un hombre sirve sin violencia a otro hombre, que es más noble que él; pero con suma repugnancia, si son iguales en nacimiento. Lo propio sucede en nuestro caso. Si la mujer está en el error de que el hombre es de sexo mucho más noble, y que ella por el suyo es un animalejo imperfecto, y de bajo precio, no tendrá por oprobio el rendírsele; y llegándose a esto la lisonja del obsequio, reputará por gloria lo que es ignominia. Conozca, pues, la mujer su dignidad, como clamaba S. León al hombre. Sepa que no hay ventaja alguna de parte de nuestro sexo; y así, que siempre será oprobio, y vileza suya conceder al hombre el dominio de su cuerpo, salvo cuando le autorice la santidad del matrimonio.

157. Aún no he dicho toda la utilidad que en lo moral traerá el sacar a los hombres, y mujeres de este error en que están, de la desigualdad de los sexos. Firmemente creo que este error es causa de mancharse con adulterios infinitos tálamos. Parece que me enredo en una extraña paradoja; pero no es sino una verdad constante: Atención.

158. Pasados pocos meses, después que con el vínculo del matrimonio se ligaron las almas de dos consortes, pierde la mujer aquella estimación que antes lograba por alhaja recién poseída. Pasa el hombre de la ternura a la tibieza, y la tibieza muchas veces viene a parar en desprecio, y desestimación positiva. Cuando el marido llega a este vicioso extremo, empieza a triunfar, y a insultar a la esposa en fe de las ventajas que imagina en la superioridad de su sexo. Instruido de aquellas sentencias, que la mujer que más alcanza, alcanza lo que un niño de catorce años: que no hay que buscar en ellas seso, ni prudencia, y otras de este jaez, todo lo que observa en la suya trata con sumo desprecio. En este estado cuanto la pobre mujer discurre es un delirio, cuanto dice un despropósito, cuanto obra un yerro. El atractivo de la hermosura, si es que la tiene, ya no sirve de nada, porque le rebajó el precio la seguridad de la posesión. Ese es un hechizo que ya está deshecho. Sólo se acuerda el marido de que la mujer es un animal imperfecto; y si se descuida, a la más linda le echará en la cara, que es un vaso de inmundicia.

159. En este estado de abatimiento está la infeliz mujer, cuando empieza a mirarla, como suelen decir, con buenos ojos un galán. A la que está aburrida de ver a todas horas un semblante ceñudo, es natural que le parezca demasiadamente bien un rostro apacible. Esto basta, para facilitar la conversación. En ella no oye cosa que no la lisonjee el gusto. Antes no escuchaba sino desprecios; aquí no se le habla sino de adoraciones. Antes era tratada como menos que mujer; ahora se ve elevada a la esfera de deidad. Antes se le decía que era una tonta; ahora escucha que tiene un entendimiento divino. En la boca del marido era toda imperfecciones; en la del galán es toda gracias. Aquel la señoreaba como tirano dueño; éste se le ofrece como rendido esclavo. Y aunque el enamorado, si fuera marido, hiciera lo mismo que el otro, como eso no lo previene la triste casada, halla entre los dos la distinción que hay entre un Ángel, y un bruto. Ve en el marido un corazón lleno de espinas; en el galán coronado de flores. Allí se le presenta una cama de hierro; aquí de oro. Allí la esclavitud; aquí el imperio. Allí la mazmorra; aquí el solio.

160. En esta situación ¿qué hará la mujer más valiente? ¿Cómo resistirá dos impulsos dirigidos a un mismo fin, uno que la impele, otro que la atrae? Si el Cielo no la detiene con mano poderosa, segura es la caída. Y si cae, ¿quién puede negar que su propio marido la despeña? Si él no la tratara con vilipendio, no le hiciera fuerza el amante con la lisonja. El mal tratamiento del uno, da valor al rendimiento del otro. Todo este mal viene muchísimas veces de aquel concepto bajo que los hombres casados tienen hecho del otro sexo. Déjense de esas erradas máximas, y lograrán las mujeres más fieles. Estímenlas, pues Dios los manda amarlas: y desprecio, y amor no entiendo cómo se pueden acomodar juntos en un corazón, respecto del mismo objeto.